Honores Militares: otra perla

Sigue enconado en el ámbito castrense el corrosivo debate interno por el desarrollo de la ley de la carrera militar. Sorprende el silencio del Ministerio de Educación sobre el reconocimiento académico del título de grado universitario, por la mera superación de un curso de adaptación organizado y desarrollado exclusivamente en el seno de Defensa. El espectador llega a pensar que, posiblemente, en el correspondiente proceso de regulación orgánica se omitiera alguna preceptiva consulta a aquel ministerio. Algunos se tapan los orificios nasales. La pasividad de la Conferencia de Rectores de universidades españolas, ante algo tan significativo para el ordenamiento educativo general, también resulta extraña. Tanta inactividad me incita a solicitar, por cuarta vez desde abril de 2008, la suspensión de la integración de las escalas y la revisión de lo actuado en este campo.

El recibimiento pacense a la máxima autoridad de Defensa con abucheos populares en el día de las Fuerzas Armadas ha sido un disparate. Sin entrar en las razones del «pueblo soberano», esa bronca a la ministra de Defensa no beneficia a las Fuerzas Armadas; hay que esperar que no cunda el ejemplo. Tampoco lustra la figura de alguien en cuya acción política la imagen parece lo esencial. Aunque la política fuera, como afirma el murciano Miguel Espinosa, «la simpatía del poder hacia sí mismo», esa auto-estima debe tener límites. Porque la sobreactuación mediática y la declamación ampulosa están ya muy vistas y cada vez producen menos réditos. Y así, por ejemplo, hablar de lo militar en primera persona por parte de quien no pertenece a la milicia, no hace sino resaltar la actual desconexión entre la cabeza y el cuerpo de Defensa.

Ortega nos enseña que «cierta dosis de anacronismo es connatural a la política». Lo que ya no parece tan lógico es la utilización de las Fuerzas Armadas como arma política arrojadiza en beneficio de una posición particular. Afirmar, tal y como reza en el acta del pleno del Senado del pasado 8 de junio, que tanto los tres cuarteles generales (Tierra, Armada y Aire) como la vicaría castrense (sic) «han acordado con el Gobierno el nuevo Reglamento de honores» es hacer a los correspondientes jefes de estado mayor y al arzobispo castrense co-responsables del follón organizado por ese reglamento, así como de sus desatinos. La omisión del cuartel general del EMAD podría indicar su desacuerdo con el Gobierno (pero dados los antecedentes no parece creíble). Si las consideraciones remitidas a Defensa por los cuarteles generales y el arzobispado castrense no respondieran a lo que se lee en el diario de sesiones del Senado (cosa que convendría clarificar), estaríamos ante una verdad a medias, que ya se sabe lo que es. El espectador piensa que, en cualquiera de ambos casos, no es de recibo (dicho sea con el debido respeto) escudarse en los tres jefes de estado mayor y en el arzobispo castrense para apuntalar la propia posición durante un rifirrafe partidista en sede parlamentaria: eso es, lisa y llanamente, politizarlos. Y la Historia enseña que politizar a los Ejércitos así como abusar gratuitamente del sentido de la disciplina de los uniformados no son buenos caminos para nada. Es digno de aprecio, en todo caso, el enorme esfuerzo de disciplina que los tres Jefes de Estado Mayor (Tierra, Armada y Aire) están viéndose obligados a desplegar últimamente.

La decapitación del Título VIII del anterior reglamento de honores, de 1984, donde se regulaban los «honores especiales», entre los que figuraban los dedicados al Santísimo Sacramento, no causa mayor escándalo en este espectador. Otra cosa son las razones para evitar la incorporación de la Bandera de España —que es símbolo de la Patria y de su unidad—, o la interpretación del Himno Nacional, en celebraciones de gran raigambre popular (Toledo, Burgos y lo que ha de venir). Aducir que la composición de una fuerza con voluntarios le hace perder la condición de unidad sería una sandez. Por el contrario, esa voluntariedad potencia el valor de las unidades que, como por ejemplo sucede en Bailén el 19 de julio en los últimos doscientos años, participan en unos actos de profundo y gratificante significado patriótico español. Además, el supuesto impedimento de la voluntariedad impediría a unas Fuerzas Armadas profesionales —donde todos somos voluntarios— generar unidad alguna. ¿Por qué tal desaire a los militares obligándoles a organizar una unidad de nivel compañía, con gastadores, banda y música a la que se prohíbe interpretar el Himno Nacional, lo que en su lugar debe hacer, por ejemplo, un grupo de dulzaineros? Con el nuevo reglamento, se ha inventado la «externalización melódica» (vaya pitorreo). ¿Puede existir, en tradicionales eventos populares y patrióticos, mayor sinrazón que sea el Himno Nacional la única marcha que no está permitido interpretar a una música militar? En todo ello no se adivina más ganancia que, tal vez, la satisfacción de un revanchismo ideológico en unos o del capricho en otros.

La banalización de los honores tiene múltiples ejemplos en el nuevo reglamento. Por señalar solo uno, el más genérico reproche es que al socaire de la inclusión de nuevas figuras acreedoras a honores militares, como la muy coherente de S.A.R. la Princesa de Asturias, se abre la puerta a una nueva pléyade de autoridades civiles. Entre ellas, los delegados del gobierno y los directores generales de Defensa, para los que el nuevo reglamento prevé que sean recibidos con la formación de un piquete en sus primeras visitas a cualquier unidad de las FAS. Peculiaridad que, sin embargo, no se ha considerado para los oficiales generales. Curiosamente, el reglamento desmonta de ese «privilegio» a los delegados del gobierno por lo que se refiere a la Guardia Civil, sobre la que, sin embargo, ejercen funciones directivas en sus respectivas circunscripciones territoriales. Esto habla a favor de la seriedad y el rigor normativo del Ministerio
del Interior. Ya solo los ejemplos expuestos, resumen de toda una lista, configuran al nuevo reglamento de honores militares como la penúltima perla del cada vez más desmadejado teatro español de Defensa. Aquél, además de deficiente, es una torpeza muy inoportuna. Parece como si alguien tuviera prisa en copiar el «atado y bien atado». Confiemos en que esta joya tenga el rápido final que tuvo aquel apotegma. En todo caso, el presente y los preocupantes retos del próximo futuro hacen urgente abordar un rearme moral de cuadros, tropa y marinería que, es claro, no puede venir más que de los responsables de los dos Ejércitos y la Armada. El desánimo no debe ser la norma en el seno de la gran fuerza legal de la Nación. La calidad moral de las tropas afecta directamente a la defensa nacional y no aconseja ni abandonarse a la lógica del refranero, pensando que no hay mal que cien años dure, ni confiar en que el temporal amaine «per se». Porque entregarse al azar no es mandar. Si «la tontería es la planta que mejor se desarrolla» como afirma Azaña, últimamente algunas parcelas de Defensa parecen fértiles vergeles. Pero, Señor, ¡qué larga se está haciendo esta legislatura!

Pedro Pitarch, Teniente General.