Ibarretxe, solo contra el mundo

En la primavera de 1939, la localidad de Meudon, próxima a París, fue el escenario de varias reuniones en las que un selecto grupo de dirigentes del PNV trató de reorientar la brújula del partido en la crítica coyuntura inmediatamente posterior al final de la Guerra Civil española. Frente a la actitud más institucional y abierta a colaborar con los organismos democráticos españoles que el lehendakari José Antonio Aguirre mantuvo en otros momentos de su dilatada vida política, en esa ocasión el presidente del primer Gobierno vasco se convirtió en el principal impulsor de una estrategia rupturista, que buscaba dar por finiquitado el Estatuto de autonomía de 1936 y obligar a los partidos del Frente Popular, aliados del PNV en el Gobierno autónomo, a proclamar "su filiación nacional vasca".

Como consecuencia del inmediato inicio de la Segunda Guerra Mundial, esta iniciativa no tuvo consecuencias prácticas, quedando sólo para el futuro como un ejemplo más de esos movimientos pendulares, entre la radicalidad y el pragmatismo, tan habituales en la historia del PNV. De hecho, el propio Aguirre volvió pronto a su punto de vista habitual, tratando de estrechar lazos con el exilio republicano español y mostrando de esta forma una gran capacidad de autocrítica y de aprender de sus propios errores.

Así, lo excepcional de la coyuntura de 1939 fue que el habitualmente pragmático Aguirre -junto con el otro gran líder del PNV en el exilio, Manuel Irujo, el más republicano de todos los dirigentes nacionalistas- fuera el ideólogo de ese órdago rupturista, que a punto estuvo de hacer saltar por los aires la unidad de la oposición antifranquista vasca. Finalmente, esa unidad, basada en la alianza en el Gobierno autónomo de los dos grandes partidos históricos vascos (el PNV y el PSOE), fue guardada como oro en paño hasta la transición, pese a la tentación que para los nacionalistas supuso, desde los años sesenta, la llamada de ETA a sustituir el pacto con los socialistas por un frente exclusivamente abertzale.

Casi 70 años después, aunque en unas circunstancias históricas completamente diferentes, de nuevo un lehendakari plantea una propuesta de superación de las instituciones autonómicas vigentes. A pesar de su distancia, ambos episodios reflejan no sólo la compleja historia del PNV -a la búsqueda de un constante equilibrio entre radicalidad y pragmatismo, a veces inestable, pero que en la práctica le ha permitido ser el eje de la política vasca durante muchas décadas-, sino también los problemas provocados por la incompatibilidad que la normativa interna de este partido establece entre cargos internos e institucionales. Habitualmente, el pragmatismo ha sido más acusado en los cargos públicos del PNV que en los dirigentes internos, por lo que no deja de ser excepcional que Ibarretxe, como Aguirre en 1939, quiera dar carpetazo a casi 30 años de Estatuto de Gernika, con una iniciativa que presenta más interrogantes que respuestas.

Con su propuesta de "consulta popular", que el Parlamento vasco vota esta semana, Ibarretxe recupera la iniciativa que perdió tras el rechazo del Congreso de los Diputados a su primer plan en 2005. En este recorrido, no cabe duda de que el lehendakari ha demostrado una gran capacidad de imaginación política y de perseverancia (¿tozudez?) ante las dificultades. Otra cuestión son las consecuencias que para el PNV puede suponer el empeño casi personal de Ibarretxe en hacer realidad su deseo de consultar a la ciudadanía el próximo 25 de octubre. Por un lado, el PNV ha intentado mostrarse exteriormente unido en torno al lehendakari, tratando de evitar que los posibles roces afloren a la superficie, máxime cuando las heridas de la escisión de EA están muy presentes en la memoria colectiva de los jelkides. Sin embargo, el mentís de las preguntas definitivas a la promesa de Urkullu de que aquéllas incluirían un "rechazo explícito" a ETA, o su afirmación en el reciente acto del BEC de que el PNV no peleará por hacer realidad la consulta "a cualquier precio", reflejan que existe cierto mar de fondo en un momento especialmente delicado de la historia del partido, tras la derrota del 9 de marzo.

