¿Hubo alguna vez 11.000 patriotas en España?

La bandera nacional sobre la Biblioteca Nacional de Madrid
La bandera nacional sobre la Biblioteca Nacional de Madrid

“Nos jugamos el futuro de nuestros hijos. Esto no puede seguir así” se oye en la tienda de la esquina. Tiempos son estos en que todo el mundo habla de política: los ancianos, las parejas entre sí, los tenderos con los clientes, los vecinos al encontrarse en las aceras. Las gentes han empezado a mirarse con recelo en los lugares públicos, por miedo a que puedan saberse sus opiniones políticas, que hace unos años se comentaban sin remilgos. En los barrios vuelan las anécdotas sobre altercados y broncas callejeras, sobre conocidos que se han quedado sin trabajo, sobre el suministro de electricidad…

Esta escena sucede en el Madrid de 1935, un año antes de la guerra civil que convertiría a España en un país sajado en dos bandos irreconciliables durante todo el siglo siguiente. Hubo un brevísimo inciso conciliatorio durante los siete años de Transición, que Leopoldo Calvo-Sotelo definió como un “extrañísimo paréntesis de libertad y limpieza”.

Esa ventana que dejaba entrar el aire fresco se cerró y hoy las escenas protagonizadas por la sociedad española tienen reverberaciones de aquellos años prebélicos con su inseguridad económica, sus miedos y sus corazones encogidos ante el futuro sombrío que esperaba a las generaciones venideras.

La España de hoy, que recuerda por momentos a la de 1935, es la España creada por una rígida sinarquía que insistimos en llamar democracia. Es la España que nos infligen desde hace 40 años unos líderes políticos cuyas vidas conocemos al milímetro, en vez de conocer ellos las nuestras. Es la España que paga a sus líderes políticos unos sueldos que al 80% de la población le resultan inalcanzables, para que esa privilegiada cúpula política escenifique sus mezquinas escenas de odio barriobajero que polarizan los ánimos.

Un patriota feliz, según Thomas Paine, es quien logra extraer su fuerza interior y su satisfacción existencial de la propia nación donde ha nacido y habita, ante todo cuando las circunstancias son adversas. Del mismo modo que la cultura de la autocrítica irónica se ha desarrollado en los países occidentales ricos con un bienestar de varias generaciones, el patriota feliz de Paine existió durante tres siglos hasta que la polarización política nacida de la crisis económica de 2008 se lo llevó por delante.

En la España de la multipolarización, donde el bipartidismo existente se ha desplegado en un doble bipartidismo luciferino, cabe preguntarse si hubo en el siglo XX patriotas felizmente comprometidos con su nación, como los de Paine. Y, caso de haberlos, cuál de los dos bandos guerracivilistas produce más felicidad patriótica. Sería un buen tema para que José Félix Tezanos nos distrajera de su siguiente panfleto propagandístico socialista: el grado de satisfacción patriótica de la izquierda y de la derecha en España.

¿Elegimos nuestro bando político o el bando político nos elige a nosotros? Son incontables las familias españolas cuyas tres generaciones repiten lemas que reafirman su pertenencia a una facción política, a una coterie, a una clase, sea el “en casa siempre se ha votado socialista” o el “aquí somos gente de bien y de derechas de toda la vida”.

Podría pensarse que existe una fluidez que permite sortear este férreo tribalismo sin problemas, pero la polarización actual ha reagrupado a las huestes, cerrando los círculos sociopolíticos al máximo. Esta inmovilidad estamental, fomentada desde la infancia como parte de la cultura latino-católica, está en la base del 40% de paro juvenil que arrastra España, el país europeo más afectado por este tipo de desempleo cronificado.

Entre tanto, los dos bandos guerracivilistas desdoblados nos imponen sus actitudes contrapuestas ante el patriotismo. La derecha y ultraderecha haciendo gala de un patriotismo de pataleta defensor de todo lo nacional, sin distinguir ni matizar. Mientras, la izquierda y la ultraizquierda ostentan un antipatriotismo de boquilla, acompañado de una actitud crítica improductiva.

Ni rastro por estos lares de ese patriotismo estadounidense del bipartidismo cívico bajo cuyo rifirrafe competitivo late el objetivo común de la edificación de una nación. El patriotismo que más se ve en esta España populista hiperventilada recuerda al que aborrecía Samuel Johnson: un patriotismo autoproclamado y ruidoso, utilizado como disfraz para ocultar el arribismo. Su némesis, claro, es la del bando opuesto que odia a esos salvapatrias cargantes y tediosos.

En el centro queda, una vez más, la minoría ilustrada de verdaderos patriotas que creen que para mejorar un país se deben fomentar la sociedad civil, las libertades individuales, la iniciativa empresarial, la cultura libre y la educación crítica. Son los patriotas irritables de Tocqueville, que simultáneamente aman y critican a su país, sin que esto represente una contradicción en términos. Estos patriotas son los que levantaron las democracias que han liderado Occidente durante siglos.

Saquen la lupa para hallarlos en España.

Gabriela Bustelo es escritora y periodista.

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