Hotel de la Louisiane

Ocurre con las novelas a veces lo que con ciertas personas que se cruzan en nuestra vida y la cambian de uno ú otro modo. La lectura del Cuarteto de Alejandría, por ejemplo, hecha a edad temprana, no sólo le cambia la vida a uno sino que le da algunas claves para interpretarla e interpretarse a sí mismo en ella. Claves que -como en el famoso poema de Cavafis sobre la ciudad- estarán allá donde vayas. La novela de Lawrence Durrell crea, además, una especie de adicción literaria por ciertos paisajes, ciertas épocas de decadencia y ciertos tipos urbanos. Yo, por ejemplo, he conocido a Nessim y también a Pursewarden. O eran ellos, o se les parecían mucho. Y he encontrado rasgos de Justine y de Clea en mujeres que no se llamaban Justine ni Clea y que nunca habían pisado Alejandría. Desde la lectura de esos cuatro libros, aprendí a mirar -y en cierto modo a entender- mi ciudad natal de forma distinta y luego, con el tiempo, me aficioné a otros libros que hablaban de ciudades y a buscar en ellos el eco alejandrino que me hizo feliz -y desgraciado- al final de mi adolescencia.

Este eco alejandrino ha tenido a menudo, como es natural, un perfume egipcio y cuando digo egipcio me refiero a durrelliano. Recuerdo ahora Miramar, de Naguib Mahfouz, o Adiós, Alejandría, de Dafni Alexandru, La Guardia, de Nikos Kavvadías -que transcurre en un barco mercante pero tiene ese perfume- o, últimamente, El edificio Yacobián, de Alaa Al Aswany. No es que sean novelas impecables -tampoco lo es el Cuarteto, que a partir del segundo volumen baja en tono y discurre por meandros excesivos- pero son novelas que me regalan una atmósfera en la que aprendí hace años a reconocerme y en la que me encuentro a gusto. En ellas -en sus calles y hoteles, en sus villas y puertos- padezco un espejismo: se entrecruzan el que fui y el que soy, a salvo de mí mismo, y me topo a menudo con los que fueron y ya no son, como si esa metamorfosis no hubiera existido. La galería de personajes de esta clase de novelas suele ser tan rica como la galería de personajes que había en las ciudades hasta los 70, cuando la cosa empezó a menguar hasta desaparecer. Y a veces, en esos personajes, observas rasgos que te evocan el modelo original, o a alguien a quien conociste cuando el Tiempo aún no nos tomaba en serio, o eso creíamos. Me ocurrió en El edificio Yacobián con un viejo aristócrata cairota al que el nacionalismo de Nasser había relegado a los márgenes de la vida, como relegan los ismos a las personas que quieren hacer su vida y nada más. Ese noble arruinado mantiene su piso en el inmueble Yacobián para sus citas con amantes a las que busca por las calles, en el hall de los hoteles y en algunas tiendas. Su piso es su memoria sentimental y la memoria de su cuerpo. Ese hombre, que viste elegantemente, aunque sus ropas hablan de la época donde -él también- fue y ya no es, persiste en sus costumbres vitales y amatorias -si es que ambas cosas no son lo mismo- como si el igualitarismo nacionalista no le hubiera atropellado y la amenaza islamista no existiera. Cuando leí esa novela -que contiene buenos pasajes y tipos y de la que hay, creo, adaptación cinematográfica- pensé en Albert Cossery, el novelista egipcio afincado en París y cuya amistad con Lawrence Durrell quizá haya sido la deriva que me ha traído hasta aquí. Zaki Bey el Desouki -así se llama el personaje de El edificio Yacobián- y Albert Cossery, guardaban, pensé, cierta relación. En su gusto por la vida, por las mujeres, por el no hacer apenas nada, por la ropa que ha ido envejeciendo con ellos, por vivir siempre en el mismo sitio, por su callejeo constante, por su afición a sentarse en las terrazas de los cafés y mirar. Mirar, esa escuela. Como Cossery -impresionante su físico de pájaro del Jurásico disecado en una vitrina-, quieto tras los cristales del Flore -sobre todo el Flore- o el Bonaparte, observando a los transeúntes y a sus vecinos de mesa -especialmente a las transeúntes y vecinas de mesa, esa alegría parisina-.

Albert Cossery -que murió a mediados de junio- había nacido en El Cairo en 1913, pero a los treinta y tres años se marchó a vivir a París y, tras una estancia en Montparnasse -demasiado lejos para los rendez-vous de su ir y venir amoroso desde Saint Germain-, se mudó al Hotel de la Louisiane, en el 60 de la rue de Seine. Lo escogió -leí en un libro sobre hoteles y literatura- porque entonces vivían en él actrices y modelos; si no caían en la trampa de la seducción, al menos se regalaba la vista. Allí ha muerto, ya sin actrices ni modelos: «El señor Cossery ha dejado su hotel», tituló su necrológica Pierre Assouline. Vivir en un hotel como forma de vida: no hacer, no tener, ser libre o, por lo menos, creerlo. «Si aún sigo vivo -había dicho el último dandi cairota- es porque nunca tuve hijos, ni portera, ni cuenta de electricidad que pagar». Y en su juventud, compartir todo ese no tener con Henry Miller, Albert Camus, Boris Vian, Juliette Gréco, Giacometti, Roger Nimier y, claro está, Durrell. En fin...

En el Hotel de la Louisiane había vivido Cyril Connolly con sus lemures allá por los años treinta, tomando las notas que luego le servirían para otro de los libros capitales de mi vida: La tumba sin sosiego, el mejor dietario del siglo XX junto con Radiaciones, de Jünger. En el Louisiane vivió una joven llamada Simone de Beauvoir, antes de caer bajo el influjo de quien la llamó Castor. En el Louisiane tiene habitación otro gran diarista y fan de Tintín, Gabriel Matzneff y allí tal vez rememore las tardes de Cavafis en Alejandría. Y por el Louisiane, frente a los puestos de frutas y ostras, he pasado yo decenas de veces, buscando con la mirada a Albert Cossery, cuya obra en España publicó Mario Muchnik, mi primer editor de narrativa. De ahí que conociera dos de sus novelas -Mendigos y orgullosos y Una conspiración de saltimbanquis- que nos hablan en francés de desheredados egipcios al margen de la historia. Pero nunca encontré a Albert Cossery, ni entrando ni saliendo del hotel; tampoco sentado con algún amigo o periodista en ese espacio que no llega ni por asomo a hall. Él, que fue un gran defensor de la pereza, debía emular a Oblómov, tumbado en su cama, o mirar por la ventana a ese paseante detenido que, en aquel momento, miraba hacia la recepción del Louisiane, buscándole a él sin que él lo supiera, y continuaba luego su camino rue de Seine arriba, camino de Palais Royal, o rue de Seine abajo, hacia los Jardines de Luxemburgo, que era otro de los territorios de caza de Albert Cossery -llamado también el Voltaire del Nilo.

Precisamente al final de la rue de Seine, en un jardincillo esquinado, justo antes de llegar al río, hay una estatua de Voltaire que mira con su eterna sonrisa burlona al paseante. Lawrence Durrell tenía en el recibidor de su casa en Sommi_res, cerca de Nimes, un sonriente busto de Voltaire -burlón y arrugado en frente y mejillas- sobre el que colocaba sus sombreros y anudaba sus bufandas. Cossery tenía también algo volteriano en su impresionante rostro de otro tiempo. Ese rostro con el que jamás llegué a cruzarme -y bien que lo siento- por la rue de Seine, tras haber fracasado una y otra vez ante la vidriera del Hotel de La Louisiane.

José Carlos Llop

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