Y es que un órdago como el que está planteando el lehendakari, si se quiere llevar hasta su extremo, encaja poco con la tradición histórica del PNV, más pragmática que radical, a pesar de mantener en un horizonte inconcreto el sueño de la independencia. Tampoco parece que una estrategia rupturista, muy distinta de la empleada para la reforma del Estatuto catalán, sea del agrado de buena parte de las bases sociales del PNV, más preocupadas quizás por la gestión del día a día (tal y como refleja la iniciativa Think Gaur Euskadi 2020) que por la idea de echarse al monte para enfrentarse al Estado.

Por otro lado, también parece poco serio jugar con la confusión entre un referéndum oficial y una consulta a la ciudadanía, una encuesta o incluso una mera recogida de firmas. Esta estrategia no deja de recordar la llevada a cabo por diversos ayuntamientos de la izquierda abertzale, planteando un referéndum en el País Vasco sobre el TAV, tren rechazado violentamente por ETA, para luego explicar ante el juez que lo que pretendían no era convocar un plebiscito ilegal sino sólo realizar una encuesta entre la población.

Pero, a pesar del momento difícil que atraviesa, sería un error esperar, como dicen algunos socialistas y populares vascos tras el fracaso del PNV en las últimas elecciones generales y el reciente acto jelkide en el BEC, que esos desajustes internos sean el "canto del cisne" de la formación nacionalista vasca. La historia demuestra que el PNV se asemeja a un corredor de fondo, con una gran capacidad para superar a largo plazo crisis y conflictos internos. Incluso una estrategia externa de acoso y derribo a Ibarretxe puede servir para que el PNV, al sentirse amenazado, cierre filas en torno al lehendakari, fortaleciendo su posición interna, tal y como ya ha sucedido en varias ocasiones.

No obstante, el PNV y el propio Ibarretxe deberían pensar en el coste político, social y electoral que, fuera ya de su partido, puede tener un referéndum ilegal o un nuevo plan soberanista, puesto en marcha sin apoyos políticos suficientes entre los partidos vascos y teniendo enfrente al Gobierno y a la inmensa mayoría de las Cortes españolas. Aunque es lógico pensar que parte del electorado de la izquierda abertzale apoyaría las candidaturas nacionalistas (si se vuelve a unas elecciones fuertemente polarizadas, como las de 2001, y más en ausencia de una candidatura similar a las de EHAK o ANV), no es menos cierto que, históricamente, el proyecto liderado por el PNV ha conseguido un apoyo más amplio cuando ha sabido actuar con pragmatismo, pactando con otras fuerzas políticas para conseguir un mayor autogobierno.

Por ejemplo, lejos de minimizar el alcance de la reciente votación de las Juntas Generales de Álava en contra de la consulta de Ibarretxe, no estaría de más un poco de autocrítica, pensando si nuevas propuestas de ir unilateralmente más allá del marco autonómico actual ayudan realmente a vertebrar el país o están contribuyendo a minar lo obtenido en muchas décadas de esfuerzo, tal y como parece demostrar la casi constante pérdida de influencia del voto nacionalista desde 1987.

Por último, la necesidad de contar con algún voto de EHAK para sacar adelante la propuesta del lehendakari en el Parlamento vasco, mientras ETA continúa asesinando, debería hacer reflexionar al nacionalismo democrático sobre sus relaciones con el mundo radical. Aunque se diga que hay que hacer política como si ETA no existiera, lo cierto es que, mientras siga existiendo, influye en la estrategia de todos los partidos políticos. Ya en 1962, el otro gran líder del exilio nacionalista vasco, Manuel Irujo, escribía de forma premonitoria que "ETA es un cáncer que, si no lo extirpamos, alcanzará todo nuestro cuerpo político". Puede que Ibarretxe quiera ahora de buena fe extirpar ese cáncer por medio de la primera de sus preguntas, pero más bien parece que las palabras de Irujo, lo mismo que la trayectoria de Aguirre, deberían servir de reflexión a sus herederos de hoy.

Santiago de Pablo, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco.