Honrar a los muertos

Las cifras de muertes producida por el virus Covid-19 en España nos harán formularnos múltiples preguntas y obtener las respuestas, tan pronto lleguen unos tiempos de más sosiego: saber, con la mayor fiabilidad y precisión posible, cómo, cuándo y cuánto se ha extendido la pandemia, cuáles han sido las necesidades de los hospitales, cuáles los problemas principales para los tratamientos; cómo son nuestras residencias para mayores; y cuáles han sido las situaciones en que han trabajado los profesionales de la sanidad y, en consecuencia, cuáles deberán ser los afanes más importantes para que nuestra sanidad sea capaz, en un futuro, de reaccionar de manera inmediata ante otras catástrofes sanitarias y no sanitarias que requieran actuaciones excepcionales.

Ya hay teorías y opiniones solventes sobre los cambios que sucederán en nuestras vidas, en nuestras prioridades y en las políticas de las cosas públicas porque sabemos lo que nos ha producido la epidemia. Es casi unánime la creencia de que nuestras reacciones han sido tardías ante la llegada de un virus de características no conocidas, pero de cuya gravedad algo sospechaban ciertas fuentes científicas o clínicas desde un tiempo atrás. Y hemos constatado lo que ha supuesto para quienes trabajan en el sector de la salud pública su indefensión al tratar a personas infectadas. En consecuencia, somos el país del mundo con el mayor número de profesionales contagiados, según datos del Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades, y el número de profesionales de la medicina fallecidos supera los 37. Estas cifras hablan por sí solas de las condiciones en las que desarrollaron y desarrollan, todavía, su trabajo.

Honrar a los muertosExisten otros campos que resultan imposibles de cuantificar o de medir porque atañen a los sentimientos y al dolor que las muertes han producido en las familias y sus entornos. Las cifras no nos pueden dar la medida de ese dolor, pero sí nos dicen qué grupos de la población han sido los más afectados. Han sido los llamados, unas veces, mayores, otras, ancianos y otras, con aires menos compasivos viejos, como el que, apoyado, más bien vencido, sobre sus dos bastones dibuja Goya y que titula Solo la voluntad me sobra. A estos mayores de 70 solo les quedaba la voluntad y, quizá, la justa ambición de vivir más descansados, pero les han faltado los medios para terminar sus días en la paz y compañía de los suyos, como se merecían.

Estos mayores fueron los que jugaron un papel activo en la construcción de la España moderna, en la nación situada entre las más avanzadas y las más democráticas. Fueron las generaciones que pasaron los peores años tras la incivil guerra; muchos apenas pudieron estudiar; fueron muy pocos los que llegaron a los estudios superiores; fueron los que trabajaron en el campo, incluso sin alcanzar la mayoría de edad, en condiciones muy duras, y luego se fueron a vivir a la periferia de la gran ciudad con la esperanza de una vida mejor. Ellas fueron las que guardaron la casa, fregaron suelos y lavaron la ropa con sus manos, trabajaron en el campo cuando hubo que echar una mano, sacaron adelante a sus hijos y, al final de sus años, se ilusionaron ante la posibilidad de tener un tiempo de descanso.

Han sido también ellas y ellos los que sufrieron una grave crisis, esta vez económica: la que vino después, cuando ya no eran jóvenes sino abuelos y abuelas. Fue la crisis financiera que empezó en el año 2008 y produjo la caída de bancos y otras entidades. Perdieron parte de sus ahorros y sus pensiones no crecieron, pero ayudaron a sus hijos y nietos a pagar deudas y les acogieron como cuando eran jóvenes. Fueron los momentos en los que el desempleo llegó en algunas zonas de España hasta el 24%, y abuelos y abuelas arrimaron el hombro. Son hechos que hemos visto y, además, han sido destacados en medios internacionales porque señalaban lo que significa la familia en España, algo bien distinto a lo que sucede en otros países donde a partir de un determinado momento las familias se fragmentan mucho más y las distancias entre sus miembros aumentan.

