Los astronautas del Apolo XIII pronunciaron la famosa frase “Houston, tenemos un problema” cuando vieron brillar las luces del cuadro de mandos que indicaban fallos en cadena. Tras aterrizar en la Tierra, la NASA estudió las causas del problema y detectó errores en las pruebas del tanque de oxígeno previas al vuelo y un uso indebido de teflón en el compartimento. Gracias a ese análisis, la siguiente misión del Apolo XIV alunizó con éxito.
En España, hace muchos años que se han encendido las luces de advertencia de fallos sistémicos. Pero las hemos ignorado con contumacia.
Pero si no detectamos las raíces de nuestros problemas, cualquier plan de futuro estará condenado al fracaso. La psicología de los grupos no es algo nuevo, y de hecho hay cátedras de psicología social que se ocupan de ello. La psicología de los grupos no niega la importancia de la psicología individual, pero destaca la influencia determinante de los grupos en los que vivimos.
Parafraseando a José Ortega y Gasset, “yo soy yo y los grupos en los que me integro”. O, acudiendo al refranero, “dime con qué grupo andas y te diré quién eres”.
El caso de España constituye un hecho singular. Aunque, como en botica, haya de todo (incluidos héroes y heroínas que resisten), es posible detectar algunas patologías psicológicas colectivas que amenazan la convivencia y dificultan nuestro funcionamiento eficaz como grupo. Un verdadero “síndrome del español acomplejado, masoquista, ingenuo y dividido contra sí mismo”. Un caso de disonancia cognitiva que se manifiesta en nuestra baja autoestima colectiva, en nuestro complejo de inferioridad y en nuestro virus de la ingenuidad.
El psiquiatra Juan José López Ibor escribió un libro titulado El español y su complejo de inferioridad. ¿Se imaginan cambiar en ese título la palabra “español” por la palabra “francés”, “alemán”, “italiano” o “inglés”? ¡Imposible!
Si Cristóbal Colón hubiera encabezado tres carabelas inglesas o francesas, ¿hablaríamos de “nada que celebrar” el 12 de octubre?
Si Juan Sebastián de Elcano hubiera sido inglés, alemán, francés o estadounidense, ¿admitirían esos países compartir protagonismo con Portugal, a pesar de haber hecho esta todo lo posible para que la aventura fracasara?
Si la Escuela de Salamanca hubiera sido de Cambridge, París o Fráncfort, ¿no estaría bordado con letras de oro el siglo y medio donde dominó el pensamiento europeo desde Vitoria a Mariana?
Si los siglos XVI y XVII (Pedro Calderón de la Barca muere en 1681) hubieran sido la Edad de Oro de las letras y las artes inglesas, francesas o alemanas, ¿alguien duda de que habrían quedado como el momento clave en que surgió la modernidad?
A diferencia del resto de naciones, en España asumimos con facilidad las falsas creencias implantadas arteramente por propios y extraños. El Pew Global Attitudes Survey de 2012-2013, que recogía la opinión de los nacionales de determinados países sobre otros países, demostró que los españoles somos los que peor consideración tenemos de nuestro propio país.
Este relato plagado de falsas creencias es el que nos contamos a nosotros mismos y el que contamos nuestros hijos, determinando nuestra mirada, acción y posición en el mundo. De esta alucinación colectiva ya alertaron Quevedo, Gracián, Valera, Azorín, Pardo Bazán y Juderías (o en Argentina Rómulo Carbia). Pero preferimos hacer caso a otros.
Mientras naciones más modernas, como los Estados Unidos, han generado un relato vencedor en torno a la exaltación hasta la apoteosis (así se llama uno de los cuadros del Capitolio) de sus padres fundadores (la mayoría millonarios y esclavistas, como fue el caso de George Washington y Thomas Jefferson), nosotros negamos la misma existencia de España.
La España que hoy conocemos encuentra una base firme en los cinco grandes reyes de los siglos XV y XVI: Isabel, Fernando, Carlos, Felipe y el cardenal Cisneros (a quien considero el quinto rey). Grandes gobernantes que diseñaron un marco institucional moderno y eficaz que duraría más de 300 años y con instituciones tan innovadoras como el juicio de residencia.
