Honor y despedida de Brendel

Ese hombre menudo, con aire de anticuario retirado, que mira tras unas gafas de culo de vaso y que luce una sonrisa que parece una mueca, fue un titán. Ahora tiene setenta y siete años y se notan, aunque sólo sea porque todo en él respira esa tranquilidad del que es consciente de que no hay vuelta atrás, que uno está metido en ese último tramo de la vida en el que las cosas han de afrontarse a solas y sin otra ayuda que los íntimos.

Debe de ser difícil apuntar un día, o una semana, o un mes, para decir lo dejo y no volveré a subir a un escenario. Debe de ser difícil decidir uno mismo "hasta aquí he llegado", antes de que un crítico desenfadado o un intermediario sin escrúpulos te advierta que estás en la orilla de hacer el ridículo. O, sencillamente, veas que te reducen el crédito y notes que aquellos, que ayer aún te colmaban de dones y adjetivos, ahora empiezan a hablarte de esa manera impostada con la que, no se sabe muy bien por qué, la gente se dirige a los niños y a los viejos. Los hombres solemos mirarnos en el espejo un buen rato todos los días; es la esclavitud del afeitado, pero hay un momento a partir del cual nos vemos de otra manera y tenemos un impulso instintivo de cansancio, un toque, una advertencia de que ya basta. Resulta significativo que la primera manifestación del desánimo o de la depresión consista en dejar de afeitarnos; una pausa en nuestro enfrentamiento con los espejos.

Para un pintor la vejez suele ser un periodo capital en la trayectoria de su obra. Un escritor, incluso un poeta, puede estar en erupción incluso cuando ya no le dan los pies para caminar, ni los ojos para ver. Un músico anciano compone en ocasiones como un niño apasionado; Janacek, sin ir más lejos. Llevo trabajando desde hace años en la relación entre vejez y creatividad, para confirmar una propuesta, que por cierto en más de una ocasión explicó el propio Brendel, de que la creatividad por mínima que sea constituye un rasgo de vitalidad y rejuvenecimiento. La verdad es que él iba más allá y llegaba a plantear que el arte, creado o disfrutado, es lo único que hace que la vida merezca ser vivida.

Alfred Brendel, un pianista de leyenda, se despidió de nosotros anteayer en el Palau de Barcelona. Es su última gira antes de retirarse y poco diré del concierto fuera de su actitud benevolente, esa tranquilidad que le consintió hacer nada menos que tres bises, como si nosotros, los presentes en su despedida, mereciéramos que hombre tan educado y cumplidor como Brendel nos mostrara su agradecimiento. Un concierto de seguro programado con mimo, donde se daban cita los cuatro compositores que suponen algo así como la excelencia del piano. Un Haydn complejísimo, un Mozart de su época más brillante, una sonata de Beethoven, la 13, por la que no siento especial atracción, pero que los profesionales consideran de interés preferente. Y tras la pausa, la reina del concierto, la última sonata que compuso Schubert, la única, en mi opinión, donde Brendel mostró rasgos de aquel inmenso pianista que fue.

Ahí está el secreto, el difícil arcano del intérprete. Haydn escribió ese Andante con variazioni ya sabio y anciano, Mozart su sonata número 15 con un año menos que Beethoven la suya, que fue a los 31 años, la misma edad con la que moriría el enigmático Schubert, un mes después de componer quizá la más hermosa e inquietante de sus sonatas para piano (D. 960), sobre la que un historiador de la música se preguntaba "si en toda la literatura musical existía un andante más bonito". Todas, piezas de muy difícil ejecución, y ahí está el problema que acecha a los instrumentistas y muy en concreto a los pianistas. Todo solista de concierto es un atleta del arte. El cuerpo entero trabaja sobre el piano, el violín o el cello; la potencia de sus dedos semeja la de un lanzador de jabalina y su agilidad la de un corredor de cien metros. No es oficio para viejos. Recuerdo aquellos conciertos del gran Pau Casals, patéticos, en los que el anciano tarareaba la línea melódica mientras interpretaba a la pata la llana una Partita de Juan Sebastián Bach. Aún figuran esos abominables discos en el mercado. ¿Quién iba a atreverse a decirle a aquel artista, agresivo y mala leche, y del que tantos vivían, que había llegado la hora de retirarse de los escenarios?

