Humildes dramas góticos

Ser viejo es la única enfermedad incurable, y como vivimos en una sociedad expendedora de todo tipo de esperanzas - tantas como pueda usted pagarse, incluso la resurrección de los muertos, previo congelado de su cadáver en un gran almacén de Estados Unidos, a la espera del Gran Día,en que le descongelarán, supongo- hablar de ancianos no está bien visto. Ala gente no le gusta que le hablen de la vejez, ni siquiera a los propios viejos. ¿Acaso somos diferentes?, le dirán. Y cabe afirmar con rotundidad que sí, que los viejos son diferentes, y han sido diferentes siempre. Gracias a eso se pueden evaluar los grados de civilización de las sociedades. Pero hete aquí que llegó el Gran Mercado y descubrió que nada había más rentable que la juventud. Lo importante es ser joven, o parecerlo. Eternamente joven; ese lema al que se aferra la gente con ansiedad de náufragos.

Me pregunto si esa manía contemporánea de tratar a los adolescentes como niños malcriados no ocultará el deseo de muchos padres por seguir siendo jóvenes, como sus hijos. Y para que les consideren como unos colegas apenas pasaditos de edad. Es cruel decirlo así, pero la tiranía de la infancia y la adolescencia, no es más que la tiranía del mercado. ¿O acaso tienen alguna otra explicación convincente el que niños menores de catorce años dispongan de teléfono móvil? Y lo más sorprendente es la alarma social de los sesudos psicólogos infantiles, una rama en crecimiento exponencial, porque los chavales graban sus hazañas infantiles en el móvil. ¿Qué iban a hacer, usarlo para fotografiar puestas de sol?

Ahora que gustan tanto las encuestas periodísticas de gran calado social, tipo "por qué duran tan poco los calcetines" o "por qué en el país del trigo se come pan-basura", propongo que se pregunte ¿por qué razón no se levantan de sus asientos los jóvenes cuando los viejos no tienen donde sentarse? He vivido escenas bochornosas; la última una anciana que le pide a la niña que le deje su sitio en el ferrocarril de cercanías y ella no sólo se niega sino que su propia madre lo confirma con esta frase que llena la boca de todos los estúpidos: "La niña tiene los mismos derechos que usted".

¿Desde cuándo un niño tiene los mismos derechos que un mayor?

Y si me apuran, ¿qué derechos puede tener un niño? Hemos montado tal galimatías entre los derechos y las obligaciones de los adultos respecto a los niños, que la gente habla por boca de ganso y transfiere responsabilidades con la misma alegría del que compra juguetes. El código ético de las relaciones entre los adultos y los niños se rige hoy por las normas del mercado, y desde ese momento cabe decir que no hay código.

Volveremos sobre ello porque aún no salgo de mi asombro. Unos padres en Asturias decidieron poner su impotencia en manos de las instituciones públicas. Tienen una hija de quince años que les roba y les agrede, y no saben qué hacer. Como no les hacía caso nadie, avisaron a la prensa. Respuesta del honorabilísimo señor fiscal del Tribunal de Menores: advierte a los padres que hacer público su caso pone en peligro el derecho al honor de la niña, y les amenaza con responsabilidades penales. En Alicante, un vasco ha sido condenado a 3 meses y 21 días de prisión, más orden de alejamiento durante 15 meses, por haberle dado un zapatillazo a su hija tras una respuesta irrespetuosa y grosera. A mí me inquieta que sean los sectores más reaccionarios de la ciudadanía los que se hayan hecho eco de las reivindicaciones juveniles. Es el Gran Mercado el que creó la entente cordial basada en los intereses. Si tú compras, yo defenderé siempre tus derechos. Esa es la principal diferencia con los viejos. Nunca han vivido mejor que ahora y nunca han sido tan despreciados.

¿Cómo fue la historia de Manuel Román de la Blanca y su mujer María del Carmen? Muy sencilla. Terrible, es cierto, pero muy sencilla. Primero la edad. La esposa 82 y él un par de años más. Luego su estado; ella impedida, en silla de ruedas, aunque no importaba demasiado porque él lo asumía y podía ocuparse de todo. Manuel iba a la compra, limpiaba, cocinaba y se ocupaba principalmente de lo referente a ella, que no podía valerse por sí misma. Pese a sus 84 años no estaba dispuesto a mendigar ayudas. Ni siquiera de sus dos hijos de un anterior matrimonio y con los que no se llevaba bien después de casarse en segundas nupcias con María del Carmen. Eran unos viejos que vivían solos en la avenida de Sant Ildefons de Cornellà (Barcelona), él cordobés y ella asturiana de Avilés. Y sucedió que una mañana, con toda probabilidad cuando trajinaba por la casa, a Manuel le vino un infarto y se quedó tal como era y tirado en el suelo. Ahí terminó el drama y empezó la tragedia, una tragedia nada griega sino muy común y sencilla, como digo, pero no menos tremebunda. Un anciano echado y muerto, y enfrente su mujer, impedida, imagino que mirándole, ¿qué otra cosa podía hacer?

