Huesos, cenizas, personas

Por Olegario González de Cardedal (ABC, 13/09/06):

EN la realización de nuestra existencia personal estamos asistiendo hoy en España a dos hechos aparentemente contradictorios: por un lado está el aferramiento a una memoria de aquel decenio, en el que a nuestros familiares o amigos la vida les fue arrebatada violentamente, queriendo recuperar a toda costa sus restos. Por otro lado, simultáneamente se procede respecto de los familiares que ahora fallecen con actitudes que los relegan al olvido, haciendo desaparecer lo que es el signo real que nos queda de ellos, una vez que la muerte los ha arrebatado de entre nosotros.
En los años anteriores a la guerra civil española, a lo largo de ella y en los años posteriores a ella, miles de personas perdieron la vida, como resultado de la violencia asesina, llevada adelante con la pretensión de instaurar la justicia, la revolución o simplemente la venganza personal de unos contra otros, fueren grupos o individuos, facciones o regiones. De muchos de esos muertos se desconoce el lugar donde fueron enterrados, mientras que de otros aún se conserva memoria fiel o incluso quedan testigos presenciales que pueden indicar en qué zanjas, cunetas, cerros o barrancos fueron masiva o individualmente arrojados.
En casi todas las culturas los sepulcros, como lugares de la muerte, siempre han tenido tanta o mayor importancia que los lugares de la vida, porque allí la indefensión, el olvido y la soledad podían amenazar a quienes se habían adentrado por aquel desfiladero, mientras que los vivos siempre pueden defenderse, alimentarse, organizarse por sí solos. Detrás de esos ritos funerarios late la convicción de que los humanos en vida y en muerte estamos los unos en manos de los otros, necesitando de defensa, apoyo, memoria, culto. Esa convicción de nuestra solidaridad radical trasciende lugares y procedencias, castas o poderes. Destruir una sepultura o profanarla ha sido considerado como una segunda muerte y última degradación infligidas a un indefenso.
Es un deseo legítimo de familias el querer recuperar los huesos de aquellos que no yacen en cementerios o ámbitos sagrados públicamente identificados. Una legislación, nacida de la voluntad de paz , reconciliación y perdón, haría posible que se tributase a esas personas a través de sus restos verificados el reconocimiento que todo ser humano merece, recibiendo sepultura en lugar sagrado, el de la fe cristiana o el de la memoria humana. La iglesia, en el caso de quienes se consideraron creyentes en vida o lo solicitan sus familiares actuales, acompañará esa recuperación con los signos de su liturgia y las celebraciones funerarias que presta a todo el que quiere sellar su fe de vida y su esperanza en muerte delante de Dios. Nada más legítimo y respetable, cuando está guiado por la voluntad de la honra debida a los muertos y de la paz anhelada para los vivos. La correspondiente legislación civil de enterramientos determinará lo que es legítimo llevar a cabo. Memoria, honor y legalidad deben ir unidos.
Mientras esto es vivido con intensidad creciente, asistimos a un fenómeno que en el fondo revela la actitud contraria: el desapego, distancia y casi desaparición de los muertos del horizonte de los vivos. En tanto que los de aquel periodo histórico, por haber padecido muerte violenta nos preocupan, los muertos de nuestros días, a los que hemos acompañado hasta el final, parecen carecer de interés para nosotros, cuando hacemos desparramar en montes o ríos sus cenizas. Al enterramiento, es decir a la sepultura del cadáver en tierra, ha sucedido la cremación. La fe cristiana respeta ambas formas, ya que no comprende la muerte como la perduración física del cuerpo ni como la mera prolongación de la vida biológica sino como la ruptura de la forma temporal de la existencia y el paso a otra forma nueva, que en continuidad con la anterior Dios otorga al hombre, como una recreación purificadora y consumadora de la libertad vivida. Por ello el cadáver enterrado y las cenizas recogidas en una urna son el mismo signo del sujeto personal que ha pasado a esa existencia, que solo Dios conoce en sus determinaciones tanto del ser humano en cuanto tal como de cada individuo.
El ciudadano normal se pregunta si ese fenómeno cada vez más generalizado de la dispersión descontrolada de cenizas, arrojadas a un arroyo, insertas con unas flores en el barro al lado de un camino, depositadas en contenedores de basura, o incluso retenidas en casa, no debe ser repensado en su triple dimensión: jurídica, ética y religiosa. Las cenizas de una persona, que era a la vez individuo y miembro de una comunidad, ¿son solo propiedad privada de su familia? ¿Puede ésta actuar de forma arbitraria con ellas? Si es que tal forma de proceder con las cenizas es resultado de un vacío legal, ¿no debería superarse? Y si es que existe una legislación reguladora, ¿no debería mejorarse?
La legislación de un país deriva de las convicciones, valores y criterios sobre los que aquel se asienta; ellos le confieren legitimidad y sentido. ¿No deberíamos redescubrir lo que son los signos en la vida humana y cómo el actual proceder con las cenizas revela una depreciación de la vida personal? Allí donde desaparecen el nombre, la fecha y el lugar de referencia de una persona para los demás, sin que haya ningún punto de referencia concreta hacia ella, ¿no desaparece el apoyo del recuerdo y de esa voluntad de afirmación más allá de la muerte que es el amor a los demás? Cuando se deprecian los signos personales de los muertos estamos en peligro de comenzar a trivializar los signos, palabras y personas de los vivos.
La iglesia desde sus comienzos proveyó a esos lugares donde sus muertos descansan en la paz derivada de la eucaristía y del bautismo, que son los fermentos y fuentes de la esperanza en la resurrección para un cristiano. La sigla RIP no se refiere a un descanso general en una general paz sino a la paz que la iglesia promete y deriva de la fe en Cristo resucitado. Los enterramientos se hicieron durante mucho tiempo en las mismos templos, como expresión de un mantener a los muertos en torno al Señor viviente y presente en espera de participar de su resurrección. A esos cementerios han sucedido hoy los «columbarios», lugares con pequeños espacios o nichos donde se depositan las urnas con las cenizas, selladas con nombre, fecha de nacimiento y de muerte.
Cuando un ser humano mantiene nombre, lugar y tiempo, recibiendo memoria de amor y esperanza de su prójimo, sigue siendo persona. Si todo eso desapareciere, ésta ¿no quedaría trivializada? El cristiano afirma dos cosas: una, que más allá de tales olvidos humanos, Dios es el que siempre se acuerda del hombre, de cada hombre por desconocido que haya quedado de los demás humanos; otra, que el hombre es aquel de quien Dios nunca se olvida. Ese perenne recuerdo de Dios no solo no excluye sino que funda y reclama el recuerdo fiel que nosotros debemos a nuestros semejantes. Este nada tiene que ver con la nostalgia o voluntad de retención. Por ello no hay que retener las cenizas de los seres queridos en casa. Recuerdo, aprecio y distancia, van unidos. Al hacer memoria y oración los confiamos a su propio destino, dejándolos en manos del Creador, el único que siempre los puede recordar y definitivamente afirmar, haciéndoles posible acceder a su plenitud pendiente.