Le pasó a Glenn Gould, que detestaba los conciertos y que se hizo viejo muy pronto; tiene discos donde es tan audible su torpe voz como las Variaciones Goldberg.¿Acaso la frustrante retirada de los escenarios del legendario Arturo Benedetti Michelangeli no respiraba por la misma herida?

Es la abismal diferencia entre el compositor y el intérprete. La madurez de un intérprete siempre es tan efímera, que apenas ha pasado y ya se nota. Se puede alargar la edad, incluso hacer milagros en función de ciertos autores y componer programas adecuados. El anciano Rubinstein hacía maravillas. Y luego está la mística, llamémoslo así. Las manías de Maria João Pires o los rituales de Sviatoslav Richter quizá no son sino defensas ante la angustia del portero ante el penalti (otro símil del artista atlético, en mi opinión no hay figura deportiva más fascinante en el fútbol que el portero, el hacedor de milagros, el conseguidor de imposibles). Todos los grandes pianistas son diferentes, pero para mí Brendel fue el más diferente de todos. Él contaba en sus años de gracia con una vis cómica digna de un actor británico de la gran escuela, no había nacido en el Este - "Europa central es mi patria"-,ni había sido niño prodigio, ni era judío, ni sus padres tenían la más mínima inquietud artística o musical. Era un mal estudiante de todo, que odiaba el solfeo y que dudaba si lo suyo sería la pintura. Fue un esteta que caminó siempre por libre y para quien no existían líneas divisorias, tan comunes entre los músicos. Poeta, lector voraz, pintor, compositor también y sobre todo pianista.

Yo llegué a Brendel tarde, como a casi todo, y fue gracias a una sonata de Beethoven cuya interpretación me dejó literalmente anonadado. Era la 32 (opus 111), la última si mal no recuerdo, cuando ya el músico estaba completamente sordo.

Me sirvió para ilustrar uno de los más fascinantes enigmas del arte y de la humanidad: que es posible que la más excelsa música sea compuesta por un hombre que sólo se oye a sí mismo, y que la pintura más arrebatada la realice un ciego, como fue el caso del último Goya. Lo que hacía de aquella sonata de Beethoven interpretada por Brendel algo vivo no sólo era la limpieza del timbre - hay quien dijo que era el único pianista capaz de destacar una nota en un acorde-, ni su agilidad, sino su actualidad. Brendel convertía a Beethoven en un precursor del jazz y con un ritmo de ragtime. Desde entonces me convertí en un brendeliano militante. Me enseñó otra manera de entender el lado complejo del bueno de Haydn, y a Mozart, en esas sonatas que otro gran pianista decía que eran fáciles para los niños y difíciles para los artistas.

He aprendido tantas cosas de Brendel que lo menos que podía hacer es acompañarle en su despedida. Debe de ser duro saber que ya no tocas igual para el público pero que sigues tocando muy bien para ti mismo. Para llegar hasta ahí se necesita mucho talento y mucho orgullo humilde, valga el oxímoron. Y eso diferencia a un diletante de un profesional. La idea es suya, yo se la acabo de robar. El diletante a lo más que puede llegar es al sentimiento, incluso a la pasión más desaforada. Pero comportarse como un profesional exige inteligencia, y ese es un instrumento más cruel y despiadado que el piano. Mucho talento has de tener para que en esa cita diaria y matutina con el espejo, llegues a decirte: me oigo bien, pero no sueno como antes. Es el momento de despedirse de los escenarios.

Si tuviera que definir a Brendel, lo que más me emociona de su brillante figura intelectual, diría que es haber conseguido ese grado de excelencia en la profesionalidad de un pianista, su rigor teñido de humor y melancolía. Como dice en uno de sus versos: "Érase un pianista / que desarrolló / un tercer dedo / no para tocar el piano /... sino para señalar cosas / cuando las dos manos están ocupadas".

Gregorio Morán