Humo en las narices

Mientras los socialistas se derrumban y el PP calla, echa cuentas y espera (el PSOE no caerá como una plaza fuerte: lo hará como la fruta al madurar y desprenderse del árbol), vivaquean por ahí, hacen visajes y ocupan calles y plazas los indignados. ¿Quiénes, qué demonios son los indignados? ¿Por qué han conseguido instalarse en el centro de la opinión? Un cartesiano de carril estimaría que las dos cuestiones están relacionadas, y que la mejor manera de comprender el éxito de los indignados es hacerse primero cargo de lo que piensan o concretamente sienten. El caso, sin embargo, es que nuestro cartesiano estaría perdiendo el tiempo. Los indignados han despertado una innegable ola de simpatía, no por las ideas que tienen, sino por una razón infinitamente más simple: la mera indignación. Las ganas de indignarse flotaban en la atmósfera y muchos españoles han agradecido la oportunidad de darle una alegría al cuerpo por tercero interpuesto; de lanzar transitivamente al aire el improperio que les retozaba en la garganta y que han visto materializarse en la Puerta del Sol y sus réplicas periféricas. Y nada más. Permanece la primera pregunta, la de qué queda de los indignados una vez que se ha quitado la indignación. A abordar este asunto, y algunos aledaños, van dirigidas las siguientes líneas.

Los indignados más activos son jóvenes, y los jóvenes acostumbran a navegar por la red. En consecuencia, no son pocas las direcciones electrónicas (SpanishRevolution, ¡Democracia Real Ya!, etc…) que alojan testimonios útiles sobre el movimiento. Reproduzco dos de las propuestas estrella de un opinante de SpanishRevolution. Uno: «Un sistema de plebiscito permanente de los ciudadanos sobre todo lo que sale del Congreso, Senado, Autonomías, Ayuntamientos… mediante el uso de las tecnologías informáticas». Dos: «Un sistema de revocatoria de cargo político por plebiscito que del mismo modo bien organizado mediante un sistema informático de voto permita el control permanente de los ciudadanos sobre los cargos y autoridades políticas». Sospecho que el internauta considera que la impedimenta informática no solo proporciona nuevos medios sino, por así decirlo, nuevos conceptos. El familiarizado, no obstante, con la historia humana anterior a 1990 (año en que se creó la primera web) experimenta de inmediato, al leer todo esto, una sensación de déjà vu. Tanto la idea del plebiscito permanente como la de retirar la confianza sobre la marcha al cargo que no responda a las expectativas de sus electores gozaron de mucho predicamento entre los revolucionarios franceses, contribuyendo no poco a impedir que estos se dotasen de un parlamentarismo viable. La revocación del cargo nos catapulta incluso más allá de la Revolución, hasta el Antiguo Régimen. El mandato imperativo sirvió de hecho por aquellas calendas para proteger a las comunidades de las exigencias que el monarca absoluto trataba de imponer a los diputados de los Estados Generales. La fórmula sería recuperada por Rousseau, un hombre sistemáticamente tentado por los atavismos políticos. Rousseau no se avino nunca a aceptar que el poder democrático fuese susceptible de delegación, y en su proyecto de una constitución para Polonia invocó el mandato imperativo como un mal menor o un second best en vista de que las naciones grandes no pueden personarse en el ágora y hacer manifiesta la voluntad general. Marat, admirador del ginebrino (en esto empataba con Robespierre), radicalizó el recado de su maestro y llegó a invitar a los sans-culottes a que se acercaran a la Convención y lapidasen a los diputados que desoían la voz del pueblo. Si en vez de Rousseau se hubiese impuesto Sieyès, los franceses habrían encontrado acaso un modo de fiar la negociación de los asuntos públicos al know-howde una clase, sí, profesional, aunque sujeta regularmente a la sanción del voto. Pero prevaleció el ensueño de la democracia directa, cuyo desenlace fue la política desarrollada en nombre de un pueblo infalible y, finalmente, el desencadenamiento del Terror.

