Homo digitalis

El 23 de abril de 2005, Jawed Karim subió a la Red su vídeo 'Yo en el zoo' creando así el servidor YouTube que fue pronto calificado por la revista Time como invento del año. En marzo de 2006, Jack Dorsey envió el primer tuit con la tecnología creada por él mismo dando lugar a la red social Twitter, y en septiembre de ese mismo año, Facebook, una red que estaba siendo utilizada por estudiantes norteamericanos, pasó a tener acceso libre convirtiéndose rápidamente en la red social por excelencia. Twitter tiene hoy 600 millones de usuarios y Facebook unos 1.500 millones. En cuanto a YouTube, cuenta actualmente con más de mil millones de usuarios, alberga cientos de millones de películas y está disponible en 61 idiomas diferentes en 75 países. De esta manera se completan hoy 10 años durante los que la actividad de los internautas ha experimentado un vertiginoso desarrollo.

Esta eclosión de la conectividad, esta nueva manera de relacionarse y de tratar la información, ha llevado a considerar a algunos pensadores, entre los que se encuentra el periodista Román Cendoya autor del libro 'rEvolución: del Homo sapiens al Homo digitalis', que los humanos que habitamos actualmente este pequeño planeta somos los últimos Homo sapiens pues estamos siendo sustituidos por una nueva especie del género homo: el 'Homo digitalis'.

Homo digitalisUna primera característica de este hipotético 'Homo digitalis' es el vivir en un entorno en el que las pantallas son ubicuas. Los teléfonos inteligentes, tabletas y ordenadores invaden su vida diaria induciéndole a nuevos comportamientos. Todo está al alcance de un clic. La respuesta a cualquier pregunta se obtiene instantáneamente gracias sobre todo al buscador Google y a la Wikipedia. En particular, esta colosal construcción enciclopédica ha hecho realidad el sueño de Jorge Luis Borges en su visionario relato 'Tlön, Ubqar, Orbis Tertius'. En esta fascinante narración, una magna enciclopedia en construcción permanente describe todos los pormenores del planeta Tlön, y tan solo un ejemplar de su Onceno Tomo es ya suficiente para dar innumerables pistas de ese imaginario mundo completamente ordenado. Libros, música, cine, y toda la cultura, son accesibles hoy rapidísimamente gracias a las empresas que operan en internet y que baten un récord de distribución cada día que pasa o, simplemente, nos proporcionan nuestros objetos de deseo en formato electrónico instantáneamente. Sin ninguna duda la inmediatez sería una de las principales características del 'Homo digitalis'.

Internet extiende su conectividad entre las personas para incluir también dispositivos que pueden ser controlados o manipulados a través de la Red, se trata del denominado internet de las cosas. Naturalmente los científicos podemos utilizar telescopios y otras grandes instalaciones experimentales desde distancias remotas, y en la producción industrial es posible controlar muchos procesos de fabricación a través de la Red. Nadie se sorprende hoy de que un médico pueda acceder a la información del 'holter' de su paciente o pueda contribuir a la realización de una operación quirúrgica sin desplazarse de su despacho. En un ámbito más cercano, el 'Homo digitalis' puede controlar la calefacción, la iluminación e incluso las persianas de su vivienda mediante una rápida conexión desde el remoto lugar en que pasa sus vacaciones.

Este supuesto 'Homo digitalis' amplía su identidad desde su acotada realidad próxima a un espacio virtual ilimitado. Su participación en las redes sociales y en los múltiples foros de la Red le permiten reconstruir su yo, dotarlo de nuevas facetas reales o inventadas, difundiéndose así por nuevos ámbitos y comunidades, fragmentándose en nuevas identidades. Mediante participaciones en sus páginas de Facebook, en los foros, en los blogs, todo el mundo puede llegar a tener sus 15 minutos de gloria, haciendo cierto el pronóstico de Andy Warhol.

