Humala: Me llaman peligro

Por Martín Santiváñez Vivanco. Cátedra Garrigues. Univesidad de Navarra (ABC, 09/04/06):

OLLANTA Humala, el líder nacionalista peruano, ex militar y enemigo declarado de Fujimori, Montesinos y los partidos políticos, lidera las encuestas para las elecciones presidenciales de hoy. El Comandante prepara el asalto al poder por la vía democrática, y el nacionalismo se convierte en el protagonista de una discusión mediática e intelectual que desentierra viejos prejuicios y mucha ignorancia.

En efecto, ahora que el etnocacerismo se estrena como una opción válida e irrumpe en la lid electoral con verdaderas posibilidades de triunfo, los dueños del Perú tiemblan. Políticos, intelectuales, periodistas y empresarios comparten el mismo diagnóstico nefasto respecto a una eventual victoria del humanismo: «Sería terrible para la economía», «Ollanta es el enemigo de la democracia», «el pueblo es primitivo»... Estas perlas adornan los argumentos de los políticos tradicionales y son esgrimidas a diestra y siniestra contra «las masas salvajes» que no reconocen la bondad de los candidatos del sistema, de ese sistema que representa dos siglos de decadencia política. Mientras la elite encarna la posmodernidad y sus líderes son los capitanes de la globalización, los nacionalistas son los bárbaros que acechan Roma, entonando cánticos de venganza y revanchismo. La clase dirigente peruana se arroga el cosmopolitismo innovador, el progreso, el futuro, la bella e inmaculada macroeconomía. Con un rictus de asco en sus rostros, la elite no comprende las razones de un pueblo que no se conforma con un mundo feliz huxleyano, perfecto, diáfano, piramidal. A este universo pitagórico los peruanos han de someterse dócilmente, porque sólo la invicta elite tiene el derecho de gobernar la polis desde su torre de marfil.

La ofensiva desatada contra Humala es implacable. Para los partidos políticos y la mayor parte de los medios de comunicación -y los intereses que representan-, las masas personifican la ignorancia, la incapacidad, la minoría de edad. Los indios, los cholos, son salvajes e irresponsables. Primitivos, horriblemente primitivos, desubicados e impresentables, se aprestan a echar por tierra los sueños de estabilidad y crecimiento sostenido. Por rechazar insensatamente las bondades del sistema, por ser los intonsos que no soportan el dulce yugo de un modelo que tanta riqueza y prosperidad les ha proporcionado, la elite peruana desprecia a la nación.

La polarización provocada por el avance en las encuestas de la candidatura etnocacerista desnuda uno de los grandes males de la República: el divorcio entre el país real y el país formal. Denunciada hace más de un siglo por la Generación del Novecientos, aquélla de José de la Riva Agüero, Francisco García Calderón y Víctor Andrés Belaunde, esta ruptura refleja la profunda separación entre lo que el Perú es y lo que su elite simboliza. El sistema democrático, instalado en Lima, la metrópoli, ha devenido en oclocrático y poco tiene que ofrecerle a una periferia rural que durante siglos ha soportado con estoicismo el olvido y la postración. El oprobioso discurso que pretende irrogarle al pueblo los males del Estado olvida que la anomia tiene un solo origen: los yerros de la clase dirigente en la gestión de las instituciones democráticas y en el reparto equitativo de la riqueza. El crecimiento de la última década bajo el paraguas del Consenso de Washington no ha logrado paliar el clamor popular. Las reformas neoliberales de la década de los noventa terminaron por hastiar al electorado, reacio a discursos futuristas y poco realistas. El Perú tiene hambre.

En circunstancias como ésta, vale la pena recordar el diagnóstico preciso esbozado en las primeras décadas del siglo pasado por un puñado de intelectuales que no pueden ser tachados de populistas peligrosos o terroristas del pensamiento: los arielistas. La crítica feroz de la Generación del Novecientos evidenció las taras de una elite frívola y fatua, que vive de espaldas a la crisis presente y es digna de una novela de Fitzgerald. Ironías de la política: los que denuncian la ignorancia de la nación son los responsables directos de la crisis del Estado, del fracaso del modelo educativo, de la debilidad de la poliarquía y de la enésima irrupción del populismo. Los gobernantes y la intelligentsia, los empresarios y los «cultural producers», todos, sin excepción, son los culpables de la anarquía, de la corrupción, del anatopismo y de la carencia de un proyecto nacional viable. El cosmopolitismo oligárquico que ha dominado la vida política peruana desde el primer Parlamento Liberal hasta el último Congreso Republicano nos ha conducido a la guerra, a Sendero Luminoso y al cesarismo democrático. La democracia no ha fracasado, no, mas sí los demócratas, que en el Perú, lamentablemente, siempre han defendido intereses corporativos antes que proyectos nacionales.

Por ello, resulta irritante contemplar cómo algunos pontifican desde los mass media, burlándose de aquellos que les disputan las preferencias de la feligresía. Ante tantos y tan grandes yerros, por tercera vez, luego de Fujimori y Toledo, el Perú se inclina por un outsider, por la bota militar que reniega de un paradigma partidista que poco ha hecho para crear riqueza y seguridad.

Al menos formalmente, en el ideario del Partido Nacionalista, Humala ha variado su indigenismo radical por un nacionalismo integrador. Este patriotismo integrador de etnias y minorías no se diferencia en nada del concepto de Peruanidad esbozado por Víctor Andrés Belaunde hace ya tantas décadas. La Peruanidad defendida por el gran arequipeño es la síntesis viviente de todas las culturas que habitan en el territorio peruano, unidas armoniosamente en un ente superior que singulariza al Perú en el concierto de las naciones. Al margen de la contienda electoral, este talante aperturista es fundamental para la construcción de un patriotismo funcional, es decir, de un nacionalismo que se plasme en obras concretas y en políticas de Estado, antes que en discursos demagogos o en racismos soterrados. Sólo reconociendo que el Perú es un país mestizo, los peruanos podrán dedicarse a edificar una sociedad inclusiva que forje, por fin, un Proyecto Nacional en el que el bienestar de la población sea más importante que la riqueza de una minoría.