Hurgar en la herida

Es una prestidigitación muy extendida: al despedirme de mis abuelos, ellos señalaban uno de sus bolsillos, que parecía vacío. Entonces yo extraía un billete de valor incierto -las cataratas dieron lugar a tacañerías y generosidades insólitas- y recibía una indicación inequívoca: «Para vino». Atrás quedaba la humillación de la pandereta, imprescindible para el aguinaldo, y tantos pellizcos que también terminaban en propina.

Ahora que supero por poco los 30 años -una edad que Ortega llamó de «iniciación» en su Teoría de las generaciones-, cuando me reúno con mis coetáneos -contemporáneos de edades similares y enfrentados a una misma realidad, de nuevo según el filósofo- y aparecen esos vinos, la conversación termina por deslizarse hacia un único tema: ni hijos ni libros pendientes; se habla de mudanzas, balcones e hipotecas imposibles. O, lo que es lo mismo: a partir de cierta edad, las horas de embriaguez -incluso si recuerdas las instrucciones de Baudelaire- se malgastan aventurando subidas de tipos y lamentando la suerte del arrendatario.

Existe toda una literatura que alerta sobre la ralentización, cuando no interrupción, de los procesos de «reproducción social». En El rencor de clase media alta y el fin de una era y en El fantasma de un orden, Esteban Hernández y Alejandro Sánchez, respectivamente, recapitulan y analizan las causas y consecuencias de este accidente que consiste en que los hijos, al independizarse, no alcancen el nivel de vida de sus padres. Un fenómeno que Ana Iris Simón supo sintetizar con éxito: «Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad». La discusión podría llegar a abarcarlo todo: desde qué modelos de vida son deseables -sobre gustos y virtudes hay mucho escrito- hasta ciertas anécdotas que parecen cargarse de significado y conducen a nuevas preguntas. Por ejemplo: Ford dejará de fabricar el Fiesta. ¿Será el fin del Seat Ibiza? ¿Cómo irán los chavales a las discotecas? ¿Pero quedan discotecas o son ya cosa de Ruta y otras ficciones ambientadas en los 90?

Más allá de intuiciones y nostalgias, algo muy grave está sucediendo. Y, para valorar su magnitud, conviene acudir a datos como los que recopila el Banco de España en su Encuesta financiera de las familias. Este análisis presenta muchas casillas pero, por su peso, destacan las referidas a propiedades inmobiliarias, que suponen el 70% de la riqueza de las familias españolas. Por años y edades: en 2017, el 41% de los menores de 35 años era propietario de su vivienda; en 2020, ese porcentaje fue del 36%. Por otro lado, más de la mitad de las familias encabezadas por un mayor de 55 años posee activos inmobiliarios además de su vivienda habitual (de su propiedad en más del 80% de los casos). En definitiva: cada vez es menos frecuente que un menor de 35 años acceda a la propiedad, mientras la riqueza envejece, las segundas residencias no son ningún lujo para los nacidos antes de 1970 y el de los mayores de 74 años es, por primera vez en la historia, el grupo de edad con más patrimonio.

Con un 17% de la población haciendo el papel de inquilino y un 15%, el de casero, España es un país de pequeños rentistas. «El rentista popular -explica Emmanuel Rodríguez en El efecto clase media- exige un continuo drenaje de ingresos de los segmentos sociales en situación de mayor precariedad. El alquiler solo resulta mayoritario entre jóvenes y migrantes». «La población propietaria (esto es, la mayoría) -continúa el sociólogo- encontró en la explosión financiero-inmobiliaria un modo de ingresos no dependiente de unos salarios menguantes e inseguros. El contraste con una sociedad todavía definida alrededor del trabajo resulta chocante».

Un efecto colateral: a medida que la vida se estrecha para el trabajador joven, se devalúa lo que la mayoría entiende por esfuerzo: madrugar y cumplir. Con todo, todavía muchos padres asisten con incredulidad o condescendencia a la situación de sus hijos, aliviándola en la medida de sus posibilidades o confundiendo el desajuste estructural con una desventura pasajera.

Tras innumerables decepciones del «decenio populista» iniciado el 15-M perdura la machacona expiación del pueblo por medio de sus políticos. Una hipocresía que ya fue detectada por Ortega en 1921 («¿Cómo se explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se obstine en no sustituir a esos perversos elegidos?») y que reaparece con cada crisis. Cuando estalló la burbuja inmobiliaria del Levante español, muchos se llevaron las manos a la cabeza. Sin embargo, los edificios se habían levantado a la vista de todos y, como recuerda Rodrigo Terrasa en La ciudad de la euforia, durante años en Valencia se celebraron tantas fiestas multitudinarias que se agotaron los chaqués.

La situación de los jóvenes también está suficientemente documentada y expuesta. Según el informe La generación de la doble crisis, de ESADE, en poco tiempo se han reducido las oportunidades laborales, la tasa de emancipación, la fertilidad o la capacidad de acumular riqueza. No es algo nuevo y habría causado parte de la erosión institucional que padecemos. Pero si no tiene sentido buscar responsables (habrá quien señale a su casero y quien se remonte a la ruptura de los Acuerdos de Bretton Woods), parece necesario que el debate no se detenga ante ningún tabú.

Según la OCDE, en España, el 20% más rico de la población recibe del Estado tres veces más recursos que el 20% más pobre. Buena parte de esa diferencia se puede explicar porque dentro de ese quintil más rico se encuentran quienes cobran una mayor pensión. En tiempos de feministas orgullosas de quedar como unas aguafiestas, se echa en falta una valentía equivalente para señalar que, en nuestro país, la desigualdad no es, en muchas ocasiones, una cuestión de clase, sino generacional. O que los mecanismos de redistribución institucionales fallan cuando dirigen la renta desde los que menos tienen hacia los que más.

Replantear el pacto entre generaciones es una labor poco rentable electoralmente (los votantes mayores de 55 años son más fieles y, aproximadamente, dos veces más numerosos que los menores de 35) e ingrata: ningún nieto quiere diseccionar sus aguinaldos, interfieren demasiadas cuestiones sentimentales. Pero, si no por justicia, tendrá que hacerse porque la precariedad que padecen los jóvenes amenaza con llevarse muchas otras cosas por delante. La Ford está preocupada porque el Fiesta no se vende. Qué va a ser de los fabricantes de cochecitos de bebé con la tasa de natalidad más baja de los últimos cien años.

Enrique Rey es periodista y crítico cultural.

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