Ahora, al meditar sobre la crueldad de la pandemia para con ellos, lo lógico, lo más humano, es que nos invada la pena y la tristeza. La familia no ha podido acompañarlos y no hemos visto ni sabido de sus entierros; solo conocemos de los muertos por las cifras, por los gráficos que nos dicen cuántas son las mujeres y cuántos los hombres fallecidos, y por el hecho de que sus cuerpos estaban en un lugar a la espera de encontrar días para darles dignas sepulturas. Tristes y sentidas fueron las palabras de la ministra de Defensa al decir que no habían estado solos en aquella espera.

Por ellos y por aquellos que, en otras edades y en cumplimiento de sus deberes, han fallecido, tendríamos que guardar muchos minutos de silencio. Hablar de las víctimas, hablar de los muertos por la pandemia, no es sumergirse en la tristeza ni en el pesimismo. Es la manera como los ciudadanos rinden honores a quienes son dignos de ello, y así se ha hecho desde tiempos antiguos en todas las civilizaciones, culturas, religiones y, desde luego, en el cristianismo.

Y quienes por sus obligaciones y vocaciones profesionales han arriesgado sus vidas hasta el punto de morir merecen que sus nombres no se olviden y queden escritos, nombre por nombre, como hicieron varios países en el pasado, tras las guerras europeas. Aquellos nombres en monumentos, en monolitos, en estelas funerarias, en pequeños cementerios o en los campos llenos de cruces nos llenan de dolor, de gratitud, pero nunca de olvido. Sin ellos, Europa no sería hoy un continente donde prima la libertad y se defienden derechos fundamentales.

Es verdad que, a lo largo de nuestro pasado, los españoles en muy pocas ocasiones hemos encontrado unanimidad para rendir homenajes, exaltar acciones valientes de las que marcan un hito en la historia porque descubren nuevas tierras y rutas que amplían los conocimientos o porque suponen avances fundamentales en las ciencias. Somos más proclives a cuestionarnos nuestras acciones valientes, decisorias, beneficiosas y a reconocer pocos hechos heroicos; por el contrario, hoy en día, se rinden homenajes a autores de atentados terroristas cuando salen de la cárcel.

Una mano amiga me hace llegar las fotos de un cementerio, en Bayona, de oficiales y soldados británicos que combatieron en la Península ibérica contra la invasión napoleónica y, en su retirada, en 1814, encontraron la muerte cerca de aquella ciudad. Las lápidas dan cuenta, una por una, de las batallas en las que combatieron, de su gallardía y de su negativa a rendirse ante el enemigo francés.

Nosotros podríamos preguntarnos dónde están los cementerios de nuestros héroes, de aquellos jóvenes que murieron en las crueles guerras con Marruecos en el Desastre de Annual en 1921, o en el Alamín en 1924, o de los que resistieron en Filipinas. Menos mal que nos queda Benito Pérez Galdós para contarnos cómo murieron nuestros almirantes, capitanes de navío y marineros en Trafalgar porque obedecieron las erróneas ordenes de un superior francés. Los ingleses elevaron a Nelson a una grandiosa columna; nosotros pusimos los nombres de nuestros navíos en una pequeña y triste lámina de acero que envejece en el parque de la ciudad de Cádiz.

Lo que coincide de nuestro pasado con nuestro presente es que siempre hemos contado con ciudadanos que han sabido cumplir con sus deberes. Ahora, sin el personal sanitario y el de las Fuerzas de Seguridad no seríamos capaces de vencer al enemigo que esta vez no está ni en el campo de batalla ni en una trinchera. Está junto a nosotros, pese a que desde la lejanía creíamos que eran problemas que sólo sucedían en países pobres y no concebíamos que la muerte nos pudiera igualar.

Soledad Becerril es ex defensora del Pueblo.

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