Humildad frente a belicismo

Por Francisco Bustelo, profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense, de la que ha sido rector (EL PAÍS, 09/09/05):

Causan tanta desazón, tanto espanto, que buscamos para los atentados terroristas nombres, calificativos, explicaciones a algo que no entendemos. Lo inexplicable siempre ha asustado y antaño se le buscaban razones sobrenaturales. Muchas veces en la historia ha resonado el grito de Dios lo quiere para comprender el porqué de catástrofes, fuesen naturales o producidas por la barbarie o la ignorancia. De peste, fame et bello liberanos Domine era una jaculatoria común en los países cristianos, por pensarse que sólo la intervención divina podía evitar desastres consustanciales a la condición humana.

Hoy no tenemos ese fácil recurso para explicar lo que se nos antoja inexplicable y que haríamos bien en intentar entender para poder combatirlo. Fanatismo, integrismo religioso, pobreza, frustración, son motivos que no acaban de convencer, por no parecer suficiente explicación de comportamientos aberrantes. Por ello, convendría quizá que empezásemos por mirar al pasado para percatarnos de que el empleo del terror no es nuevo en la historia. Desde la deditio romana de no dejar piedra sobre piedra como amenaza terrible a las ciudades que no se sometían, pasando por el terror con el que la ortodoxia religiosa amenazaba a herejes y pecadores, hasta los bombardeos, para aterrorizarlas, de poblaciones civiles durante la Segunda Guerra Mundial, no faltan ejemplos antiguos y recientes.

Dicho esto, queda, sin embargo, pendiente la pregunta principal. ¿Por qué quieren aterrorizarnos ahora? ¿Qué hemos hecho para sufrir esa barbarie, nosotros que no hacemos nada sino vivir tranquilamente con nuestro bienestar, nuestra democracia, nuestro respetuoso laicismo? Pues bien, la respuesta, por extraño que nos parezca, es que hay millones de personas en todo el mundo que, a la vez que nos envidian, nos detestan. Basta entonces el integrismo religioso para impulsar, entre esos millones, a unos miles al sacrificio salvaje de morir matando. Muy fuerte tiene que ser el odio para aceptar que un Dios, el que sea, puede bendecir que se derrame tanta sangre inocente. Muy grande tiene que ser la animadversión para que, según las encuestas, haya muchas personas en todo el mundo que digan comprender los móviles de los asesinos.

¿Qué podemos hacer? Las medidas policiales, huelga decirlo, son imprescindibles, pero no bastan. Hay que ir a la raíz del problema y procurar poner fin a la hostilidad que suscita Occidente. ¿Cómo? En primer lugar, sin dar más motivos para la inquina. Subsanar errores como la guerra de Irak o acabar con las dificultades para que vea la luz un Estado palestino son condiciones necesarias pero no suficientes. En segundo término, hay que estudiar las razones del odio, pues sin conocerlas ¿cómo se van a eliminar?

Estados Unidos, que se gasta sumas ingentes en buscar información sobre casi todo, no dedica un solo dólar, que se sepa, a investigar por qué provoca tanto rechazo en buena parte de la humanidad, un rechazo que en mayor o menor medida se extiende a los demás países ricos, sobre todo cuando participan en el vano intento de acabar a cañonazos con las fuentes reales o imaginarias del terror. Es cierto que la hegemonía mundial siempre ha suscitado envidias y antipatías. Ya ocurrió con los españoles en el siglo XVI o con los británicos en el XIX. Quizá sea la contrapartida inevitable de la púrpura, pero hay que saber que ese sentimiento existe para intentar atenuarlo. No es ciertamente una labor sencilla, como lo demuestra el que un país admirable por muchos conceptos como Estados Unidos, no sepa hacerla. Prueba de ello es su respuesta al terrorismo, recurriendo a lo que tiene más a mano, es decir, a los marines, cuya intervención en este caso no sólo es inútil sino contraproducente.

En lugar de seguir ese malhadado ejemplo y de aprestarnos a afrontar una supuesta tercera guerra mundial, enardeciendo los ánimos con llamadas belicistas a la lucha ¿contra quién, contra medio mundo?, haríamos bien en reflexionar sobre lo endeble que es nuestro modo de vida y sus muchos puntos flacos. Ello nos impedirá instalarnos en la autocomplacencia y pontificar desde nuestra verdad, una verdad que no sólo es minoritaria en el plano mundial, sino que es recibida con rechazo por una mayoría.

Tengamos siempre presente en nuestras relaciones internacionales el peso del pasado. A nosotros se nos ha olvidado, pero hay centenares de millones de personas que saben que los avances de Occidente se lograron en parte gracias a la explotación de poblaciones enteras, cuyos descendientes, que suelen vivir en la pobreza, no tienen motivos para estarnos agradecidos.

La Alianza de Civilizaciones que preconiza nuestro presidente de Gobierno es sin duda una buena idea y lo sería más si antes de querer conjuntar cosas heterogéneas, de las que es difícil que surja algo sólido, se intentase cambiar los supuestos en que se basan esas civilizaciones. El mundo musulmán, por ejemplo, ha de laicizarse y desestatalizar la religión si quiere progresar. A esos países incumbe decidir cómo y cuándo han de hacerlo, pero mientras no lo hagan el integrismo campará a sus anchas. Recordarlo siempre que se pueda no es una injerencia, sino una simple constatación científica. Mirando a nuestro pasado reciente, los españoles, por cierto, podríamos hablar de las ventajas que ello reporta.

En cuanto al conjunto de Occidente, debería dejar de considerarse admirable y no repetir los ditirambos de que gusta Bush cuando habla de su país. Tendríamos que proceder con humildad y prestar más ayuda económica, no como caridad, sino como una devolución de lo que quitamos en lo pasado y seguimos quitando a los países pobres. Deberíamos olvidarnos de una vez por todas de los proteccionismos egoístas que tanto daño hacen a esos países. Podríamos también respaldar más a cooperantes y ONG, que son los únicos occidentales que no actúan desde la prepotencia.

No nos hagamos, empero, demasiadas ilusiones. Cambiar la mentalidad de los ricos, que acostumbran ser orgullosos y nada autocríticos, es una labor de larga duración. Con ello y con todo, aunque difusa y a veces algo desnortada, se extiende por el mundo, sobre todo entre los jóvenes, la idea de que hacen falta cambios. Con todos sus inconvenientes, Occidente tiene una gran cualidad, a saber, una democracia que permite enderezar rumbos. Ojalá en los próximos años los países ricos elijan gobernantes que se consideren responsables ante toda la humanidad y no defensores de intereses nacionales cicateros y perjudiciales a la larga para todos.

Los cambios de mentalidad pueden ir por sus pasos contados y no requieren giros copernicanos. Bastaría incluso empezar con pequeños gestos. Imagínese el lector lo que se avanzaría si el presidente norteamericano sustituyera el Dios bendiga a Estados Unidos con que acaba muchos discursos por Dios bendiga a la humanidad. Algunos ya se lo han sugerido. Hoy son pocos. Mañana pueden ser muchos.