Homicidios razonados

Afirma San Agustín que el homicidio puede darse sin pecado, como en el caso de los soldados (Del libre albedrío, I, 4, 9). Queda abierto el problema de las condiciones y límites que debe respetar quien da órdenes al soldado. Los que en la historia han tenido un poder absoluto, desde Calígula a Stalin, Pinochet o Kim Jong-un, no han admitido más límites que sus deseos, sus intereses y sus caprichos. Pero la civilización consiste en precisar y respetar esos límites.

El problema se complica por el abismo que suele separar lo que piensan, lo que dicen y lo que hacen los poderosos. Y se complica todavía más si se consideran las muertes indirectas: las que quizá se puedan evitar, o provocar, a consecuencia de una muerte concreta. Y acaba de complicarlo la perspectiva histórica: pocos alemanes juzgan hoy los fallidos atentados contra la vida de Hitler como los juzgaron en aquel momento sus abuelos. Pero es imposible abordar problemas complejos cuando la intención de fondo no es aclarar la verdad sino calcular el beneficio político de decir o callar lo que se piensa.

Es difícil encontrar en la historia (e incluso en la actualidad) una figura con auténtico poder que no considere legítimo decidir sin cortapisas (de forma abierta o secreta) a quién deben matar sus soldados (o sus espías). Y además es difícil evaluar todas las consecuencias de esas decisiones: cuando Bush, Blair y Aznar decidieron bombardear Irak condenaron a muerte a muchos jóvenes enrolados (probablemente a la fuerza) en el ejército de Sadam Husein, pero a la vez salvaron la vida a muchos otros que Husein habría asesinado de no haber sido derrocado y también dieron lugar, de forma más indirecta e imprevisible, a muchos asesinatos que desde entonces se han producido en Irak. Toda muerte perjudica a unos y beneficia a otros, igual que todo robo enriquece a unos y empobrece a otros.

En una sonora entrevista que le hizo Juan José Millás (El País, 7/11/2010), Felipe González dio un paso valiente y poco habitual —aunque no recorrió todo el camino posible— cuando afirmó que “hay cosas que no puedes contar. En las luchas de poder las relaciones son subterráneas: las cuatro quintas partes, como en el iceberg, no se ven. Hay excepciones como la del Vaticano, donde todo es subterráneo”. Como es sabido, en aquella entrevista contó que en una ocasión había tenido la oportunidad de eliminar a toda la cúpula de ETA, dinamitando el chalet francés en que se reunía. No había posibilidad de detenerlos ni de lograr, en aquel momento, la colaboración de Francia. González aseguró que había rechazado la operación, pero añadió: “Todavía no sé si hice lo correcto. (…) Una de las cosas que me torturó durante las 24 horas siguientes fue cuántos asesinatos de personas inocentes podría haber ahorrado en los próximos cuatro o cinco años”. Es curioso que Obama no tenga tantos escrúpulos a la hora de ejecutar a Bin Laden sin juicio o de enviar un dron letal a casa de un líder terrorista. Aunque también es cierto que los americanos son más escrupulosos que nosotros a la hora de separar los grandes intereses nacionales y las trifulcas interesadas de la política doméstica.

Cuenta Alfred Tauber en su libro Confesiones de un médico que su padre vivía obsesionado por un recuerdo de la Segunda Guerra Mundial. Siendo médico y judío, había operado a un oficial húngaro, de ideología antisemita, salvándole la vida. Poco después aquel paciente era el líder de una banda fascista que se encargaba de capturar a judíos fugitivos para tirarlos al Danubio con un tiro en la cabeza. Sostenía Tauber padre que él no tenía otra opción, que su moral le obligaba a salvar a aquel paciente. Sin embargo, reconoce Tauber hijo, “esa certidumbre suya no nos convencía”.

El anciano Aranguren sufrió un escándalo farisaico cuando dijo que la lógica de los GAL “se podía comprender”. El gran problema de ese verbo está en el olvido de que comprender la lógica de ciertos hechos no necesariamente significa aprobarlos. Y sin embargo es cierto que, cuando se comprenden a fondo, cosas que normalmente parecen inaceptables empiezan a adquirir otro aspecto. Pero esa vía tiene el riesgo adicional que siempre surge cuando alguien decide hablar de cosas que la prudencia política aconseja silenciar.

Los defensores del carácter absolutamente sagrado de la vida humana sostienen que el doctor Tauber y el presidente González hicieron lo que tenían que hacer, porque de lo contrario nuestras sociedades se convertirían en una jungla salvaje. Parece claro que Obama no está tan seguro de que esa opinión tenga un valor absoluto. Pero lo que está claro es que el rigor ético de los juicios se atenúa bastante cuando los jueces espontáneos pueden ser beneficiados o perjudicados por las consecuencias del hecho que se han lanzado a juzgar.

José Lázaro es profesor de Humanidades Médicas en la UAM y autor de La violencia de los fanáticos.

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