Iconoclastas

Iconoclastas

La furia iconoclasta no cesa. Y ya ni encuentra razón en sesudas doctrinas, como en el Bizancio medieval o la Europa quinientista, sino en esa estúpida manía actual de llevar las ideas del presente al pasado, como si pudieran enmendarse los supuestos males del ayer desde nuestra óptica de hoy. Ese peculiar regreso al futuro en el que andan empeñados no pocos botarates, incluidos algunos que encarnan altas dignidades, insiste en pasar por la piqueta cualquier imagen pública que se aparte de la corrección política que han logrado instaurar gracias a la inacción de la mayoría, aunque suponga llevarse por delante creaciones artísticas de relieve. No me cansaré de repetir que por esa vía los holandeses acabarán quemando la Rendición de Breda de Velázquez o los franceses la de Bailén de Casado del Alisal. Y por ahí seguido.

En Estados Unidos, movimientos sociales convenientemente untados vete tú a saber por quién y jaleados a todas horas por los medios, la han emprendido contra los símbolos sudistas. Las estatuas del general confederado Robert Edward Lee, por ejemplo, están siendo retiradas en su tierra virginiana o incluso del Capitolio por considerarlas una inapropiada encarnación de aquello que rechaza ese moderno totalitarismo. A diferencia de la damnatio memoriae romana, en la que el Senado decretaba la eliminación de cualquier recuerdo del enemigo tras su final y una vez analizados sus daños al imperio, en esta ocasión el examen se hace transcurridos siglos y con trazo grueso, algo sencillamente delirante por no calificarlo de pueril.

Como se encarga de detallar en su monumental biografía sobre este valeroso militar el jurista Emilio Ablanedo –sin duda el autor de referencia en lengua española sobre la guerra civil norteamericana–, Lee no solo fue un extraordinario estratega que a punto estuvo de inclinar la balanza a favor del Sur, pese a comandar un ejército mucho más débil, sino un ciudadano ejemplar que contribuyó tras la contienda a cicatrizar las heridas entre los dos bandos y ayudar a forjar esa gran nación que es la americana. Ese dato se les olvida a quienes ven en él a un ogro por limitarse a pensar sobre los esclavos como lo hacían los más de nueve millones de habitantes de los siete Estados secesionistas.

Pero es que ni eso está tampoco contrastado, ya que consta que el viejo 'Zorro Gris', como lo apodaban, apoyó la abolición de la esclavitud en plena secesión, en 1864, así como la fundación de escuelas para ellos o la inclusión de soldados negros en sus propias tropas. Que su oponente en el campo de batalla y luego presidente Grant le hubiese despedido con enorme afecto tras su muerte no les sirve de nada a estos justicieros históricos de ahora, ni que durante años se le considerara por sus compatriotas reunificados como uno de sus grandes, junto a Lincoln o Washington.

Hasta Ablanedo recuerda en su obra que el general sureño era el primer partidario de no levantar mausoleos que pudieran mantener las heridas abiertas por la guerra, «para seguir los ejemplos de aquellas naciones que se esforzaron en borrar las marcas de las luchas civiles, para comprometerse al olvido de los sentimientos generados», sentenció. Ciento cincuenta y dos años después de su fallecimiento, como concluye Ablanedo con pleno conocimiento de causa, a Lee le disgustaría saber que su figura es objeto de esta absurda controversia, impulsada por quienes nunca buscan la verdad, sino la imposición de un imaginario colectivo que los demás tenemos que acatar queramos o no.

Al igual que sucede con Lee, Colón, Fray Junípero Serra y tantos otros continúan mereciendo la atención de esa colección de bárbaros equiparables a los que hace unas fechas destruyeron el rico patrimonio sirio o iraquí, con Palmira a la cabeza. Comparten todos ellos la misma aversión a la historia como resultado que es de acontecimientos y personajes con sus luces y sombras, y que nos han configurado como humanidad.

Al paso que vamos, no va a quedar en pie monumento que no sea del agrado de estas turbas, que siguen guardando espeso silencio sobre sus propios emblemas erigidos en piedra o metal, aunque representen el origen de millones de víctimas por todo el mundo.

Javier Junceda es jurista y escritor.

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