El analista político Michael Brenner escribía hace poco que la guerra de Ucrania era resultado de la humillación que las potencias occidentales habían infligido a Rusia durante los últimos treinta años. No es la primera vez que un sentimiento se utiliza para dar cuenta de los orígenes de un conflicto. Por el contrario, algunos de los enfrentamientos armados de nuestro tiempo han sido contemplados como la respuesta violenta a un atropello moral. Mientras los viejos marxistas hablaban de las condiciones objetivas, los nuevos pedagogos dan vueltas a las circunstancias subjetivas a la hora de interpretar el lodazal de la violencia. Los visitantes de los museos de Alsacia recordarán las imágenes de esas mujeres francesas acompañadas de la enigmática frase «J’éspere».
Aquellos rostros angelicales esperaban no sólo la expulsión de las tropas del Kaiser después de 1870, sino una venganza que, hasta cierto punto, se pensó cumplida en las condiciones impuestas a Alemania en el Tratado de Versalles. El deseo de Hitler de que el general Petain debiera rendirse justamente en el mismo vagón en el que se había firmado el armisticio de 1918 tenía una clara intención retributiva. La firma en aquel vagón fue el gesto material que ponía fin a «la humillación alemana después de la Gran Guerra».
Al contrario que el golpe físico, la humillación es un castigo psicológico que golpea la idea más o menos acertada que cada cual tiene de sí mismo. Para el protagonista del ‘Absalom’ de William Faulkner, ese mismo sentimiento brotó el mismo día en que se le obligó a utilizar la puerta de servicio. Para Julian Sorel, en la famosa novela de Stendhal, no había vergüenza mayor que sentarlo a comer en la mesa de los criados. Como el desprecio, la humillación se siente como una forma de arrastramiento, como una degradación del orgullo y un abatimiento de la dignidad. Aristóteles la describió como una forma de menosprecio, similar al ultraje o a la deshonra. De manera tal vez apresurada, la ligó a la intención del agresor antes que al sentimiento del humillado. Inmerso en una discusión mayor sobre las causas de la ira, el sabio griego entendía que tan triste sentimiento se desencadenaba al impedir los propósitos de otro, sin ánimo de beneficio para uno mismo. «Me deshonró como a un refugiado sin derechos», clamaba Aquiles en la Ilíada, «pues tiene mi recompensa, tras habérmela quitado». La famosa cólera del héroe griego no dependía entonces de que Agamenón le hubiera arrebatado a Criseida, sino de que lo hubiera hecho con la sola intención de deshonrarlo, tratándolo como «a un refugiado sin derechos».
A lo largo de la historia, la humillación ha funcionado, en efecto, como instrumento punitivo o como forma de estigmatización. Mezclado con el odio, no han sido pocas las acciones ideadas con la sola intención de arrebatar la dignidad a los vencidos: desde el emplumamiento hasta la violación, o desde el manteamiento hasta el escarnio. El despedazamiento moral del enemigo forma parte de las grandes vergüenzas de la humanidad: ya sean los capirotes de la Inquisición, las fotos que tomaron los carceleros de Abu Ghraib durante la guerra de Irak o los linchamientos físicos o mediáticos. En todos los casos, como aquellos relacionados con la práctica milenaria de la tortura, se trata de romper el alma, de producir una herida profunda en la dignidad humana, normalmente a través de la transgresión de la carne y la ruptura del corazón. En la humillación se mezclan todos los líquidos y sólidos del cuerpo, todas las formas de degradación y todas las maneras conocidas del asco. El gusto popular por las historias de venganza disfruta de estas formas primitivas de resarcimiento en donde las manchas del deshonor solo pueden lavarse con sangre.
Lo cierto, sin embargo, es que el sentimiento también puede brotar de manera espontánea, sin que nadie pida que la cabeza de ningún vencido se incline hacia ningún barro. En el contexto de la progresiva sentimentalización de la vida pública, vemos crecer de manera preocupante no sólo el número de los humillados, sino también el chantaje de sus lamentos. Como en la famosa novela de Joseph Conrad, sucede con frecuencia que el sentimiento puede desencadenarse incluso ante la ausencia de ofensa alguna o, aun peor, puede ocurrir que el maltrato consista precisamente en que nadie, salvo el ofendido, reconoce la existencia del agravio. Quizá los locos que se creen Napoleón se sienta deshonrados por quien cuestione sus delirios, pero eso solo atañe a la desproporción entre sus realidades y sus expectativas, a la forma pueril e insensata en la que muchos pretenden que el mundo se adecúe a sus deseos o que la realidad no interfiera con sus sueños.
Envueltos en una progresiva infantilización de la vida pública, nos vemos cada vez más rodeados por un ejército inagotable de personas que se sienten humilladas por cualquier adversidad y ofendidas ante cualquier contratiempo. Engullimos sin dudarlo la mentira que nos halaga y solo bebemos a sorbos la verdad que nos amarga, escribía Diderot. Esto no se debe, en absoluto, a las intenciones de un tercero, sino a la desproporción manifiesta entre lo que somos y lo que pretendemos ser. La supuesta degradación de muchos seres enloquecidos no es más que el efecto inevitable de su descabalgamiento, de la forma en la que sus delirios golpean contra el muro de las frases meramente verdaderas. Da igual que se trate de un jefe de Estado o del último de los becarios. Nuestra responsabilidad pasa por desterrar las políticas del asco y las prácticas del odio. El ejercicio de la justicia, en cualquiera de sus formas, nunca debería llevarse a cabo mediante la burla o el escarnio. Por el mismo motivo, tampoco cabe hacer justicia allí donde la ofensa objetiva se sustituye por un mero sentimiento cuya única manifestación objetiva es que exige reparación con sangre.
La circunstancia de que Joe Biden se haya referido a Vladímir Putin como a un paria ahonda en la herida. Para alguien como el presidente de la Federación Rusa, que llegó de visita a España en los ochenta con los zapatos rotos, representante de un imperio fracasado, que no ha aceptado las lecciones de la historia, cualquier contestación supone un desdoro y cualquier adversidad se vive como una afrenta. La verdad le ofende. Quizá en el fondo de su corazón se sienta humillado. Quizá ofendido. Quizá leyó la triste historia que su compatriota Dostoievski escribió sobre el egoísmo del sufrimiento, sobre ese deleite de quien se queja sin necesidad y se siente humillado sin serlo.
Javier Moscoso es historiador y filósofo del CSIC.