Es decir, una mujer pionera en considerar a los indígenas vasallos iguales en derechos. Un Fernando prototipo del príncipe ideal según Maquiavelo. Un César Carlos emperador de Europa y América. Un Felipe que pudo aspirar a ser monarca universal. Y un cardenal mucho mejor que Richelieu, culto e inteligente y creador de la Biblia políglota.
Pero España, al parecer, nunca ha sido (ni puede ser) más que un conjunto inconexo de reinos. Como si el resto de naciones, en parecido tiempo y lugar, hubieran estado más cohesionadas.
Sólo por mero capricho, al parecer, el primer nombre de una isla en América fue La Española.
El primer Virreinato se llamó Nueva España.
La primera historia nacional en lengua vernácula fue la elaborada en el siglo XIII por Alfonso X y dedicada a España (¿una historia sin sujeto?).
E incluso mucho antes, en el siglo VII, un tal san Isidoro de Sevilla escribió su famosa Laus Hispaniae (¿una loa sin objeto?).
El problema no es el ser de la nación política, social o histórica (que sólo los propios españoles discuten), sino el trastorno cognitivo e histérico de nuestro imaginario colectivo. Son las tendencias autodestructivas de una España bipolar y esquizofrénica. O simplemente sectaria.
España parece una mujer maltratada que perdona repetidamente al maltratador (muchas veces sus propios hijos), interiorizando el relato victimista de que es maltratada por su culpa. Aquí no existe ninguna ONG al rescate.
España es también una madre consentidora y creadora de un mundo blandiblú donde sólo existen derechos, pero ningún deber. Ni siquiera el del respeto y la lealtad. Cuanto más rebeldes, agresivos y egoístas sean sus hijos, más ventajas y dinero recibirán. Piensa España que así conseguirá por fin su cariño, cuando sólo logra aumentar su desprecio.
España es un país que sufre cambios extremos de estado de ánimo. De la euforia a la depresión (y viceversa) por una interpretación distorsionada de la realidad derivada de una combinación de alucinaciones, delirios y trastornos que nos incapacita para actuar unidos, con sensatez y equilibrio.
Estas patologías se funden en ese sectarismo cainita que produce una euforia desmedida cuando ganan los nuestros y una depresión exagerada cuando vencen los otros. Aunque unos y otros formen parte del mismo ente: España.
Nos equivocamos de enemigo. Todos los países tienen izquierdas y derechas, pero sólo en España ser de izquierdas o de derechas es más importante que ser españoles.
Tampoco hay dos Españas, sino una sola donde conviven los que respetan al que piensa distinto, porque aceptan que existe algo más importante que les une a todos, y aquellos a los que sólo les interesa España si mandan ellos y que la prefieren rota si no es así, con tal de que en alguno de esos pedazos puedan mandar sólo y siempre ellos. Frente a la Historia que une (la unión hace la fuerza) elegimos la Historia que separa (divide et impera).
Este virus psicocultural ha contaminado el mundo hispano. Un mundo donde, desde hace dos siglos, se aprecian parecidos síntomas. La baja autoestima. Una creciente división. La búsqueda desesperada del chivo expiatorio (España) para huir de la propia responsabilidad. El error en la identificación del enemigo (el causante de la decadencia no fue España, sino el mundo anglosajón). El falseamiento de la realidad. La negación de nuestra propia historia (el éxito de la América virreinal).
Despreciando a España creen apreciarse a sí mismos, cuando en realidad el derribo de estatuas no es más que un síntoma nuevo de una patología de autonegación: todos descendemos de un mismo tronco.
En realidad, España y el resto del mundo hispano no sólo comparten una lengua, sino también un déficit psicocultural que probablemente sea el origen de los demás déficits.
No habrá una nueva España (Apolo XIV) que tenga éxito si no identificamos primero los errores que han conducido al fracaso de la vieja (Apolo XIII). Pero sin caer en esa desmoralización que nos lleva a negar que antes fuimos los primeros en circunnavegar el globo (Apolo XI).
Gustavo Bueno dijo que “el problema más grave que tiene España es la estupidez”. Y es que un país que crea y que cree en fantasmas y leyendas negras no puede conquistar ningún futuro prometedor.
España (y el mundo hispano) tiene pasado, presente y futuro. Basta con no negárnoslo nosotros mismos.
Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.