Nadie ha osado decirnos cuantos días debió de durar esta muerte espantosa, viendo a su marido y sin poder hacer nada que no fuera llorar - ¿habrá gritado? ¿no la oyó nadie?-. O quizá ni eso, sencillamente asumió la muerte lenta por inanición con esa digna desesperación de los viejos cuando han perdido toda esperanza y se limitan a concentrar su mirada en un punto, cualquier punto de la pared, como si estuvieran horadando el agujero por donde les irá la vida. ¿Una semana? ¿Dos? ¿Acaso tres? Ningún experto ha precisado cuánto soporta un viejo inane, postrado, sin comida, bebida, ni aseo. Ni siquiera espantosamente sola, que ya sería una tortura insoportable, sino a la vista y contemplación de su marido muerto. ¿Se piensa algo de la familia, de la humanidad, de las convicciones presuntamente eternas, cuando está así uno, en trance de morir con lucidez? ¿Esperará algún milagro? ¿Que llegue un hijastro o que alguien trate de robar? Sería una visita feliz la aparición de un benéfico ladrón. Al menos, sería humano. Todo lo demás no.

Fue un golpe de olor, una fetidez mortal, nunca mejor dicho, lo que obligó a una vecina a vomitar cuando intentaba tender la ropa en el patio. Olía a muerto y eran dos. Sólo sabemos, por esa cínica discreción informativa que ahora se enseñorea de los gabinetes institucionales, que habían fallecido hacía más de un mes. Sería un sarcasmo decir que tuvieron suerte, pero al menos sus restos no hubieron de esperar seis años como María Luisa Zamora. En el caso de María Luisa Zamora no se trataba de una anciana; de haber vivido hasta hoy cumpliría los sesenta años, pero hay gente que decide un mal día que ya fue suficiente, que con lo visto hasta allí ya se ha hecho una idea completa de la vida y que no quiere seguir. No hace falta llegar a los noventa para eso, e incluso digo más, quien alcanza los cien años aspira a no perderse la última parte de su prolongada existencia. Y está en su derecho. Ya que aguantó hasta entonces para qué arrugarse en el tramo final.

A punto de cumplir 55 años, María Luisa Zamora imagino que decidió terminar, para lo cual redactó una carta que dejó a su lado, se sentó y murió en su piso de la urbanización Mas Matas, en Roses. Allí permaneció durante seis años hasta que el señor Jordi Giró consiguió en subasta la vivienda y al disponer de ella se encontró con el cadáver momificado de María Luisa Zamora, sentado y junto a la misma carta que escribiera hace seis años. Hasta aquí la escueta información de que disponemos, cuya única aportación insólita es la explicación de la momificación. Se debió, aseguran, a la humedad de la bahía de Roses. Si la cosa no fuera muy seria daría para desternillarse. O sea, que usted deja las ventanas abiertas en Roses y no necesita enterrar a sus muertos. Se momifican solos. El dúo Berlanga-Azcona propondría que se convirtiera en anuncio turístico de la hermosa bahía de la Costa Brava. Como las informaciones hoy día se hacen con los pies, quizá porque se piensa con los pies, los informadores han apelado a los expertos para aclarar sus dudas. Pero ninguna de las que a usted y a mí nos hubieran interesado. Nada sobre los hijos, la familia y el abandono de esta mujer que se retiró de la vida a los 54 años; ni siquiera a qué se había dedicado y en qué ocupaba su tiempo. Nada sobre la entidad bancaria que debió de seguir cobrando la hipoteca cuando ella ya estaba muerta. No sólo no se cita qué proba entidad bancaria osó el embargo, no vaya a ser que se cabreen y luego no manden los regalos de Navidad, sino que ni siquiera se pregunta qué demonios le pasaba a una mujer para romper con los compromisos de su vivienda. En seis años nadie se personó en el piso, nadie lo vio por dentro, ni siquiera para comprarlo. ¿Desde cuándo se compran a ciegas los pisos usados?

Ningún periodista se acercó por la entidad bancaria para preguntarle al señor director cómo explica la singular anomalía de un piso subastado y comprado sin necesidad de mirarlo por curiosidad, con la particularidad de que la dueña - María Luisa Zamora hasta que dejó de pagar- tenía familia en Madrid. ¿Le habían cortado la luz, el agua, el gas, el teléfono? Nadie en seis años tuvo interés en saber qué había dentro, ni saber qué pasaba con la dueña. Pues bien, ¿a que no sabe usted cuál es el interés de los informadores sobre el estremecedor asunto de una mujer abandonada durante seis años en una vivienda, hasta momificarse ella, que no el piso? Pues muy sencillo, llamaron a los bufetes de abogados más prestigiosos de Barcelona para preguntarles si la adjudicación en propiedad del piso al nuevo inquilino, don Jordi Giró, era ajustada a derecho, o si los herederos de la finada tenían posibilidades para reclamar. Es decir, la noticia no es la muerta sino la propiedad del inmueble. ¿Se dan cuenta de por qué el problema de los viejos se reduce a que nunca vivieron mejor y nunca fueron tan despreciados?

Gregorio Morán