Huelgas, holganzas y holgazanerías

Me temo que hoy voy a escribir un artículo que va a ser más criticado por muchos que elogiado por algunos, pero no por ello renuncio a decir lo que pienso a propósito de la huelga general anunciada para pasado mañana. Declaro, antes de meterme en harina, que respeto por igual todas las opiniones e iniciativas y me solidarizo con quienes sufren la terrible situación de desempleo y la no menor angustiosa de falta de recursos. Además, parto de un axioma incontestable. La huelga figura entre los primeros lugares de la nómina de derechos fundamentales de lo que se entiende por sistema democrático. Sin ir más lejos, en España, el artículo 28.2. de la Constitución proclama la huelga como derecho subjetivo de los trabajadores para la defensa de sus intereses y a la larga espera de 33 años de que una Ley orgánica desarrolle el precepto constitucional, el marco regulador de este derecho es el Decreto Ley de 14 de marzo de 1977, adaptado a la Constitución por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y, básicamente, por la sentencia 11/1981, de 8 de abril.

Antes de seguir, quisiera hacer notar que la voz huelga viene del latín holgar, que deriva del también latín follicare, soplar, respirar. De aquella fuente mana todo un chorro de palabras; a saber, holgachón, holgadero, holgado, holganza, holgazán, holgazanear, holgazanería, holgazar, holgón, holgorio -o sea, jolgorio-, holgueta, holgura, huelguista y huelguístico, amén de las que, sin duda, me he olvidado. Holgar, en castellano y a los efectos que aquí proceden, significa cesar uno por algún tiempo en sus habituales negocios, estudios o trabajo. En la misma lengua, como segunda acepción, holgar quiere decir descansar, tomar aliento después de una fatiga. Holganza es carencia de trabajo y también placer o contento. Los conceptos son, si no idénticos, sí próximos parientes.

Dicho lo cual, se me ocurre que quizá no esté de más recordar que en España, desde la Constitución de 1978, se han convocado seis huelgas generales. La primera, en 1985 durante el Gobierno de Felipe González. El motivo, la ley de Pensiones. La segunda, en 1988, gobernando igualmente González. En aquella ocasión se pedía la retirada del Plan de Empleo Juvenil. En 1994, debido a una nueva reforma laboral, se produjo la última del Gobierno socialista de González. En 2002, con Aznar en el Gobierno, los dos sindicatos mayoritarios convocaron un paro general para protestar por las medidas impuestas en la Ley Básica de Empleo. La quinta huelga se celebró el 29 de septiembre de 2010, con Zapatero de presidente. En esa ocasión los sindicatos alzaron su voz contra la reforma laboral y las políticas de ajuste. Así, ésta será la sexta huelga general de 24 horas.

He leído uno de los muchos manifiestos a favor de la huelga del 29-M. En uno de ellos se habla de que «vivimos en un país donde se priorizan los intereses de la banca, grandes empresas y patrimonios»; de que «hay más desempleo que nunca»; de que «el Gobierno, con la excusa de intentar crear puestos de trabajo, aprueba una reforma laboral que abarata y fomenta el despido en toda empresa»; de que «no se lucha contra la evasión y el fraude fiscal de las grandes fortunas, pero se fustiga con impuestos al trabajador y al pequeño y mediano emprendedor»; de que «miles de familias son expulsadas de su hogar por las entidades financieras, mientras casi un millón de viviendas están vacías y cerradas en manos de especuladores»; y así sucesivamente.

Comparto la casi totalidad de estas quejas, pero a mí particularmente me parece que España no se merece la huelga de pasado mañana, como no se la merece el Gobierno de Rajoy, pese a sus inquietantes titubeos. He de decir que tampoco se la merecía Zapatero el 29 de septiembre de 2010, no obstante sus flagrantes desaciertos. Según todos los expertos, nuestro país atraviesa la crisis más dramática de los últimos 100 años. No sólo hay más de cinco millones de personas sin trabajo, sino que, encima, padecemos un endeudamiento galopante. Por lamentable que sea, no creo que se pueda superar la situación sin medidas de ajuste muy duras y sin esos sacrificios que los sindicatos califican de injustos.

