Recuerdo que hace escasamente un año visité la exposición sobre David Bowie que ofrecía el Museo de Arte Moderno de Chicago. Toda Chicago estaba fascinada con la exhibición de los trajes célebres que Bowie utilizó en los escenarios en la década de los setenta, porque esa fue la década en que nació la estrella del Pop más excéntrica y misteriosa de todos los tiempos. Bowie también fue un hijo de Andy Warhol. Allí, en esa exposición de Chicago, ya me di cuenta de que el final de Bowie era un museo, porque su obra es de naturaleza museística, y también intuí que el adiós a la vida se acercaba.
En el mundo del rock entrar en los museos de arte significa abandonar los museos de la vida. Bowie deja un legado artístico enorme, y deja también algo impensable: deja dos hijos en este mundo. No es frecuente que la gente conmemore este hecho biográfico; sin embargo, Bowie también fue un padre de familia y uno no puede dejar de pensar que en su lecho de muerte el Duque Blanco murió como mueren los hombres buenos: rodeado de sus hijos y de su esposa, la modelo somalí Imán. El Duque Blanco murió como el padre de Jorge Manrique, rodeado de los suyos. Y digo todo esto porque el Pop y el Rock crearon una industria mitológica en los años sesenta y setenta del pasado siglo que entrañaba una honda remodelación del héroe decimonónico, pero mantenía el ideario estético del dandy baudeleriano. Pocas veces se ha señalado este parentesco que, en mi opinión, explica el origen de Bowie. Y el dandi podía ser de todo, menos padre de familia. Mantuvo Bowie, como Bob Dylan, muy alejada su vida privada de su vida pública. Y esta distorsión es capital para entender el Pop. La creación de personajes, tan celebrada en Bowie, como el setentero y marciano Ziggy Stardust, hunde sus raíces en el dandismo decimonónico y en la necesidad de la construcción de identidades alternativas a las que te asigna el registro civil de la ciudad en que uno nace.
Bowie, ya es un tópico, se reinventó mil veces. La industria musical se lo pedía, pero él llevaba dentro esa pulsión. Lo dijo hace muchos años «estoy luchando contra el aburrimiento», fue en 1990. Y era así, porque Bowie fue un artista evolutivo, como lo fue también Lou Reed, con quien compartió mucha vida, mucha competencia y mucho arte. Las leyendas de los grandes del Pop se levantan sobre la oscuridad o invisibilidad de sus existencia cotidianas. No hemos sabido nada de su cáncer hasta la misma muerte del artista. Ese misterio es combustible para la caldera que calienta su leyenda. Porque sin leyenda, no había mito. Y sin mito, la música no bastaba. El Duque Blanco exploró todos los estilos musicales, y fue creador de tendencias y de iconografías. Era imposible que la crítica y el público lograran encasillarlo, siempre huía. Esculpió a golpe de fotos rompedoras su ambigüedad sexual, pero sus parejas estables fueron dos mujeres; por cierto, su primera mujer, Angela Barnet, no ha recibido la muerte de su exmarido con demasiado duelo. Su hijo Duncan ha publicado en internet una foto poco conocida: la foto de un Bowie de veintipocos años con un bebé sobre sus hombros. El bebé es el propio Duncan, que ahora tiene 47 años. También Bowie deja una niña de 15 años, llamada Alexandria Zahra, nacida en el año 2000. Pienso en esa adolescente depositando un beso sobre la frente helada de su padre muerto. Esa frente es la frente de un David Bowie inédito para la historia. Pienso en su viuda, pero parece que las viudas del Pop se rehacen enseguida. Si muere alguien a quien admiras profundamente, ¿a quién demonios le das el pésame? No puedes darle el pésame a tu ídolo, que es lo que desearías, por la paradoja de que está muerto. Todo es nuevo en la defunción de los héroes del Pop. En las redes sociales el sentimiento de orfandad de los fans de Bowie es emocionante. Todo el mundo le llora. Todo el mundo hizo algo memorable en su vida con una canción de David Bowie: enamorarse, casarse, divorciarse, emborracharse, arruinarse, drogarse, fugarse, etc. Las redes sociales son un funeral en este momento. Si hubieran existido las redes sociales cuando murió Elvis Presley, no quiero ni pensar lo que habría pasado. Los fans se dan el pésame los unos a los otros, y en el fondo eso alimenta la idea de que quien ha muerto es un héroe de ficción, pues no cabe pensar en su familia. Nadie piensa en la familia de David Bowie. La soledad del ciudadano Bowie es devastadora. No existe el ciudadano salvo para sus hijos. Tal vez sea ese el pago por haber liderado a la juventud de cuatro décadas. Nadie cuenta con que el final del hombre que grabó discos inmortales sea la muerte corriente y ordinaria.
Bowie fue un panteísta de sí mismo. Era capaz de pasar de la extravagancia galáctica a convertirse en un rubio guapo y clásico, con corbata y traje, capaz de pasar de la sofisticación literaria a la música comercial de éxito pegadizo. Y era capaz de hacer discos arriesgadísimos, discos de vanguardia, discos suicidas como por ejemplo Low (1977), que me encanta y que aún está por descubrir.
No era muy alto, medía un metro setenta y tres centímetros. Elvis medía un metro ochenta y dos. Bowie fue la actualización de Elvis. Porque Bob Dylan y Mick Jagger eran fotogénicos, sí, pero eran feos. Bowie encarnó una belleza varonil que ampliaba la herencia de Elvis. No engordó jamás. Nunca fue vulgar. Esconder que vas a morir ha sido otra de sus audacias complejas, otra de sus soledades. Su cuerpo eligió la Edad Media. El rock ha dado un paso evolutivo. Hendrix, Joplin, Morrison, Winehouse eligieron no llegar a los treinta. Se está desplazando el eje de la vida: Lou Reed murió con 71, y Bowie con 69. Estamos en la Edad Media. Algo de premeditación hay en esto. No podríamos soportar un Bowie nonagenario, entubado y en silla de ruedas balbuciendo Young Americans en un homenaje retransmitido por la BBC. Porque Bowie simbolizó la juventud y la alegría. Me temo que eso es lo que estarán pensando Mick Jagger y Bob Dylan. Estarán pensando en ese fantasma de muerte aceptable al que podemos llamar la Edad Media, es decir, morir antes de la llegada de la ancianidad. Jagger y Dylan están viendo qué ocurre el día de después. Como Bowie lo vio cuando murió Lou Reed. El fin de fiesta ha llegado. Aunque la canción Lazarus, que es una oración más que una canción, concibe un desafío a la biología del universo. En algún otro sitio, la fiesta comienza de nuevo.
Manuel Vilas, escritor.