Hoy más que nunca

Hoy más que nunca, deberíamos tener presente este apóstrofe del papa Juan Pablo II: “¡No tengáis miedo!”. Este debería ser el leitmotiv de todos nuestros dirigentes para ayudar a los europeos a combatir el mal que los carcome: el miedo. Miedo a todo: ayer, a la globalización; hoy, a los refugiados. Un miedo que alimenta la gran ola de extremismos que, si no tenemos cuidado, nos conducirá con seguridad al declive que esos mismos extremos pretenden conjurar explotando y avivando el miedo.

Es cierto que vivimos en un mundo particularmente ansiogénico, sometido a múltiples cambios que actúan como verdaderos terremotos.

Cambios geoestratégicos, con el desplazamiento del centro de gravedad planetario hacia la zona Asia-Pacífico. Cambios económicos, por supuesto: con el ascenso de Asia y, mañana, con otro espectacular, el del continente africano, a buen seguro la nueva frontera del desarrollo del siglo XXI. Cambio ecológico, con las consecuencias que apenas empezamos a entrever del cambio climático, que no hace sino más urgente un acuerdo en la cumbre mundial de París, a finales de año. Cambio demográfico, con una aceleración de los flujos migratorios vinculados a las diferencias de desarrollo entre las grandes zonas geográficas, que, pese a que se olvida demasiado a menudo, antes de ser norte-sur (especialmente del África subsahariana hacia Europa), son sobre todo sur-sur y sur-este (fijémonos en el número de trabajadores indopakistaníes en los países del Golfo, por ejemplo). Cambio militar: además de la amplificación de la amenaza terrorista bajo la égida del Estado Islámico, que no responde a ninguna de las normas militares habituales, está, en una vertiente más clásica, el armamento acelerado de China, cuya ambición es convertirse en una gran potencia militar. También es sorprendente comprobar que China fabrica hoy buques de guerra al mismo ritmo que la Alemania de antes de 1914. Y una vez armada, ¿qué hará? ¿Seguirá siendo un imperio preocupado por su propia unidad o proyectará su nacionalismo hacia el exterior a expensas de sus vecinos? ¿Y qué decir de la transformación de Rusia? Ayer, socia de la paz y del desarrollo hasta el punto de borrar de las tabletas del Pentágono todos los planes de respuesta a una eventual agresión en Europa. Hoy, vuelve a ser una amenaza plausible, si no previsible: tras el cuestionamiento de la integridad de Ucrania (que sucedía la de Georgia), el próximo blanco de Putin bien podrían ser los Estados bálticos. Sin embargo, hoy por hoy, la OTAN no está en condiciones de hacer frente a una nueva agresión por parte de Rusia, y harían falta uno o dos meses para transportar un contingente norteamericano suficiente: tiempo de sobra para causar daños considerables.

Todo esto, en un contexto militar marcado por el repliegue norteamericano del que dan prueba tanto la pasividad de Obama en Siria como la campaña para las elecciones primarias en el seno del partido republicano. Sin olvidar la práctica desaparición estratégica de Gran Bretaña.

Sin embargo, no debemos tener miedo. Al contrario, debemos desarrollar y reforzar nuestra única oportunidad de existir y, no temamos tampoco a las palabras, de preservar nuestra civilización en un mundo que se transforma a gran velocidad, a saber: la Unión Europea. Sin subestimar ni las amenazas ni los peligros de hoy, tengamos presente que el siglo anterior fue uno de los más terribles y sangrientos. En Europa, empezó con el suicidio colectivo y la carnicería que fue la Primera Guerra Mundial, que precedió a la de 1939-1945 y sus alucinantes masacres de masas. Nosotros vivimos un comienzo de siglo infinitamente menos mortífero, marcado por el acceso al desarrollo de un mayor porcentaje de la humanidad y por el ascenso universal de las clases medias y el retroceso de la pobreza y del hambre en el mundo. Y vivimos en una Europa dotada de una Unión cuya argamasa ha sido y sigue siendo la paz en el Viejo Continente. Una Unión que fue posible, y es un ejemplo inédito en la Historia, gracias al acercamiento de unas capitales que, cada una en su momento, habían dominado el mundo. Una Unión que primero fue, para cada uno de nuestros países, el único medio de recuperar su soberanía tras la Segunda Guerra Mundial.

Dos razones para no tener miedo. En primer lugar: potencialmente, la Unión Europea, sobre todo si llega a un acuerdo a largo plazo con el continente americano, constituye ya y constituirá en el futuro la mayor zona de prosperidad mundial. Pero sobre ella se cierne la amenaza de un declive demográfico. Y es entonces cuando se produce, segunda razón, lo que deberíamos considerar una oportunidad extraordinaria: un movimiento de refugiados que podría compensar este déficit y, en consecuencia, reforzar nuestras perspectivas de crecimiento potencial. Aunque estos argumentos estén ausentes de los discursos políticos, deberíamos considerarlos si queremos seguir mirando hacia el futuro con confianza.

Jean-Marie Colombani fue director de Le Monde. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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