Humanidades a la baja

Si la nueva ley de educación llega a aplicarse, habrá que lamentar la relegación de la filosofía a una asignatura cada vez más opcional y la desaparición de la educación para la ciudadanía. El valor menguante de la filosofía en los planes de estudio es un aspecto de la depreciación general de las humanidades. Se mantienen sólo como residuo de unos tiempos en que se daba menos valor a los conocimientos instrumentales y más importancia a esos otros saberes que no tienen una utilidad inmediata, pero que ensanchan la mente y ejercitan el disfrute de los clásicos. Eso es la filosofía: el discurso de quienes han reflexionado a fondo sobre la verdad, el bien, la justicia, el conocimiento, sobre quiénes somos y adónde deberíamos ir. Son preguntas fundamentales que, de una forma más o menos intuitiva, todos nos planteamos y que nunca quedan definitivamente resueltas.

La educación para la ciudadanía tiene un recorrido más moderno y nítidamente español. Se implantó hace escasos años, después de continuos vaivenes para situar a la ética en la educación, lo que ha venido a llamarse “educación en valores”, y que un día sí y otro no reclamamos, a la vista del deterioro de las costumbres y de la escasa vigencia de los principios que deberían orientar la vida humana.

Pero no fue la necesidad de valores éticos lo que se consideró en primer término, sino la de preservar la religión como asignatura curricular. Nuestro Estado ya era laico y la religión no podía ser una asignatura obligatoria.

Así se llegó a la mala solución de ofrecer dos posibilidades: religión para los creyentes y ética para el resto. Una solución absurda, que funcionó mal. Planteaba interrogantes que la descalificaban: ¿por qué los alumnos que cursaban religión no estaban obligados a saber ética? ¿había una ética para laicos y una moral católica distinta de la laica? ¿Es bueno que los no creyentes lo ignoren todo de nuestra cultura religiosa? Y la cuestión más importante: ¿un Estado laico no debe preocuparse de educar a todos los ciudadanos en los principios básicos de una ética universal, una ética de mínimos?

Dio respuesta a esta última pregunta la penúltima de nuestras leyes de educación que resolvió acertadamente la alternativa ética o religión, imponiendo como materia obligatoria la educación para la ciudadanía. Se entendía así que eran los valores cívicos los que una democracia debe enseñar y fomentar a sus ciudadanos, no las normas específicas de una doctrina religiosa, normas que, en todo caso, se encargará de transmitir la familia o una catequesis vinculada a la parroquia o a la escuela.

Aprender a ser ciudadano, sujeto de derechos y también de deberes, tenía que ser el objetivo general de la educación ética en una sociedad secularizada.

Como era de esperar, la nueva propuesta no fue bien aceptada por los partidos de la oposición que veían en ella un adoctrinamiento indebido de los aprendices de buenos ciudadanos. Algunos extremos de los contenidos propuestos, mayormente los relacionados con la identificación sexual de la persona, chocaban con la cerrilidad del catolicismo más retrógrado.

Una de las promesas del partido que gobierna fue volver a cambiar la ley y regresar a la desastrosa alternativa de religión para unos y ética para otros.

De nuevo, esos mínimos éticos que debería hacer suyos el buen ciudadano pasan a ser sólo una opción para los alumnos de padres no creyentes. Desaparece, además, la alusión a la educación para la ciudadanía y es sustituida por “valores sociales y cívicos” y “valores éticos”.

La batalla entre creyentes y no creyentes en materia de moral se vuelve virulenta cuando se tocan las cuestiones obsesivas para la moral católica: las relativas al sexo y a las decisiones sobre el origen y el fin de la vida.

Tenemos una nueva confrontación a propósito de algo similar a lo ocurrido con la educación moral: la propuesta de volver a una regulación del aborto superada por la mayoría de países europeos y, lo que es peor, más ambigua y, por lo tanto, más fácil de aplicar mal que la ley vigente.

Cuesta ponernos de acuerdo sobre cómo se resuelven en democracia las discrepancias de carácter ideológico-religioso. Cuando las normas morales de unos y otros no coinciden, lo que debe imperar es la libertad de cada uno para escoger lo que considere mejor. Libertad dentro de unos límites, esos mínimos que configuran la ética laica. Pero es la enseñanza de ese mínimo común moral lo que la nueva ley de educación no considera importante ni imprescindible que se convierta en una asignatura obligatoria para todos los alumnos.

Victòria Camps, catedrática emérita de Filosofía moral y política de la UAB (Universitat Autònoma de Barcelona).

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