Homeópatas, arúspices y nigromantes

En la antigua Roma continuaban existiendo los arúspices, sacerdotes cuya principal virtud era contemplar el futuro en las vísceras de animales muertos. Técnica ésta ya vieja por aquel entonces, proveniente de los etruscos, y a cuyos expertos se les consultaba en privado sobre todo tipo de cuestiones, ya fuese la campaña de Aníbal en Italia o la fertilidad de la casadera de un aristócrata de Brindisi. El arúspice, examinando el color, la forma y el olor de las vísceras del animal en cuestión –sobre todo el hígado– predecía el éxito de la batalla, el estado de la matriz de la mujer o la duración de la vida de un cónsul. Con la llegada del Imperio, la anexión de Grecia y su logos, el arúspice acabó siendo un hazmerreír para individuos cultos.

El mundo y la vida son pura incertidumbre. Es hasta cierto punto comprensible que la población, tan ignorante en su mayoría, se echase en brazos de la magia para explicar no solo lo inexplicable, sino para no sucumbir al horror cotidiano. Así, una vez desaparecida la influencia de Roma en Europa, vinieron con los pueblos germánicos otros mitos y otras soluciones para soportar lo que era difícilmente soportable, para sobrellevar una existencia penosa y miserable. Roma y sus oráculos dejaron paso a la nigromancia y la brujería. Un Medievo inquisitorial obsesionado con el temor de Dios y la presencia constante del demonio. Más tarde, las hogueras de la Inquisición dieron el testigo a los cazadores de brujas y hechiceros.

En Etruria, en Roma, en la Navarra medieval y en la Sajonia moderna había motivos para recurrir a la magia, hoy ya no hay, o no tantos. La vida y el mundo siguen siendo complejos, inexplicables y peligrosos, pero lo son mucho menos cada vez, gracias entre otras cosas al triunfo de la razón, el mayor tesoro que nos dejó la vieja Hélade. La magia, la superchería, no van a dejar de existir mientras el alma humana siga atormentada por su condición de desamparo y sinsentido, pero es bueno que, si ha de seguir, siga como siguió en tiempos de los césares, es decir, proscrita, fuera del Estado, la razón y la ley. Hoy día es así en casi todo y para casi la totalidad de los charlatanes y videntes, que viven en submundos clandestinos y desprestigiados, pero no para la homeopatía.

La homeopatía es la única de las supercherías mitológicas, acientíficas y pseudomilagrosas que no solo merece las risas de la gente –Catón decía que los arúspices no se podían mirar sin reírse de ellos–, sino que es ejercida por científicos (médicos, farmacéuticos, químicos) y que ha conseguido, sin demostrar absolutamente nada, vender que es una ciencia. La homeopatía no es una ciencia. Dejemos esto claro. Ni una medicina alternativa. Es un invento de un médico alemán a comienzos del siglo XIX de nombre Samuel Hanhemann, que dijo que lo semejante cura a lo semejante. Él no aclaró nada, por supuesto, y sus millonarios sucesores de la industria siguen sin hacerlo. No se sabe cómo actúa, ni si actúa de alguna forma, y no se puede hacer nada con ella atendiéndonos al método científico. Es agua con azúcar, un cuento, una estafa diluida infinitesimalmente. Su único efecto es el placebo, la sugestión, la creencia del que la toma en su sanación, exactamente la misma que la del legionario romano que preguntaba al arúspice si moriría en la batalla de Accio o no.

Magia y superstición que se prescribe y dispensa por profesionales de la salud con años de estudios científicos, sin que un solo ensayo clínico haya demostrado algo que no sea la fe en un futuro mejor. La homeopatía está actualmente en las farmacias y muchos nos preguntamos el porqué. Se ha dejado en manos de un experto en los medicamentos una cosa que no lo es, de la que la inmensa mayoría recelamos y que no sabemos manejar a tenor de la dificultad en su prescripción, que –por supuesto, como en la vieja Roma– solo conoce el experto prescriptor-arúspice, que a veces es médico y muchas no.

Tengo entendido que cada vez más homeópatas venden sus pócimas milagrosas diluidas en los consultorios donde tratan con el doliente, y es bueno que así sea, porque así ha sido siempre, desde la noche de los tiempos. Pero que dejen los hospitales, las clínicas y las farmacias para las medicinas, la ciencia y la razón.

Rafael García Maldonado es farmacéutico y escritor. Su último libro es Cuaderno de incertidumbre (Anantes).

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