Hace años, me parece que fue en 1997, durante un acto en el Ateneo de Madrid, un buen amigo de Comisiones Obreras, modelo de cordura y ejemplo de honradez, me regaló varios ejemplares de La Huelga General, aquel periódico libertario que se publicó en Barcelona a principios del siglo XIX y que fundó Francisco Ferrer Guardia, un pedagogo anarquista que firmaba con el seudónimo de Cero. El director era Ignacio Clariá y se imprimía clandestinamente en una editorial católica. La verdad es que el diario duró poco, tan poco como que sólo se publicaron 11 números. En el número 3, correspondiente al 5 de diciembre de 1901 y que he desempolvado, Ferrer Guardia escribía, entre otras cosas, que «una huelga general bien estudiada y practicada podrá únicamente lograr la edad de oro soñada por los altruistas pasados y presentes. Se beneficiarán de ella todos cuantos hoy han de privarse de algo: mendicantes, trabajadores, empleados, pequeños comerciantes y la mayoría de poseedores de títulos universitarios. En cambio, los que se llaman ricos continuarán siéndolo, porque se les podrá dejar en el uso de sus lujosas habitaciones, facilitándoles además cuanto es necesario para la vida (…)».

He reproducido estas palabras -no muy diferentes de las del manifiesto que también he trascrito- porque me parece que a diferencia de aquellos años en los que la huelga era un instrumento de defensa de los trabajadores frente a un capitalismo salvaje e implacable cuya única ley era la del beneficio de los empresarios, hoy, después de que a lo largo de tantos años hayan declinado no pocas ilusiones y perdido casi todas las utopías, la huelga ha dejado de ser aquel severo toque de atención capaz de derribar gobiernos y hasta de quebrar naciones. En aquellos tiempos idos y hasta heroicos, una huelga suponía el enfrentamiento de los poderes en los que se veían inmersos los patronos y los obreros y en ella concurrían factores extraeconómicos que podían llegar a alcanzar magnitudes revolucionarias. Sin embargo, a medida que los trabajadores han ido cambiando de aspecto y la lucha de clases ha desaparecido y, sobre todo, desde que las estructuras económicas se apoyan en el principio de la mutua dependencia, la huelga, digo yo, en no poca medida ha perdido sentido.

Ahora, ante la inminente nueva huelga general, mis preguntas son tantas como elementales y bienintencionadas. ¿Acaso la clase trabajadora española no tiene caminos reivindicativos más eficaces que una huelga general? ¿Carecen sus ideólogos y sus líderes sindicales de aptitudes suficientes para descubrir fórmulas más modernas que una huelga y de arbitrar soluciones más rentables? Con la mejor de las voluntades opino que los sindicatos han perdido flexibilidad, que están algo enmohecidos por el inexorable paso del tiempo y bastante obstinados en querer maniobrar con herramientas oxidadas y, por tanto, inservibles para reparar averías propias del tiempo que se vive.

Por estas y otras circunstancias, la huelga del próximo jueves me parece desproporcionada y, tal vez, una aventura de la que todos podemos salir perdiendo. Unos más que otros menos, desde luego, pero en todo caso, con los sindicatos a la cabeza. A la gente, por lo general, lo que de verdad le preocupa es su puesto de trabajo y su familia y, por el camino contrario, lo que le cabrea son las incomodidades, con lo cual puede que el resultado sea que la «gran parada» no se tome demasiado en serio. Es más. Estoy convencido de que no son pocos -me refiero a los que propenden a la holganza porque en ella están bien entrenados- los que se toman el acontecimiento a beneficio de inventario y, según informan las agencias de viaje, andan ya preparándose para disfrutar de una larga Semana Santa. La huelga está anunciada para el 29, jueves, festividad de san Acacio. El 30 es Viernes de Dolores y el 31, sábado. Uno se puede echar a la carretera o coger el avión el miércoles 28 de marzo y no regresar a casa hasta el 8 de abril, Domingo de Resurrección.

Deseo suponer que esta huelga general no sea un síntoma más de la falta de afición al trabajo de algunos, lo que seguramente es malo para todos, incluso para el aficionado al tedio. Es triste que el trabajo que fue considerado durante mucho tiempo como una maldición bíblica, ahora resulta que un montón de españoles desearía que el cielo les enviase una plaga laboral para tener un tajo que echarse al hombro. Aunque más penoso aún es que, en ofensa no de los dioses sino de nuestros semejantes, los que tenemos trabajo, al menor descuido, nos inventamos un puente de miércoles a martes y hacemos las cuentas de la vieja con los días hábiles e inhábiles que, para ser congruentes, procuramos sean casi todos.

Por Javier Gómez de Liaño, abogado y juez en excedencia.

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