Ibrahim ya no tiene miedo

El primer día que estuve en la guerra estaba asustado. Pero a partir del tercero nos forzaron a consumir cocaína, perdí el miedo y ya nunca me sentía mal. Sangre humana era lo primero que tenía en la mañana. Era como mi café... cada mañana" (*). Es el testimonio de uno de los 300.000 niños reclutados en los conflictos armados de más de 20 países, entre ellos, Uganda, Sudán, Liberia, República Democrática del Congo, Angola, Colombia, Sri Lanka, Filipinas, Afganistán, Myanmar, Chechenia... Se llama Ibrahim y tenía 16 años cuando fue captado. Él, tiempo después, ha podido contar su historia.

Junto a los niños soldados, ejércitos infantiles de porteadores/as, cocineros/as, espías, rastreadores/as de minas y esclavas sexuales que, en la inmensa mayoría, tampoco han alcanzado la adolescencia, malviven y mueren todos los días no lejos de nosotros.

En las guerras se pone de manifiesto del modo más crudo el abuso que sufren estos menores. Raptados, comprados, cedidos, explotados, maltratados, violados... obligados a cometer atrocidades difíciles de imaginar, sometidos a consejos de guerra por infracciones disciplinarias e incluso ejecutados por sus propios compañeros a modo de escarmiento, estos niños sólo tienen dos opciones: matar o morir.

El campo de batalla será uno de los principales destinos para ellos; el otro, un sinfín de sórdidos burdeles o lujosos hoteles internacionales en diferentes ciudades, pueblos y carreteras. Se calcula que cerca de 2 millones de niños y niñas son obligados a ejercer la prostitución, sufriendo sistemáticamente violencia física, afectiva y sexual.

Los matrimonios forzados son, también, otra forma de esclavitud. En el mundo en desarrollo, una de cada tres niñas se casa antes de cumplir los 18 años y en los países más pobres, la cifra se reduce a una de cada dos. Sin posibilidad de ir al colegio se convierten en esclavas domésticas y sexuales. Las niñas menores de 15 años tienen cinco veces más probabilidades de morir durante el parto que las jóvenes de 20 años. Según el Informe de Unicef, Estado mundial de la Infancia 2006, de los 171 millones de menores que trabajan en situaciones peligrosas, alrededor de 73 millones no han alcanzado los 10 años.

Serán sometidos a las peores tareas en las minas de carbón o de diamantes de países ricos en recursos minerales y paupérrimos en derechos humanos, o bien harán de peones en las grandes plantaciones, talarán madera en selvas ocultas, o arriesgarán sus cuerpos como detectores humanos en los campos de minas. Ellas trabajarán en el servicio doméstico de importantes mansiones o mendigarán en la calle; las más afortunadas se convertirán en esposas y madres de familia con maridos que les triplican la edad. Cada uno de estos niños y niñas es el resultado de la pobreza y la dependencia, pero también de la explotación y de la falta de compromiso por parte de las sociedades desarrolladas.

Invisibles a las estadísticas, estos niños, separados de sus familias, viven en el más absoluto desarraigo. Algunas veces son trasladados a países cuyo idioma desconocen y, por lo tanto, se encuentran solos en el infierno. La ONG Save the Children ha contabilizado una víctima del tráfico infantil cada minuto.

Las Naciones Unidas y la Organización Internacional de Migraciones han alertado sobre el incremento del tráfico de menores en los países europeos. Y, sin embargo, a pesar de los esfuerzos de las autoridades, no somos capaces de erradicarlo. Nuestras prioridades de seguridad y orden público pocas veces incluyen a esta otra infancia. La sociedad metaboliza perfectamente la existencia de niños y madres que mendigan con sus bebés (muchas veces comprados) o el terrible espectáculo de esas jóvenes que exhiben sus cuerpos en las carreteras, escondiendo su niñez tras una capa de exagerado maquillaje. Las redes que las explotan se anuncian en los periódicos, ellas no conseguirán jamás una portada.

Resulta una ironía macabra que la Convención de Derechos del Niño sea el tratado de derechos humanos que más países han ratificado y el primer instrumento internacional jurídicamente vinculante que incorpora la más amplia gama de derechos aplicables a la infancia.

Es imprescindible cumplir y hacer que se cumplan todas las obligaciones y recomendaciones sobre la infancia que existen en el Derecho Internacional. Frente al sufrimiento infantil no cabe la resignación ni el confortable sentimiento de impotencia. Nuestras instituciones tienen capacidad para modificar un orden de cosas que se ceba en los más débiles. Las organizaciones internacionales, las no gubernamentales, las asociaciones y muchos grupos de voluntarios, realizan una tarea ejemplar a favor de la infancia. Algún caso conocido recientemente no es, ni mucho menos, representativo de ese mundo.

Pero el reto es colectivo y, como todo lo difícil e importante, requiere voluntad e instrumentos. Seguramente, parte del problema que sufre esa "otra" infancia es lo poco que cuenta, por eso es determinante nuestro compromiso con ella. Las sociedades desarrolladas y conscientes deben incorporar el mandato moral que consiste en borrar el miedo de la vida de millones de niños y niñas y, así, salvar su futuro.

Elena Valenciano, eurodiputada y secretaria de Relaciones Internacionales del PSOE.

* Testimonio recogido en la página web de Naciones Unidas "Child Soldier's Stories".