Hay un relato de Bertolt Brecht en el que se habla de un gobierno que, decepcionado por el pueblo que la había tocado en suerte, deliberaba acerca del modo para disolverlo y elegir otro. El absurdo y la excepcionalidad de esta situación no lo parecen tanto a la vista de ciertas cosas que se afirman tras las últimas elecciones generales. Muchos de los que las declaran inútiles y abogan por una nueva convocatoria, además de poner de manifiesto una excesiva confianza en que la mera repetición subsane lo que al parecer ha sido un gran error colectivo, se muestran incapaces de identificar la oportunidad que tenemos en medio de lo que no parece más que un inmenso lío. ¿Por qué no afrontamos el desafío al que nos enfrentamos entendiendo que las dificultades nos dan siempre muchas pistas acerca de lo que debemos intentar y de lo que sería mejor que renunciáramos?
Comencemos por algo previo. Deberíamos confiar más en la sociedad y menos en quienes certifican las condiciones bajo las cuales la gente es o no de fiar. El campo político ya se ha llenado de presiones y chantajes cuyo objetivo es neutralizar los deseos de cambio de la sociedad. Hay en el patio político un ruido de voces que advierten contra otros, que presagian males y desórdenes, especialistas en identificar los riesgos de lo ajeno a la vez que suponen las peores intenciones en el adversario. Oyendo algunas de estas admoniciones lo que se está dando a entender es que o bien la sociedad se ha equivocado o nuestro sistema político e institucional no es lo suficientemente robusto como para resistir el paso de los malos gobernantes.
Estas elecciones se han jugado fundamentalmente en el eje experiencia-renovación, entre lo de siempre y lo completamente nuevo, entre lo conocido que a veces era malo y lo nuevo que tal vez suscite demasiadas incertidumbres. Pues bien, la primera consecuencia es que no ha habido ganadores absolutos. Hemos votado más bien por la renovación pero ha habido muchos que han votado por algún tipo de continuidad. Al mismo tiempo persisten los electos que apelan a algún problema irresuelto (como la cuestión territorial), de manera que la teoría del suflé es políticamente inconsistente. Donde nadie vence, todo debe resolverse pactadamente.
Uno de los errores del PP en estos primeros escarceos ha sido precisamente vincular las reformas constitucionales (muy pocas) a la obtención de la investidura. No deberíamos confundir la agenda del gobierno con la de las reformas, ni sustituir una por otra, porque hay urgencias que deben atenderse desde una simple mayoría de gobierno y modificaciones institucionales que requieren esfuerzos y agentes más inclusivos. Otra posible equivocación sería concebir el nuevo tiempo político como una especie de big bang constitucional, sin haber medido bien las propias fuerzas, sin contar con el adversario, utilizando un lenguaje que le delata a uno como incapaz de transaccionar, atrapado por el fetichismo de los comienzos absolutos o el error de pensar que un derecho constitucionalizado es un derecho efectivo.
Hasta ahora nos habíamos instalado más bien en el extremo contrario. Algo le pasa a un Estado en el que la posible reforma constitucional es designada como “abrir la caja de Pandora”. Quienes piensan así delatan su profunda inseguridad. Los sistemas políticos demasiado rígidos suelen ser más frágiles que los más adaptativos. Hay un punto de equilibrio entre cambio y continuidad que el constitucionalismo español no ha alcanzado porque se siente poco seguro y ha preferido siempre decir que no. Su fragilidad se debe a su rigidez, a su pérdida de capacidad incluyente. Es cierto que los cambios han de hacerse con orden y grandes acuerdos, pero ordenar las reformas no es lo mismo que vetar y buscar mayorías no equivale a despreciar las minorías desde una posición ventajista.
¿Por qué renunciar a configurar un horizonte constitucional más incluyente, a que más personas, nuevas generaciones e incluso fuerzas políticas que quedaron fuera del acuerdo constitucional del 78 puedan identificarse con una Constitución reformada? ¿Por qué no hacer el esfuerzo de facilitar su inclusión, en vez de empeñarse en operaciones de salvaguarda, exaltación de la legalidad o cierre de aquellos aspectos que permitían interpretaciones más adaptativas?
Entraríamos así de lleno en la hasta ahora intratable cuestión territorial. Si aparece así es debido en buena medida a que los conceptos que utilizamos tienen una mayor capacidad de bloquear el diálogo que de poner en marcha procesos de deliberación abierta. Hay a este respecto dos situaciones que dificultan abordarla. Por un lado, tenemos esa alianza tácita entre quienes creen que es demasiado pronto para el diálogo y los que creen que es demasiado tarde. Por otro, hay muchos agentes políticos que se contentarían con una victoria en vez de conseguir algo mejor: un acuerdo. Propongo sustituir la semántica del referéndum por la del acuerdo. El referéndum es un mantra que trabaja en favor de los que no quieren hacer nada y además dificulta la configuración del futuro gobierno. ¿Por qué insistir en ese término, que solo tiene la ventaja de animar a la propia afición (a la del sí y a la del no), cuando podríamos hablar de un proceso de deliberación para buscar un acuerdo más amplio que los que suelen dirimirse en un plebiscito?
Estaríamos reduciendo el pluralismo político de la sociedad española si nos limitáramos a pensar que a partir de ahora harán falta más partidos para configurar un Gobierno. Hay quien habla de complicación cuando debería estar hablando de pluralismo y de cómo organizarlo políticamente. Somos una sociedad que elogia el acuerdo en las encuestas pero lo detesta en la realidad. Es una de las paradojas que deberemos resolver en los próximos meses y que pondrá de manifiesto si estamos más interesados en que los nuestros no cedan ante el adversario o que abordemos de una manera más inclusiva los graves problemas a los que tenemos que enfrentarnos. Dicho de otra manera: si nos indigna más que no hagan exactamente lo que como electores les habíamos encomendado o que sean incapaces de transformar las cosas porque no están dispuestos a las cesiones que todo acuerdo implica, y sin el cual, las cosas se quedan tan mal como estaban.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg).