Huérfanos de Groucho

Han transcurrido ya 40 años de la muerte de Groucho Marx, nacido Julius Henry Marx, bigote visible de los hermanos Marx. Lo menos malo que puede decirse de este tiempo, casi toda una vida, es que ha sido muy poco divertido en casi todos los sentidos y sus herederos en el arte de la risa no han podido llenar el vacío. Woody Allen ha explotado la veta de la lástima como defensa frente al mundo exterior, pero con todo su talento para construir historias mezcladas de miel, acíbar y neurosis no ha cubierto el vacío de desvergüenza arrolladora dejado por el segundo de los Marx. A diferencia de Groucho, carece de vocación destructiva. Dino Segre (Pitigrilli) enunció una ley (entrópica) de la risa: “El humorismo se deteriora a los 25 años como máximo”. Pues bien, en el caso de Groucho estamos ante una singularidad. Una antología de los Marx resiste el paso de los últimos 40 años con gran ventaja sobre sus más directos competidores, incluyendo a Rajoy.

Para el subconsciente de muchos de sus seguidores, la muerte de Groucho fue una frustración. Tenía vocación de inmortalidad, como queda de manifiesto en una de sus frases para la posteridad en la que supuestamente pensaba vivir cómodamente instalado: “Tengo la intención de vivir para siempre o morir en el intento”. Una afirmación de tal calibre resume la lógica implacable y dislocada de su Weltanschauung, feliz y agresivamente inmadura. No es muy diferente de esta felicitación de su puño y letra: “Si sigues cumpliendo años acabarás por morirte. Besos, Groucho”. Incluso mencionó en Groucho y yo que alguien por la calle le había implorado encarecidamente “No se muera usted nunca”, como si Rufus T. Firefly conociera la pócima de la eternidad. Con su querencia burlesca hacia la inmortalidad, Groucho invertía brutalmente esa condolencia trillada, propia de tarjeta postal o de galletita china de la suerte, que proclama hipócritamente: “¡Vivirá siempre en nuestro recuerdo!”. La tontuna no convenció a Unamuno y tampoco a Groucho. Bien sabían los dos que no existen los controles de memoria y que, en todo caso, se pueden falsificar. Por ejemplo, con el timo de los aniversarios.

Groucho desplegó generosamente dos manías constitutivas y constituyentes. Sentía una afición morbosa por la divagación exuberante, incluso asfixiante. Sintetizó la verborrea y la incomunicación arbitraria en un único instrumento complejo de humor y con él desquiciaba o asfixiaba a sus oponentes (Margaret Dumont, Louis Calhern, Sig Rüman). Groucho y yo empieza con su nacimiento (declara haber nacido “a muy temprana edad”), lo cual le da pie para pontificar sobre la edad y la vejez (“llegar a viejo no tiene mérito; basta con haber nacido antes”), se enreda con una disertación editorial sobre libros de cocina, sigue la maraña con los excedentes de maíz, pone un pie impertinente en el cuello de los rústicos granjeros, culpables de muchos males, y ofrece una conferencia venenosa sobre las personas que madrugan.

La segunda manía es su complacencia en presentarse como un ser roñoso y ruin. En Los hermanos Marx en el Oeste, Quentin Quale entra ostentosamente en la estación, seguido de un número interminable de mozos que llevan su equipaje. Se vuelve hacia ellos y pregunta: “¿Tienen cambio de diez centavos?”. Los porteadores se sumen en la perplejidad, niegan y Quale aplica la lógica marxista: “¡Pues quédense con las maletas!”. La ruindad avarienta destella en este diálogo de Groucho y Chico abogados. “Groucho: Le diré lo que pienso hacer. Le daré seis dólares a la semana y usted se trae la comida. Chico: Bueno, pero... Groucho: Voy a ir incluso más lejos. Le daré seis dólares a la semana y también me trae la comida a mí”. Acertará quien busque el origen de esta avaricia descacharrante en una infancia poco boyante, con su padre Misfit Sam atrapado en sus pobres habilidades como sastre y los muchos años pasados en los espectáculos de variedades recorriendo cientos de poblaciones que pagaban con comida o salarios ínfimos.

La maestría, hoy por hoy inalcanzable, de la troupe marxista se revela en la dislocación tenaz y desvergonzada del lenguaje convencional. La lengua, es decir, sus nódulos y cristalizaciones deformes, envuelven como una capa protectora al orden convencional (el orden “como Dios manda”, que diría Rajoy). También perpetúan la obediencia (¿debida?) y sostienen el dominio de lo existente sobre lo que ha de venir. La demolición discursiva de Groucho significa un rapto espasmódico de desobediencia. En los términos que Wittgenstein imputaba a la filosofía, la vorágine verbal de los Marx es “una lucha permanente contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”. Cuando Groucho dice (Sopa de ganso, de Leo Mc Carey): “Este es el quinto viaje que hago hoy y todavía no he estado en ninguna parte”, está describiendo la boba experiencia del turismo contemporáneo. El sinsentido nace de una exacerbación de la lógica que acaba por corroer el sentido común, el más inútil de los sentidos en los diálogos de los Marx. Con esa lógica descoyuntada, lo real acaba por aparecer, bien que maltrecho, por debajo de las palabras. Oigamos a otro Marx, en esta ocasión a Chico, también en Sopa de ganso: “Vera: “Hagáis lo que hagáis, nada de ruidos. Si os encuentran estáis perdidos. Chicolini: “Estás loca. ¿Cómo vamos a estar perdidos si nos encuentran?”.

Groucho está más allá del pesimismo, más acá de la locura y muy cerca del arribismo como salida a la falta de soluciones. Firefly, Driftwood o el veterinario curacaballos Hackenbush convertido por el poder de la señora Upjohn en médico de postín (“Tómese esta píldora cada 50 kilómetros”) están al margen del orden institucional; sólo pretenden asaltarlo, reventarlo o burlarse de él. Casi podría decirse que Julius fue un avatar de Francis Bacon en una lucha a muerte contra los ídolos (las generalizaciones, las ideas preconcebidas, las doctrinas de moda y las convenciones) que denunció el pensador inglés. No escatimó las invectivas a la política (“El arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después remedios equivocados”). Quizá por eso le cupo la gran satisfacción de que Mussolini prohibiera Sopa de ganso en Italia.

Más allá de la corrosión, de las mofas y del funambulismo estridente, Groucho e i suoi fratelli pulieron auténticas joyas de la comedia universal. Sopa de ganso contiene dos secuencias que están entre las mejores de la historia del cine cómico, a la altura de la persecución de las novias o los esfuerzos por evitar la avalancha de piedras en Seven Chances, de Buster Keaton: la coreografía de Groucho y Harpo ante el marco de un espejo vacío y la destrucción sañuda del puesto de limonada. En cuanto al camarote de Una noche en la ópera, además de la brillante dinámica de situación, retengamos dos frases a la mayor gloria de la lógica de Groucho: “¿No sería más fácil meter el compartimento en el baúl?”; y, dirigiéndose a la manicura: “Déjemelas cortas, que aquí ya va faltando espacio”.

Hay generaciones enteras huérfanas de Groucho y del burlesque de la desobediencia. Lo peor de todo es que han sido adoptadas por los Reagan, Thatcher, Aznar y ahora Trump, el menos marxista de todos.

Jesús Mota

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