Humanismo y Ciencia

«El hombre llega, por medio de la poesía, al límite donde el filósofo y el matemático vuelven la espalda en silencio». Así defendía Federico García Lorca su «profesión» y Ortega y Gasset –siguiendo la línea de Heidegger– afirmaba que «el hombre de ciencia, el matemático, es quien taja la integridad de nuestro mundo», porque, según él, «la verdad científica es exacta pero incompleta y penúltima» y «deja sin ver las cuestiones decisivas». ¿Qué pensarían y qué dirían, en estos tiempos, Lorca y Ortega? Es muy posible que mantuvieran sus posiciones sin alteración alguna.

La conexión entre humanismo y ciencia sigue siendo en nuestro tiempo un tema clave y también un tema difícil de abarcar que está vinculado, de un lado, al debate que abrió Charles Snow en 1959 con su discurso sobre la incomunicación entre las dos culturas, y de otro, a la cuestión de los límites de la capacidad del ser humano para entender, asumir y adaptarse a los cambios en general y en concreto a los científicos y tecnológicos.

Snow se inclinaba claramente por la superioridad de la cultura científica aunque afirmaba que la interdisciplinariedad era necesaria para afrontar los problemas de la humanidad. Se expresaba así: «Cuando los no científicos oyen hablar de científicos que no han leído una obra importante de la literatura, sueltan una risita entre burlona y compasiva. Los desestiman como especialistas ignorantes. Una o dos veces me he visto provocado y he preguntado a los nos científicos cuántos de ellos eran capaces de enunciar el segundo principio de la termodinámica. La respuesta fue también negativa y sin embargo es más o menos el equivalente científico de «¿ha leído usted alguna obra de Shakespeare?». Desde entonces hasta ahora el debate sigue vivo y caliente y en él han participado muchos pensadores de ambos bandos. En el mundo anglosajón se han producido avances positivos en el sentido de mejorar la intercomunicación. En Europa en su conjunto y muy intensamente en España, la situación es todavía sorprendentemente negativa. La elección entre ciencias y letras, entre técnica y humanidades, sigue siendo en el mundo educativo y muy intensamente en el mundo académico, una elección obligada que implica la exclusión de una de las dos culturas.

Algo habrá que hacer para salir de esta irracionalidad formativa. Hay que aceptar la posición de Erwin Schrödinger, premio Nobel de Física, cuando afirma que: «La finalidad de la ciencia y su valor son los mismos que los de cualquier otra rama del conocimiento humano. Ninguna de ellas por sí sola tiene finalidad y valor. Solo los tienen todas a la vez». Así es. Un estudiante de letras que desconozca el papel de la ciencia y un estudiante de ciencias que desconozca el papel de las humanidades, tienen muy poco que aportar al progreso porque son incapaces de entender los problemas desde distintas ópticas. Las grandes empresas tecnológicas han sido las primeras en darse cuenta de esta realidad y están incorporando la visión humanista –a través de filósofos, sociólogos, juristas, historiadores y otros– en sus procesos de innovación. Ese es el ejemplo a seguir.

Por lo que respecta a la capacidad del ser humano para adaptarse a los cambios científicos y tecnológicos, la primera tarea a llevar a cabo es la de prevenir a los ciudadanos contra una legión de «expertos» que gozan y se benefician anunciando, ya sea todo género de catástrofes para la condición humana, o por el contrario, todo género de mejoras de nuestras capacidades, incluyendo la potenciación del cerebro, el índice de felicidad e incluso la inmortalidad biológica. El temor a que la robótica elimine un porcentaje sustancial de empleos y los riesgos de que la inteligencia artificial supere y controle la humana, son dos de los temas favoritos de estos «expertos» que parecen olvidar la extraordinaria resiliencia y adaptabilidad del ser humano.

Desde la utilización del fuego hace 790.000 años, hasta hoy, hemos vivido todo tipo de revoluciones incluyendo el descubrimiento de la imprenta en el siglo XV, la revolución industrial del siglo XVIII y la primera revolución tecnológica de nuestro tiempo, que han modificado sustancialmente algunas ideas y aún más las costumbres y los comportamientos. Pero a pesar de todos los cambios, la esencia del ser humano, en lo que atañe a sentimientos básicos se mantiene invariable. El amor, el miedo, la felicidad, el egoísmo y sus contrarios no se diferencian en nada a los de cualquier otra época. Siguen conviviendo en nuestro cerebro las grandezas más sublimes con las perversiones más profundas. Después de tanta evolución sigue manteniéndose, por ejemplo, la pasión futbolística en todas sus formas, desde la bella referencia a «tener más moral que el Alcoyano», hasta la declaración de amor incondicional del «viva el Betis manque pierda».

Es cierto, muy cierto, que los cambios se están acumulando y acelerando como nunca antes en la historia, y que la denominación de estos tiempos como la era de la incertidumbre es enteramente correcta. Es también correcto que, al igual que en su día el derecho dio forma a la «persona jurídica», tengamos que aceptar la idea de convivir con «personas electrónicas» con independencia cognitiva y con capacidad para albergar sentimientos y así mismo, con «personas clonadas», una posibilidad que la reciente clonación de monos –después de las de ovejas, vacas, ranas y caballos– se acerca inexorable e inquietantemente. Son incluso correctos algunos planteamientos del posthumanismo o el transhumanismo que dan por segura la transformación total de la condición humana mediante la superación de los límites mentales y físicos que tenemos en la actualidad.

Soseguémonos. Sigue sin haber nada nuevo bajo el sol. Permanece y permanecerá siempre la ida de encontrar el «elixir de la eterna juventud». Pero, incluso si lo encontramos, seguiremos siendo humanos en el más bello sentido de este concepto y dominaremos los nuevos descubrimientos tecno-científicos tal y como lo hemos hecho hasta ahora con inteligencia y alguna que otra necedad. Si a cualquiera de nosotros se nos hubiera advertido en su día qué iba a pasar dentro de cincuenta años lo habríamos rechazado categóricamente como imposible y aquí estamos como si nada hubiera pasado. Sean los que sean los avances de la humanidad seguiremos, por siempre, enamorándonos, un proceso neuronal en donde cumple un papel decisivo la feniletilamina, que nos conduce a un maravilloso estado emocional.

Antonio Garrigues Walker, jurista.

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