Huelga general de electores

Quizá el mayor déficit que ha padecido la democracia española desde que comenzó a consolidarse tras el triunfo de los socialistas en las elecciones de 1982 haya sido su baja calificación como democracia parlamentaria, asfixiada bajo el peso de un ejecutivo presidencialista. Del Senado, mejor no hablar: tal como es y como funciona, no sirve para nada que no sea como cementerio de elefantes o refugio de jubilados, cuando no como cubo de desechos de la política. Y del Congreso, ¿qué se puede decir? Cuando las mayorías del partido gobernante son absolutas desaparece como cámara de confrontación y debate político; y cuando no lo son, nunca ha acabado de despertar del profundo sopor al que se ve condenado por un reglamento pensado para no incordiar más de la cuenta al gobierno.

En esta clase de Parlamento carente de voz propia, siempre bajo la férula del poder ejecutivo, y éste del poder presidencial, no le quedaba a la oposición mejor arma que recurrir al pataleo, que es la forma infantil o gamberra de decir no, con el resultado de sentirse poco o nada implicada en la tarea legislativa, siempre a la espera de que se volviera la tortilla para anular lo legislado bajo el gobierno anterior: hacer y deshacer leyes, como escribía Pérez Galdós, tal es el arte de nuestros diputados. Y esto ha sido así, sucesiva y alternativamente con socialistas y populares, como pone de manifiesto la más devastadora muestra de ese tejer y destejer que ha caracterizado a la política española desde los tiempos de Larra: la danza de leyes de educación, hoy la mía, mañana la tuya, imposible llegar a un acuerdo que dure más allá de una legislatura.

Huelga general de electoresNo hay que ser experto en historia parlamentaria para comprobar que el mal viene de lejos, de los tiempos de la mamá de Isabel II nada menos, María Cristina, la reina gobernadora; se refuerza en la época del moderantismo y recorre todo el largo periodo de la Restauración, cuando los políticos y los amigos de los políticos concebían el Estado como una finca que los partidos gobernantes y los amigos de los partidos gobernantes vendimiaban por turno bien establecido. Ejecutivo fuerte por presidencialista, Parlamento débil por servil es igual a Estado como botín que se distribuye a la voz de adhesión incondicional. Y pesa tanto entre los vivos la tradición muerta que la primera aparición pública de quienes hace unos meses presumían de ser gente de abajo frente a la casta de arriba consistió en repartir la piel del oso antes de cazarlo: qué hermoso y lucrativo asaltar los cielos.

Los dos partidos del sistema hoy en crisis han tenido ante sus narices la ocasión de romper con esa historia, pero cegados por no se sabe qué clase de ambición –o sí, la presidencial- la han dejado pasar; más aún la han tirado a la basura, después de haber mantenido a la opinión pública y a sus respectivos votantes en la más absoluta ignorancia acerca de cuáles eran las verdaderas intenciones de sus respectivos grupos dirigentes, si es que en efecto tenían alguna intención que no fuera repetir las elecciones. Todavía no sabemos qué pretendía el PP con su política del NO más allá de convocar por segunda vez al electorado; y nadie sabe adónde va el PSOE con su NO es NO –¡qué hallazgo!- sino a obligar a los electores a concurrir por tercera vez a las urnas. Que el debate más intenso mantenido entre los candidatos se haya centrado en un cambio de ley para evitar que se formen corros de villancicos en los colegios electorales muestra bien la miseria en la que se hunde la política en España.

En lugar de explorar activamente las posibilidades que abre un sistema pluripardista, negociando a derecha y a izquierda, los populares antes y los socialistas ahora han perdido la ocasión, quizá irrepetible, de enseñar cómo un partido político bien asentado en la sociedad puede influir decisivamente en el gobierno del Estado sin ser gobierno ni ocupar su presidencia, o sea, desde la oposición. La pérdida es tanto más lamentable porque entre las tareas que el gobierno del Estado tiene pendientes se cuentan reformas que en algunas casos exigen y en otros necesitan una mayoría cualificada de votos. Desde luego, la reforma de la Constitución del Estado que hemos llamado de las autonomías y que aun si en su día satisfizo aquello por lo que tanto se había luchado durante el tardofranquismo -libertad, amnistía y estatutos de autonomía, un lema de origen catalán, por cierto-, es claro que hoy hace agua por más de un costado.

Pero no menor es el consenso que se necesitará para una profunda y duradera reforma fiscal; o para dar por fin con una ley de educación protegida del albur del turno de partidos; o para acometer la reforma de la ley electoral, por no hablar de las políticas que aseguren la autonomía e independencia de las instituciones del Estado y las que garanticen al menos las cotas de Estado de bienestar conseguidas en educación, sanidad y pensiones. Y para el trajín diario de la política, es claro que con una oposición fuerte y activa en un Parlamento vivo, el presidente del gobierno no tendría libres las manos para no responder ante los diputados, para seguir deslizándose abusiva y anticonstitucionalmente por la pendiente del decreto-ley, para presentar leyes a su antojo, para nombrar a quien bien le parezca al frente de instituciones del Estado, para no negociar nada o para premiar a los corruptos.

Y por último, aunque no menos importante: estamos ante la crisis quizá definitiva de un sistema de partidos –bipartidista a todos los efectos en el centro aunque con las excepciones de Cataluña y Euskadi- y la consolidación de nuevos partidos con, naturalmente, falta de experiencia de gobierno. Que el primer partido de la oposición hubiera decidido ejercerla activamente frente o ante un gobierno en minoría habría dado ocasión y tiempo a que los recién llegados adquirieran la experiencia necesaria para que nuestra moribunda democracia presidencialista no fuera sustituida por un pandemonio o un plató televisión –o una asamblea de Facultad, que todo puede ocurrir- sino por una auténtica democracia parlamentaria.

Nadie ha querido explorar esa posibilidad. Culpándose unos a otros, los dos han preferido desautorizar a los electores, dar su voto por inválido y convocarlos de nuevo a las urnas. Solo merecen que los electores, con razón irritados, decidamos declararnos en huelga general, a ver qué hacen.

Santos Juliá

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