Iberia, finca regia

En el extremo suroeste de Europa se sitúa Iberia, su península terminal. Limitada al suroeste y al norte por el Atlántico (3.160 Km) y el Pirineo, al este y al sur por el Mediterráneo (2.618 Km). Su superficie, 583.000 Km, incluida Lusitania (sin contar las islas), se extiende en planta, pareja a la piel de un toro, proporcionada y orgullosa para exhibir su variedad singular. Sus paisajes, calidades de tierra, luz del cielo, distintos climas, corrientes y subsuelos acuosos, ríos para enriquecer todas sus regiones, la convierten en la Finca soñada. Como cualquiera que se precie cuenta, además, con su puñetero enclave —Gibraltar— desde 1704.

Tanto desde el continente como desde el Mediterráneo fue, hasta 1492, la tierra deseada, el «non plus ultra».

Sus gentes se diferenciaron, según las zonas en las que vivieron asentadas, desde la prehistoria. Iberia, por aquel atractivo particular, fue invadida innumerables veces por quienes la alcanzaban desde sus mares o sus linderos pirenaicos. Tan repetidas inmigraciones (la última, el turismo) presentan, tras los cruces consecuentes, especímenes de todas las razas. Según se establecían fueron incorporando idiomas, dialectos y acentos a los lenguajes peninsulares, así como sus distintivas peculiaridades. La pasión musical espontánea, iluminada por un firmamento único, fue sumando ritmos, sonidos, armonías y bailes a un rico patrimonio de danzas y sinfonías.
Toda esta riqueza expresiva influyó, seductora, en las tierras que el ibérico conquistaba. Acostumbrado a venir desde lejos, aspiraba a seguir yendo lejos para conquistar y colonizar. El resultante repertorio musical iberoamericano, de atractivo máximo, incorporaba y fundía, además, los sones indígenas de tan extenso continente.

La Península Ibérica goza de un número de especies, vegetal y animal, endémicas —exclusivas no compartidas— en número no comparable a ningún otro país europeo; y sin recurrir a sus islas atlánticas o ciudades africanas. Por ejemplo, tiene quince veces más exclusividades que Francia, que la supera en superficie; 16 especies vegetales y animales únicas, contra 2. Lo que demuestra una vez más su atractivo; plantas, aves y animales defienden con persistencia única su hábitat, Iberia.

Sus gentes diferían —hoy la intercomunicación difumina las distancias— en caracteres, pasiones y entusiasmos, según el suelo, paisaje e historia local en que vivían; tanto como para que se produjeran antagonías extremas, entre amores regionales desmadrados, incluso guerras civiles, de radicalidad superior a las propias en Europa.

El único sistema que amansaba las iras era el monárquico representado por un Rey, personaje no perteneciente a estrato social ni geográfico preciso, siempre y cuando supiera que se debe a todos (y ejerza como tal), jamás a alguien o a uno cualquiera de los grupos. Tres eran los principios inalienables a todo ibérico: la unidad geográfica, el idioma común y la adoración a un Dios único. Nunca un Rey —ni siquiera Fernando VII, el peor— renegó de alguno de ellos.

Tuvieron que venir las Repúblicas para desautorizar tan secular convenio, con las consecuencias conocidas. Sólo el último de nuestros presidentes del Gobierno ha sido capaz de insistir en el probado despropósito.

Conviene recordar que, a principios del siglo XX, cuando las familias con ciertos posibles animan a sus hijos a asomarse a Europa, a ilustrarse en sus universidades y empresas, surgen estirpes, especialmente orientadas hacia la filosofía política, que se imbuyen del republicanismo de un sector continental. Alemania y Francia alimentan su sed intelectual.

Descendientes del filósofo español más importante del XX, y otros de ascendencia semejante, evolucionan hacia la ortodoxia histórica en la que hoy actúan brillantemente. Catedráticos de economía, PC en su juventud, o embajadores, semianarquistas en sus principios, lideran grupos de pensamiento que se suman al horizonte realista hacia el que ahora nos dirigimos oficialmente. Hay, sin embargo, entre aquellas estirpes, alguna que lleva el estigma antimonárquico enraizado en su espíritu. Hoy se intitulan «juancarlistas» y se sientan cerca del titular cuando pueden, pero, escaladores sinuosos hacia cualquier poder, seguirán sembrando confusión entre los ignorantes para peldañear hacia una hipotética consagración republicana. No cejan en, bien arrimarse a la prensa que consideran motor del futuro, bien enaltecer al rey concreto, en juego interesado, para sembrar la duda sobre sus herederos. Dominadas por la francmasonería, obsesionada con debilitar la unidad peninsular, atizan nuestras antagonías radicales.

Hoy sabemos que las monarquías europeas restantes —Reino Unido, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Suecia, Luxemburgo, Mónaco— representan a las democracias más firmes, serenas y ricas del Universo. Tienen la suerte, primero, de contar con dinastías imbuidas a lo largo de cientos de años del espíritu de su país en personalización genuina; y segundo, de no haber sufrido la invasión bolchevique que arrasó el Imperio Austro-Húngaro, Yugoslavia y Croacia incluidas, cuyas clases dirigentes —monárquicas— administraron durante milenios la fertilidad danubiana. Crearon artes, música, baile y exquisiteces diversas en ciudades de estética gloriosa: Praga, Viena, Splitz, etcétera, nos emocionan. La creación de belleza, así como la Fe en el Ser Supremo, ha sido expresión permanente de las monarquías.

Son solo ocho los reinos que comparten tal suerte; en España contamos, además, con Juan Carlos I, que, tras treinta y cinco años de reinado, y otros tantos, oído alerta, de ambientación, no es de izquierdas ni de derechas, sino, de modo campechano y natural, Fiel de la balanza, equilibrada con su paisaje, con los distintos caracteres y talantes de nuestra humanidad levantisca. Don Juan Carlos no pone cara: tiene la suya. Con mil expresiones distintas en función de lo que siente, jamás insulta a un español con la voz o con el gesto. Él, Rey de todos, hasta del más antimonárquico, es la imagen humana y aglutinadora de la España de hoy.

En su último discurso, ha cantado los valores ya probados del Príncipe de Asturias, quien, educado en tan experimentada trayectoria, incorpora el capital histórico que su idiosincrasia atesora.

Recordemos, en contrapunto, que Isabel de Inglaterra disfruta del respaldo (92 por ciento) de sus súbditos. No es alta, ni guapa ni lumbrera de las ciencias, pero cuenta con la exclusividad de su sangre batida secularmente por las galernas isleñas.

Don Juan Carlos tiene buena talla, es simpático, directo, y lleva fundiéndose con nuestras manías, amores y fobias desde hace sesenta años. No ha tenido un mal gesto; ha vivido, claro. Pero ¿se le han visto actitudes extemporáneas?

Jamás ha presumido; su humildad es uno de sus valores más cotizados. Él nota que en cada materia hay otros que saben más: los escucha día a día. Pero ninguno se siente como él, genuino representante patrio. Y eso se le aprecia, porque lo lleva dentro desde antes de nacer.

En resumen: que el esperado éxito político de un equipo gubernamental, elegido de entre los españoles sin requisito monárquico, no dé argumento a los politicastros para incitar a un pueblo, con milenaria vocación de reino, hacia una república, hipotéticamente armonizadora entre sus partidos.

Resulta invaluable el regalo real del que disfrutamos: el Fiel de la balanzade equilibrios templa extremosidades, concilia distantes (Manuel F. y Santiago C.), pastorea el presente y siembra futuro.

Por Miguel de Oriol e Ybarra, doctor arquitecto de la Real Academia de Bellas Artes.

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