Pero todo este diluvio de información, su inmediatez y la fragmentación de la identidad también hacen del 'Homo digitalis' un ser enfermo. Los mensajes electrónicos continuos, los tuits, las notificaciones por Facebook, hacen que el nuevo hombre se vea obligado a permanecer en un estado de alerta permanente, un estado de sobreexcitación que se presta a desarrollar comportamientos adictivos y trastornos de tipo obsesivo-compulsivo. Basten como ejemplo las personas que no pueden resistir una sesión de cine, una obra de teatro, un concierto, o incluso un oficio religioso, sin consultar su teléfono móvil.

La ingente información que invade la vida moderna también propicia que se preste una atención deficiente a los innumerables artículos, entradas de blogs, piezas musicales, vídeos de YouTube, que los internautas comparten entre sí, esperando una reacción inmediata. Aunque el acceso a la información, a la cultura y a las opiniones sea hoy tan fácil e inmediato, la lectura de artículos y libros, el disfrute de las piezas artísticas o culturales es a menudo muy superficial pues el 'Homo digitalis' no dispone del tiempo indispensable para procesar toda la información que recibe, y mucho menos para reflexionar sobre ella, no extrae conclusiones propias, ni utiliza todos esos elementos de información para crear composiciones realmente nuevas.

El presunto 'Homo digitalis' también enferma al renunciar a su intimidad, al verse conducido a compartir sus fotografías y experiencias con millares de amigos buscando su 'me gusta'. Este nuevo hombre, permanentemente expuesto, se ve abocado a maquillar sus experiencias, idealizando sus viajes y sus vacaciones, a exhibir sus pequeños triunfos, disimulando sus fracasos. Debe enviar mensajes interesantes continuamente, aunque estén constreñidos a los 140 caracteres de un tuit o a una simple imagen en la red social Instagram. Se ve obligado así, en resumidas cuentas, a crear un espectáculo extraordinario con su vida ordinaria.

Aunque la hiperconexión ofrezca oportunidades fantásticas, en ocasiones la tecnología también se interpone en las relaciones personales. ¿Quién no ha visto en un restaurante a cada miembro de una pareja consultar ensimismado su teléfono inteligente mientras espera entre plato y plato de una cena romántica? Las pantallas y videoconsolas son bolas de cristal que encierran a muchos jóvenes y a otros no tan jóvenes. Se estima que el 8% de los norteamericanos de entre 8 y 18 años de edad son adictos a los videojuegos; en Corea y otros países asiáticos la adicción a estos videojuegos y a internet se considera una especie de epidemia. A menudo la tecnología levanta barreras entre próximos y propicia actitudes emocionales y sociales de gran precariedad. Todos estos comportamientos patológicos permiten augurar que los movimientos de crítica y resistencia a internet vayan en aumento en un futuro más o menos próximo. Además, no sería extraño que haya ciudadanos que prefieran disfrutar de una sub red del actual internet, en que los contenidos estén contrastados y sean más fiables, las búsquedas más precisas, la información más selecta.

Las ventajas que ofrecen una conectividad rápida y las relaciones sociales amplísimas por internet son innegables. El potencial de la colaboración laboral a nivel global es enorme y creo que nadie duda hoy de que está contribuyendo a dar saltos de gigante en los desarrollos científicos y tecnológicos. Incluso para las relaciones privadas la posibilidad de acceder a pequeñas comunidades afines y a las páginas personales de almas gemelas ofrece oportunidades sin precedentes para la amistad y el amor. Pero muchos de nosotros estaremos de acuerdo en que el trato y el contacto personal, el uso de la palabra, el lenguaje, la mirada, los gestos de expresión corporal, la calidez de los besos y los abrazos, aún tienen una importancia capital.

A los comportamientos patológicos propiciados por internet, a los movimientos de resistencia que cabe augurar, y a la necesidad aún existente hoy del contacto personal, debemos sumar el hecho de que el acceso a la Red dista mucho de ser universal, pues hay un gran sector de la humanidad que no dispone de ordenador o de conexiones.

Cuando tengo en cuenta todos los factores aquí expuestos me veo obligado a concluir que, a pesar de que nos encontramos en una era de cambios vertiginosos, aún estamos lejos de la transformación del 'Homo sapiens', y que hoy por hoy el 'Homo digitalis' no es más que una entelequia virtual.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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