Horizontes latinoamericanos

No son los Andes, esas moles pétreas, ni los atardeceres sangrientos de una geografía indómita las imágenes que guardo en mi memoria al concluir un largo viaje por Latinoamérica. Me quedo, pese a la belleza macondiana de los nobles paisajes su- damericanos, con la estampa inclasificable de la pobreza. Quien la ha visto de cerca, créanme, ya no puede olvidarla jamás.

Invitado por diversas instituciones hispanoamericanas, en plena promoción del derecho global, he recorrido Paraguay, Perú, Argentina y Chile en busca de respuestas. De más está decir que las preguntas se han multiplicado. ¿Cómo es posible que un continente tan fecundo, tierra de superlativos y gentes maravillosas, haya terminado empozado en el agujero de la pobreza?

En Latinoamérica duele el problema y duele la posibilidad. En un entorno de riqueza natural, rodeados de un sinfín de proyectos por concretar, los latinoamericanos han naufragado en un abismo de desencuentros políticos, castas sociales y anomias infinitas. La pobreza contamina todo y traspasa cualquier realidad puntual.

La corrupción es la hija bastarda de la miseria. Allí donde un ser humano sobrevive con menos de un euro al día, la corrupción empieza a campear a sus anchas, destruyendo todo atisbo de moralidad pública. Esas grandes desigualdades que dañan la retina de cualquier peregrino están fundadas, sostenidas y proyectadas por el mal endémico de la corrupción. Una enfermedad que, huelga decirlo, a veces contribuimos a fomentar con el diletantismo de nuestras incursiones empresariales.

Latinoamérica, para muchos españoles, no pasa de ser utopos, una isla perdida en el mar de la apatía. Ni importa ni se espera que importe. En ese proceso de olvido selectivo en el que parece estar inmersa nuestra sociedad, también renunciamos a la gran tradición de la Hispanidad.

Hoy, pese al retorno económico que protagonizamos en la década de los 90, seguimos ausentes de la región, de mil maneras distintas, porque, aunque permanece nuestra herencia, nosotros, los testadores, nos empeñamos en destruir cuanto legamos. ¿Qué es si no la memoria histórica escrita en el newspeak orwelliano del socialismo?

Es cierto que en Latinoamérica uno se siente en casa, pero sería una insensatez creer que dicho sentimiento nos legitima para un análisis profundo y realista. Pensamos, cándidamente, que el hecho de ser padres fundadores del Nuevo Mundo nos concede una especie de patente de corso para explicarlo, glosarlo y comprenderlo.

La exuberante realidad latina y su circunstancia desbordan nuestra capacidad analítica. Más aún si continuamos apelando a viejas nociones paternalistas y eurocentristas, anacronismos aplicables a Barataria y no a la política global que precisan nuestras relaciones internacionales.

Se entiende que las empresas españolas hayan cometido tantos y tantos errores de cálculo en Latinoamérica. Siempre hemos dado por sentado que compartimos intereses y objetivos, pero ello ya no está tan claro. Brasil, por ejemplo, tiene una estrategia geopolítica perfectamente consolidada en la que nuestro país ocupa un lugar francamente secundario.

Urge, por tanto, redefinir nuestra política regional con fundamento en escenarios reales y no en espejismos nacidos de la demagogia. Y éste no es un asunto reservado a Madrid.

Las comunidades autónomas, en su expansión empresarial y en todo aquello que concierne a sus relaciones transatlánticas, con frecuencia tienen que enfrentarse a una realidad compleja con armas insuficientes y funcionarios bien intencionados pero carentes del know how imprescindible para comprender el espíritu del continente americano.

No basta con un manual impecable de operaciones para internarse en la región más volátil del planeta. Cuando uno visita Latinoamérica y conversa con su gente, pronto entiende que los análisis de riesgo al uso no bastan. Para aprehender la realidad continental hace falta mucho más que el código común de las relaciones comerciales o las viejas formas de la diplomacia tradicional. Ante Hispanoamérica, sólo cabe una aproximación global.

