Iberización versus balcanización

¿Quién da más? Si la disolución de la ex Yugoslavia produjo –según mi contabilidad– siete pequeños estados (Serbia, Montenegro, Croacia, Eslovenia, Kosovo, Macedonia –ahora conocida como del norte– y Bosnia Herzegovina), nosotros ya vamos por nada menos que nueve nacionalidades, con estado o sin estado, que eso ya es lo de menos a estas alturas (Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía, Navarra, Aragón, Valencia, Baleares y Canarias). Esto según Iceta, el secretario general del PSC y seguro candidato a las próximas elecciones de la Generalitat. Pero, ¿y por qué no Castilla (la vieja y la nueva según las estudiamos en el colegio, acaso hay alguien que pueda tener más méritos que ella), Extremadura, Asturias, Cantabria, Murcia (que en el siglo XIX fue un cantón), La Rioja (que probablemente caería en manos navarras o castellanas, como si volviéramos a la Edad Media)? Y perdón por si me olvido de alguna otra. Por tanto, de esas nueve podríamos pasar a 15 tranquilamente dando por descontado que Ceuta o Melilla se integrarían en Andalucía. O si no, volvería a suceder una nueva Marcha Verde, siendo ocupadas por Marruecos ya que, en todo este proceso, el ejército español ya no sabría a quién acatar. Sí, sí, parece ciencia ficción. Pero la desintegración de la ex Yugoslavia también parecía ciencia ficción en su día y ahí está: un gran país hecho trizas por los nacionalismos. Es decir, las guerras fratricidas étnico- racistas. Añadiendo, en aquel caso además, la religión.

A la vista de todo esto, para nosotros los peninsulares ibéricos (por supuesto con nuestras islas) la palabra balcanización se nos está quedando muy corta y muy por debajo de nuestras expectativas: realmente se está haciendo inservible. Por este motivo, aportaremos a la historia de la infamia de la humanidad una nueva denominación acorde con el cataclismo que concienzudamente nos estamos preparando: unos muy activamente, promotores, y otros colaboracionistas cómplices. A los que hay que añadir otros más, pasivamente. Para mí estos son los peores ciudadanos. Pasaríamos así de la balcanización, palabra ya de por sí con mucho prestigio y raigambre trágica, a iberización o, quizás mejor, desiberización. Porque, según el diccionario, iberización no se refiere a la disgregación de pueblos sino a su reunión en uno solo que conformó la originaria estructura política y social peninsular. Sea iberización, desiberización, iberación (cuyo sentido está todavía vacío), el caso es que comenzamos a realizar una competición con nuestros hermanos europeos de la península balcánica que, visto lo actual, no son los únicos que han dado más historia de la que se puede digerir. Se me ocurre también que dado que Miquel Iceta ha sido el valiente, ante el mutismo del presidente en funciones y su Ejecutivo, a atreverse a señalar cuáles son las naciones que hay en el seno de la nación española de antaño, podríamos denominar, y por tanto suprimir la palabra balcanización por la de icitación en su homenaje. No es poca cosa pasar a la historia de estas nueve naciones o 15, según se mire, siendo el ideólogo de las mismas. Quizá, como en las capitales hispanoamericanas han hecho con sus próceres, habría una estatua suya no como antiguamente montada a caballo sino con un micrófono cantando el himno de cada una o moviendo las caderas según la orquesta municipal entonara las marchas patrias. Sí, icitación de España no suena mal. Solo es cuestión de repetirla. O, ya puestos, nuestra Casandra particular, la vicepresidenta del Gobierno, debería también encargar a la RAE la búsqueda de una palabra adecuada para definitivamente bautizarla entre todos y, luego, traducirla a las diferentes lenguas cooficiales del futuro y próximo ex estado.

