Hora de España

Por Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto (ABC, 24/11/05):

«Hora de España» fue la revista literaria más importante de la guerra civil y una de las mejores del siglo. Dispuso de las firmas de algunos de los más destacados exponentes de nuestra cultura liberal, aunque también recogió la voz ceñuda y severa de comunistas transformados en teólogos. Leer los ensayos y artículos publicados bajo su cabecera todavía conmueve porque nunca en medio de tanta pólvora se ha escrito y publicado nada igual y porque, a diferencia de otras empresas editoriales nacidas en aquel tiempo ensangrentado, fue un lugar en el que se podía pensar, discutir, disentir incluso. En sus páginas, concebidas, en cierto modo, de una manera azarosa y un tanto anárquica, había ya todo un porvenir de trabajo, la hora o una hora de España que aceptara íntegramente la voluntad de su ciudadanía y la objetivara en un Estado para las personas de carne y hueso, y no al revés.

Hablar hoy de una nueva hora de España podría parecer una absurda solemnidad si la impugnación de una nación de ciudadanos, transversal a creencias religiosas y opciones políticas no viniera acompañada de excesos aún mayores. El tormento y el éxtasis que se vivió en el alumbramiento del Estatuto catalán era la música de fondo de un ritual de fe, el resuello de los creyentes sobre los que se arrojaban los Mandamientos de su identidad como pueblo elegido. Naturalmente, sólo debe prolongarse la metáfora bíblica para recordar que los judíos de a pie estaban demasiado ocupados en otras cosas cuando el iluminado Moisés bajó con su mensaje a cuestas para dar un sentido a la existencia de aquel puñado de antiguos esclavos, repentinamente convertidos en un hecho diferencial, algo que obligó al profeta a arrojar las palabras divinas sobre unos seres más bien ajenos a tamaña circunstancia.

Hay pulmones rotos y gargantas rotas y también como un fenómeno marino agitado en oleadas y espumas, hervores y estruendos, un fenómeno que de alguna manera recuerda lo que unos amigos catalanes le dijeron a Giménez Caballero tras el populoso regreso del nacionalista Maciá a la Barcelona republicana de 1931: «¡Este es nuestro fascismo!… Con la condición de que nadie se entere que es fascismo… ¡Este nuestro caudillo, nuestro Duce!… Con la condición de que nadie lo compare con el Duce».

Un tiempo de crisis no siempre es una época infecunda. Los momentos en que una sociedad se interroga no son zonas históricas de lamentación, de incitación al conflicto artificioso, o no deberían serlo. Conviene recordar a Ortega cuando escribía, «es preciso que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional no como una coexistencia inerte, sino como un sistema dinámico». Conviene recordar reflexiones de este tipo, porque en España hemos conquistado el presente, pero no sabemos dominar el pasado, porque como ayer los tradicionalistas, que se ponían en la trágica y cómica situación de únicos herederos de España y únicos sabedores de su sentido, cabalgan hoy los nacionalistas periféricos, agarrados con obstinación casi cósmica a un pasado milenario. Ímpetu ciego, pero con voz y con figuras.

Hubo un día que fue preciso derribar muchos tabiques para salir de un ensueño apesadillado, para romper la galería de fantasmas en que la guerra civil y la dictadura habían encerrado a España. Hubo un día un acuerdo en el que se abandonaron las huellas quemadas del 36 y se reunió a la inmensa mayoría de los españoles en algo que para ser permanente, había de ser reformable. Libertándolo de los dogmas sobre él acumulados, se restauró un país moderno y plural, que podía ser socialdemócrata, liberal, democristiano… y que, a través de las autonomías, hallaba un cauce jurídico para concretar la redención de las provincias ansiada por muchos. O se aceptaba la llamada del porvenir y se dejaba de hacer arqueología o se corría el riesgo de quedarse en personaje de novela. Personajes de novela son todos los españoles del siglo XIX, generales soberbios y políticos logreros, frailes sin escrúpulos y trampa, trampa por todas partes. Galdós, innumerablemente, nos lo muestra. Hubo un día en que se aceptó la llamada del porvenir, en que esa vieja y tantas veces frustrada hora de España pareció resonar de una vez y para siempre.