He acudido a la autoridad del internauta anónimo porque sus opiniones son características del ethos (y los enunciados concretos) del 15-M. La idea es puentear a unos partidos felones; reducir la política a un agregado de reivindicaciones sueltas y contradictorias, y forzar las causas justas presionando desde la calle. Esto es populismo anarcoide, o como queramos llamarlo, y lo normal es que no acabe bien. Ignacio Wert, en un artículo reciente («Descifrando la indignación», El País, 30-6), señalaba los dos hontanares de que mana la retórica del movimiento: el panfleto de Hessel en lo ideológico y el grupo ATTAC en lo económico. En los dos casos, nos vemos remitidos a la extrema izquierda. Pero esto es lo de menos. Lo de más es que Hessel es un hombre casi inauditamente necio, y el grupo ATTAC, no mucho mejor. En el entretanto, el mundo oficial se alborota, y tal cual se retrata. Las palabras de comprensión procedentes de algunos ministros reflejan u oportunismo o mala conciencia; los patéticos gestos de apoyo de IU revelan hasta qué punto el comunismo residual se suma, con automatismo pavloviano, a todo cuanto pone en cuestión a la democracia liberal; y las adhesiones de muchos botarates a quienes nadie había dado vela en este entierro son la confirmación de que el retruécano seduce invenciblemente al simple y al vanidoso.

Pero, como he dicho, los vagamente simpatizantes están en otra cosa. Están en que se les ha subido el humo a las narices y no tienen inconveniente en que unos partidos que lo están haciendo mal (y sí, es verdad: lo están haciendo mal) traguen un poco de acíbar. Cabe interrogarse sobre el impacto del 15-M en el curso general de la política española. Se me ocurren tres hipótesis. La más simple prevé que se produzca otro episodio como el de Barcelona y lo que es ahora un fenómeno político/moral degenere en un problema de orden público. Sería el fin del movimiento, el cual acabaría muriendo como muere toda jacquerie: en manos de la Policía. Una segunda posibilidad es que el 15-M se invetere en una suerte de hervor, de ruido de fondo. Algunos piensan que esto sería estimulante para la democracia. Yo no lo creo. El zumbido insistente serviría solo para deslegitimar unas instituciones que hay que reformar, pero no suprimir, y acentuaría la fragilidad de un sistema ya muy tocado. El tercer escenario… es el más preocupante. Me explico.

Imaginen que el PSOE sufre un naufragio calamitoso en las generales y que a las decenas de miles de ex cargos que no saben dónde reposar el cuerpo tras el descalabro de las municipales y las autonómicas se suman otras decenas de miles más. Tendríamos a una multitud de políticos profesionales desesperados, y a un partido destruido o con riesgo de estarlo y sin expectativas de tocar poder antes de cuatro años como pronto. La tentación de simplificar la política haciendo una oposición violenta a un PP que no sabemos cómo se desenvolverá, pero que podría no estar a la altura del reto, resultaría enorme. En el peor de los supuestos, los políticos cesantes echarían una ojeada realmente golosa sobre el 15-M, por varios motivos. Porque el movimiento, con la economía todavía postrada, seguiría siendo popular; porque la praxis política ha depositado ceniza en las almas de muchos socialistas, pero no ha apagado aún las brasas de la revolución pendiente; y finalmente porque, a la hora de patalear, el movimiento dispensaría una plataforma perfecta desde la cual ejercer el pataleo. El protoplasmático 15-M, manejado por gente más curtida, adquiriría expertise, músculo y precisión. En el peor de los casos, dominaría sobre el PSOE o, lo que es lo mismo, llevaría la iniciativa. Sería la liquidación del sistema. Nunca ha sido tan necesario, desde que murió Franco, que la izquierda conserve la cabeza fría.

Álvaro Delgado-Gal, escritor.

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