Un día, no hace muchos meses, coincidí casualmente con mi querido y admirado presidente de la Comunidad de Castilla-La Mancha, García-Page, en un bonito pueblo de Toledo. La gente no paraba de saludarle y agradecerle la apertura de un centro de salud. Después de saludarnos, y antes de que él se pusiera a hablar a sus conciudadanos, le sugerí malévolamente que aprovechara la ocasión para explicarles a esa multitud lo que era la plurinacionalidad española sugerida por algunos muy cercanos. Un gesto de susto apareció en su cara. ¿Qué cara le pondrán los egabrenses a su lumbrera local, nuestra vicepresidenta? ¿Será capaz algún día de explicarles por qué contribuyó a la destrucción de su país? ¿Tendrá allí justo exilio? Yo sé, a ciencia cierta, que ni ella ni la mayoría de quienes componen este Gobierno están de acuerdo en manchar su buena labor profesional, su buena hoja de servicio, con esta mota ignominiosa. Evidentemente no se manifestarán en contra porque no es fácil prescindir de lo bueno (yo renuncié sin vacilar a mi acta de diputado en el Parlamento). Pero deberían hacerlo. Deberían muchos de ellos dimitir porque la sociedad no se lo va a perdonar. La sociedad no puede perdonar a quienes la han traicionado. Pedro Sánchez, a este paso, se convertirá en un Pétain y Moncloa será su Vichy. El resto serán juzgados por colaboracionistas. No se puede entregar el patrimonio de todos en manos de unos cuantos totalitarios, racistas y xenófobos. Lo que quede de España se lo recriminará. Quizá solo encuentren acogimiento de su traición entre los enemigos. Pero ya sabemos que Roma nunca pagó a los traidores. Sí, estamos en los minutos finales de la película de Anthony Mann, La caída del Imperio romano. Aquellas escenas tremendas en las que el general Livio, habiendo vencido al emperador Cómodo, hijo de Marco Aurelio, a quien asesinó, decide rechazar el poder que se le ofrece, y son entonces un grupo de centuriones quienes emprenden la misión de subastar los territorios del imperio. Aquí ni siquiera se trata ya de una subasta sino simplemente de un saldo. Saldar nuestro país, saldar las esperanzas de millones de españoles para salvarse uno solo. Y ya lo escribió Salvador Espriu en uno de sus poemas de Pell de brau, esa piel de toro que tanto amó: «Todo un pueblo no puede morir por un solo hombre».

Quizá aquella película producida por Bronston en nuestro país regido por una dictadura militar, allá por el año 1964, era una premonición. Si bien Sofia Loren (Lucila, la hija de Marco Aurelio, contraria a la tiranía de su hermano) está muy lejos de las complacientes Calvo-Lastra, sentadas en la mesa de negociaciones. Es decir, en la mesa de autopsias. Porque nuestro presidente del Gobierno, a día de hoy, lo que realmente ejerce es de forense mayor del reino. Alec Guinness (Marco Aurelio) es nuestra democracia parlamentaria asfixiada, como lo fue el propio filósofo por mano amiga.

El pensador y escritor británico de origen ruso-judío Isaiah Berlin (Riga, 1909-Oxford, 1997), debido a su longevidad, tuvo tiempo de presenciar la guerra civil en la ex Yugoslavia y su destrucción. Este conflicto se prolongó nada menos que una década, desde el año 1991 hasta el 2001. Es decir, traspasó las fronteras del siglo pasado y llegó hasta esta nueva centuria. Y, a pesar de la inestable paz, seguimos sufriendo sus consecuencias, no solo los países implicados sino también toda Europa. Porque la ex Yugoslavia era Europa como todos los países del este que, después del nazismo, tuvieron que sufrir el totalitarismo soviético. En una entrevista que concedió al periodista Nathan Gardels en el año 1991, le contestaba a la pregunta de qué le parecía lo que estaba pasando en los Balcanes: «La balcanización significa la existencia de muchas pequeñas naciones llenas de un orgullo nacional, un odio y una envidia incitados por los demagogos, naciones que marchan las unas contra las otras como lo hicieron en los Balcanes en el año 1912. Se trata de una perspectiva bastante sombría». Y añadía el autor de libros como Karl Marx (1939), Dos conceptos de libertad (1958) o El sentido de la realidad (1996): «El nacionalismo no está resurgiendo en nuestra era moderna; nunca murió. Tampoco lo ha hecho el racismo. Se trata de los dos movimientos más poderosos del mundo actual, que atraviesan muy diversos sistemas sociales. Los profetas del nacionalismo hablan en ocasiones como si los derechos superiores –de hecho, supremos– que la nación tiene sobre el individuo se debieran a que solo la vida, los fines y la historia de dicha nación dan vida y significado a todo lo que el individuo es y hace…».

Aunque muchos no quieran darse cuenta, la peste ya habita entre nosotros ¿Quién podrá ponerle remedio?

César Antonio Molina, es director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura, es escritor. Autor de La caza de los intelectuales (Destino) y Las democracias suicidas (Fórcola).

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