Como sabemos desde la Transición, el reformismo es la alternativa a la ruptura, a la división de España según criterios cerrados que nos devuelvan a zonas donde sea imposible compartir un mismo proyecto nacional. Tal vez del olvido de aquella hora, esta nueva hora de España, porque heredar al hidalgo catalán o vasco o gallego y dar estatuto de fe a su melancolía de castillos y palacios abandonados es un delirio parecido a querer jinetear otra vez sobre la España una, católica, defensora de sus dogmas hasta su propio aniquilamiento. Confundir el veredicto de una nación de ciudadanos iguales en derechos y obligaciones con un plebiscito fundado en la niebla de los siglos equivale a aplastarse de nuevo bajo la bóveda de los cielos teológicos. Otra vez los guardianes de las esencias patrias, tradicionalistas bien travestidos de progresismo. Otra vez la historia convertida en encerrona. Otra vez los herejes. Otra vez el ciudadano para el pasado.

Hay algo más urgente que salvar imaginados agravios históricos. Hablo del futuro, que pasa ineludiblemente por el acuerdo constitucional entre los dos grandes partidos nacionales. Hay que volver a un consenso que permita la palabra entre socialistas y populares, buscándose mutuamente como aliados para defender el criterio básico de la igualdad de todos, pues no otra cosa significa que la soberanía se origina en el pueblo español, del que parten los poderes del Estado. La soledad de Rajoy (¡una soledad de diez millones de votos!) es la soledad de Zapatero, y el diálogo y debate entre ambos debería desarrollarse respetando el espacio nacional que les da sentido. Tan rancio resulta entonar el Trágala de una nación de naciones como restaurar la dogmática acerca de la monarquía unitaria y el carácter trascendental y católico de España, ficción en la que van replegándose algunos, dando pulmón al viejo nacional-catolicismo y nueva patente de corso a la Iglesia.

Ninguna de estas cosas tiene sentido en pleno siglo XXI. Su absurdo recuerda la ceguera mostrada por Pío XII tras las elecciones italianas de 1948. En aquel tiempo la democracia cristiana sacó cerca del 50 por ciento de los votos y mayoría absoluta en el parlamento. De Gasperi tuvo que convencer a Pío XII de la necesidad de no comprometer ese triunfo entendiéndolo como la existencia de una mayoría absoluta de italianos que deseaban un gobierno confesional, sino de quienes habían optado, en plena guerra fría, por cerrar el camino al comunismo.

La tarea de nuestra reforma política actual no es sólo ajustar una Constitución y unos Estatutos. Es, o debería ser, sobre todo, restablecer una cultura política que acabe con la extravagancia de considerar cancelados como demócratas, en un caso, y como españoles, en otro, a millones de ciudadanos con cuya convivencia cívica se está jugando frívolamente. A la vista está la posible generación de un desprecio indiscriminado contra una Cataluña cuyos representantes políticos han elaborado un texto reaccionario con una Generalitat ultraintervencionista. Cualquiera puede oír también el viejo estribillo de cultura agredida, de comunidad desdeñada, tan del gusto del tradicionalismo de todas las épocas y tan peligroso para la estabilidad democrática de Cataluña en sus relaciones con el resto de España. La bilateralidad de la que hablan socialistas y nacionalistas catalanes puede cuajar en la radicalización de tales opiniones, que dirigentes políticos e intelectuales tienen la obligación de remediar.

Esa, quizá sea la nueva Hora de España. Una España plural pero moderna, que no deberíamos encerrar en el desván para salir del paso, como desean los nacionalistas. Una España viva y, por tanto, contradictoria, conflictiva, dispuesta al debate y al desencuentro de posiciones políticas, pero no a considerarse un lugar imaginario donde parece que nunca va a salir el sol. Caminamos por tierras de penumbra, decía C. S. Lewis en uno de sus cuentos, pero hoy caminamos también al borde de un acantilado institucional. Quizá ya sea hora de mirar a nuestro alrededor y realizar un ejercicio de racionalidad de una vez y para siempre, hora de regresar a la cultura del consenso básico en que se fundamentan todas las democracias de nuestro entorno, hora de reivindicar una nación de ciudadanos iguales en derechos y obligaciones más allá de cual sea su lugar de nacimiento o residencia, hora de vivir y hacer y pensar en sintonía con el siglo y no de acuerdo a la fantasmagórica ficción de los nacionalistas periféricos, hora de evitarnos una caída libre al fondo del Antiguo Régimen. O aceptamos esta hora de España o nos podemos quedar, como pudo ocurrir y no ocurrió en la Transición, en personajes de novela. Personajes de Galdós.