'I love DF'

En el año 1996 me inscribí en un posgrado de Literatura Mexicana en la universidad más grande de América: la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México). Y durante cuatro años estudié en una universidad en la que se habían graduado tres premios Nobel y donde trabajaban 11 maestros vinculados con este galardón. Entre las filas de profesores y egresados había también ocho premios Cervantes, infinidad de premios nacionales y los científicos, artistas, escritores, humanistas, filósofos y políticos que han construido el México contemporáneo. Teníamos orquesta filarmónica, equipo de fútbol, televisión, radio, institutos de investigación, teatros, salas de cine y el acervo bibliotecario más importante del país. Y pagué, por todo, el equivalente de dos euros por semestre.

Credencial aparte.

En 1999 la asamblea estudiantil universitaria decretó una huelga que duró casi dos años y mantuvo a miles de estudiantes sin clases. Pero ni siquiera así la UNAM cerró sus puertas. Se cancelaron las clases oficiales pero el oasis que es la Universidad Nacional dentro de la Ciudad de México permaneció intacto.

En estos días no. En estos días la ciudad de México ha sido casi un fantasma. Han cerrado las taquerías, los restaurantes, las cantinas y los antros. No ha habido papelerías, mecánicos, plomeros o expendios de tortillas. Han desaparecido las mujeres que hacían quesadillas en las esquinas, los vendedores de tamales y pan dulce en bicicleta, los puestos de jugo de toldo naranja, los músicos que se detenían bajo las ventanas a esperar que alguien les tire una moneda y los vendedores ambulantes de cordones, utensilios de limpieza y flores. No ha habido cines, teatros, museos ni bibliotecas. No ha habido reuniones, bailes, festivales ni encuentros. Tampoco ha habido iglesias. Y además han cerrado las escuelas primarias, secundarias y universitarias, como la UNAM.

Y ese es, para muchos de nosotros, el faro. Si la UNAM ha cerrado sus puertas, en verdad, algo debe haber pasado.

Encerrados en sus casas durante días, los habitantes de la Ciudad de México han escuchado teorías sobre las conspiraciones políticas, la subida en la bolsa de los laboratorios que tienen por accionistas a personajes maquiavélicos como Donald Rumsfeld o el plan de bloquear a todo el mundo en sus casas para llevar a cabo algún acto terrorista. Pero no nos han convencido.

Porque si bien sabemos que algunos estamentos de gobierno han actuado de manera irresponsable y sabemos también que el sistema sanitario de México es insuficiente y la reacción tal vez desmesurada, nadie duda de las instituciones como la UNAM o el gobierno de la ciudad. No estamos ante organismos irresponsables y escandalosos que actúan a ciegas. Sino frente a la reacción con voluntad de cautela de las autoridades de una megalópolis que ha cumplido con un protocolo internacional --más allá de acuerdos económicos, de desencuentros con países que habían sido amigos nuestros y mucho, mucho más allá del escándalo internacional que parece seguir girando, últimamente, alrededor de México--.

Aunque pasará. Porque la Ciudad de México ha soportado con estoicismo e incluso buen humor momentos igualmente difíciles, como el terremoto de 1985 en el que murieron cientos de personas. En aquel entonces ya nos maravillamos con nosotros mismos: las adolescentes de los barrios altos bajaban a repartir bocadillos entre los supervivientes y se dice que los niños de la calle se pusieron a dirigir el tráfico. Hubo quien se robó los perros pastores que habían mandado de Alemania y sin duda más de uno sacó tajada del desastre. Pero la Ciudad de México resurgió orgullosa gracias a su comportamiento cívico y calmado y a su capacidad de resistencia y organización civil.

Lo vimos entonces y deberíamos recordarlo ahora. Porque parece que el mundo lo ha olvidado.

Así quiso hacerlo, recientemente, Marcelo Ebrard, alcalde de una ciudad, dijo, "generosa, que ha otorgado asilo, ha apoyado a todo mundo con graves problemas sanitarios". Y recalcó: "No tiene sentido esta reacción xenofóbica. Los virus no tienen nacionalidad, solo estructura genómica".

De modo que si ahora que las cosas comienzan a calmarse cambiamos el prisma con el que estamos observando la Ciudad de México, podremos darnos cuenta de que el esfuerzo y la solidaridad que han demostrado los chilangos, que es como se les llama a los habitantes de la capital mexicana, ha puesto de manifiesto, una vez más, su paciencia, su generosidad y su capacidad para superar los golpes y fortalecerse. Sin duda.

Y en estas últimas semanas esto me ha llevado a recordar, de nuevo, la huelga de la UNAM. Porque aquel fue otro momento detenido. Y en aquellos días de hace 10 años, con tanto tiempo libre, caminaba a menudo por la ciudad.

Fue en una de esas excursiones cuando descubrí una nueva tienda cerca de mi casa. Vendían libretas con las figuras de la lotería mexicana, almohadones con vírgenes bordadas en lentejuelas, disfraces infantiles del Chapulín Colorado y unas discretas pulseras de color negro con unas letras estampadas en rojo: I love DF.

Y me compré una. Y en estos días en que no podría comprarla porque las tiendas han estado cerradas, la ciudad se ha quedado vacía, el ánimo ha decaído y la gente ha permanecido encerrada en sus casas, he vuelto a ponérmela. Porque de verdad pienso que todos deberíamos mostrar nuestro agradecimiento a los chilangos, que han sido orillados a seguir un protocolo internacional para controlar esta epidemia y evitar que se convirtiera en un desastre mundial sin precedentes.

Desde aquí: muchas gracias.