La política exterior española con respecto a América Latina no tiene que fundarse en las arenas movedizas de la ideología. El compromiso de España con la democracia tiene que ser real, aunque ello nos cueste perder algún negocio. O muchos. Contemporizar con dictadores, autócratas y corruptos de todo pelaje no es realismo político. Es insensatez, un suicidio dilatado, la crónica de una muerte anunciada.

Tarde o temprano, llegará la factura, el alto precio que tendremos que pagar por nuestra frivolidad institucional. Los gobiernos democráticos de España no pueden apoyar los disparates caudillistas que privan a millones de latinoamericanos de un mínimo de libertad mediática.

El gran tsunami de izquierda que se ha apoderado de la región sería completamente legítimo si no se encargara, por su parte, de desmontar la propia fuente de legitimidad institucional: el ethos democrático.

En efecto, no hay democracia en el control partidista del entramado estatal, tan favorecido por el peronismo, el chavismo y el indigenismo radical. No existe democracia en la persecución herodiana de los medios de comunicación críticos, ni en la destrucción sistemática de cualquier brote opositor. No hay una brizna, un rescoldo, un suspiro demócrata en el personalismo exacerbado, ni en esa atmósfera cargada de populismo disolvente con que suele sorprendernos un continente tan enamorado de la libertad.

Podemos apostar por una cooperación para el desarrollo que privilegie el fortalecimiento institucional o inclinarnos por el servilismo diplomático; por contribuir a la formación de una clase dirigente solidaria, comprometida con una poliarquía funcional, o, por el contrario, apuntalar los éxitos efímeros del autócrata de turno.

España debería ser el faro democrático de todo el continente hermano, pero, por desgracia, nos hemos comportado como la abuela chocha que trata a los nietos rebeldes y delincuentes con la misma blandura y exquisitez con que premia la lealtad de los atentos.

Me parece que es hora de que los españoles valoremos más, mucho más, la existencia en nuestra tierra de tantos latinoamericanos cultivados que pueden ayudarnos en este nuevo derrotero de acercamiento y comprensión. Lo contrario equivaldría al suicidio colectivo. ¿Serían igual de poderosos los Estados Unidos de América si no hubiesen sabido aprovechar la laboriosidad latina, el emprendimiento de los chinos y la inteligencia de los indios? ¿Por qué, por el contrario, apostamos por contratos leoninos de integración y persecuciones burocráticas sin fin?

La riqueza de los inmigrantes, de esos latinos que ya son españoles, repercute también en el desarrollo del continente americano. Y su adhesión plena a la democracia occidental implica que, tarde o temprano, reclamen lo mismo para sus países. Sin enterrar ese pasado dorado que a todos nos pertenece, hemos de construir, juntos, un futuro común, horizontal y realista, en el que emerjan intereses transnacionales que a todos satisfagan.

La inclusión en la alta esfera de la política y la sociedad de esta élite en ciernes de españoles-latinos, de hispanolatinos, es uno de los retos de nuestro tiempo. Parte de la riqueza futura de nuestro país depende de la generosidad que hoy les dispensemos.

Los latinoamericanos, querámoslo o no, van a transformar nuestra tierra, para bien, por supuesto. España no es un territorio exquisito, ni debe convertirse en una especie de dandi continental que desprecia la huella de los millones de inmigrantes que moran bajo su techo. Pronto, todos ellos buscarán el acceso a mejores condiciones de vida incorporándose a los medios de comunicación, a la política, a la economía de las grandes ligas, a la cultura superior.

Hace poco, Francis Fukuyama afirmó, con el desparpajo propio de la leyenda negra, que gran parte de los problemas latinoamericanos se deben a la herencia colonial española. Sinceramente, me importa un rábano. No es hora de señalar culpables. Estamos ante un continente que a todos nos interpela. La pobreza latinoamericana afecta a la Humanidad entera, sin distinción de razas y culturas.

Los españoles tenemos un vínculo familiar con el continente americano. Cuando él sufre, nosotros sangramos. Compartimos un pasado memorable, pero también desafíos futuros y un presente ante el cual no cabe ni un ápice de indiferencia. César Vallejo, el poeta de los pobres, lo dejó escrito con todas sus letras: hay, hermanos, muchísimo que hacer. Manos a la obra, entonces.

Rafael Domingo Oslé, catedrático de la Universidad de Navarra y presidente de Maiestas.