Ida y vuelta

Por Kepa Aulestia (LA VANGUARDIA, 04/10/05):

El difícil trayecto que el nuevo Estatut deberá seguir para convertirse en ley orgánica refrendada en Catalunya consta de un trámite parlamentario que, a todas luces, se convertirá en un debate tenso. El margen de maniobra con que cuentan sus promotores se estrecha entre otras razones porque el trabajoso acuerdo entre el tripartito, que encabeza Maragall, y CiU podría deshilacharse a las primeras de cambio. Bastará con la presentación de enmiendas por parte del PSOE. Pero en paralelo a la peripecia parlamentaria, se desarrollará una diatriba pública que acabará modelando la opinión de la ciudadanía en el conjunto de España.

El afán maragalliano de transformar el Estado autonómico en Estado federal constituye un acto de voluntad que sólo podrá ser llevado a término si los otros españoles se sienten cómodos o interesados en la idea. Una situación que depende tanto del contenido del nuevo Estatut como de la cumplida respuesta que sus promotores den a los rechazos, inquietudes y dudas que está generando. Los dirigentes del socialismo catalán podrán insistir en que el autogobierno propuesto es bueno para todos, y que además el modelo de financiación es generalizable al conjunto de las autonomías.

Pero ni la fuerza de su palabra ni la presumible bondad de sus intenciones parecen suficientes como para aplacar las críticas que arrecian sobre el nuevo Estatut. Una vez salvado el trámite en el Parlament, puede que sean muchos los que consideren que éste ya no es un problema catalán; que ahora corresponde al resto de los españoles aceptar democráticamente la voluntad catalana. Se han oído voces en este sentido; voces de indiferencia, confiadas en que dado el paso por parte de los 120 parlamentarios catalanes que votaron sí al nuevo Estatut se ha entrado en un proceso imparable. Algo de cierto hay en ello. Una de las características del desarrollo autonómico es su práctica irreversibilidad. Competencias y atribuciones transferidas del poder central a cada comunidad no podrían ser recabadas por aquél sin dar lugar a algo que se perciba como involución democrática. Han sido muchos los comentaristas que, haciéndose eco de determinadas encuestas, han señalado la artificiosidad del propósito de Maragall y sus socios porque el futuro autonómico de Catalunya no contaba entre las preocupaciones más acuciantes de sus ciudadanos. Pero lo que ocurrió el pasado viernes se asemeja a uno de esos pasos irreversibles que la asunción de atribuciones suscita en la conciencia colectiva de una determinada comunidad. Es probable que hasta el viernes la ciudadanía catalana no situara entre sus prioridades alcanzar una mayor cota de autogobierno. Tan probable como que después del viernes muchos ciudadanos catalanes perciban el articulado del proyecto enviado a las Cortes Generales como si ya fuese algo suyo.

El Estatut ha abierto un gran abismo entre la opinión pública catalana y la opinión pública del resto de España en torno a un futuro en común. La etapa democrática no había ofrecido hasta la fecha una diferencia tasada de sentimientos y percepciones. En el fondo, lo que más distingue el Estatut vigente del nuevo texto es que éste cuenta con una amplia oposición ambiental en el resto de España. Los partidos que lo respaldan se equivocarán si piensan que se han deshecho de un problema trasladando a las Cortes el proyecto. De igual forma que tanto el PSOE como el PP errarán en el cálculo si se limitan a guarecerse tras el muro de la contención autonómica. El tripartito y CiU no pueden pretender que su propuesta salga de la tramitación en las Cortes tal cual llegue a éstas. Pero sus modificaciones, su constitucionalización, ha de ser explicada con más serenidad que emociones para que a su regreso a Catalunya aquellas comunidad perciba mejoras y no el inicio de un conflicto irresoluble. La posición políticamente mayoritaria en Catalunya muestra dos aspectos que suscitan la incomprensión en el resto de España, con la excepción del País Vasco. Por una parte, la desafinada polifonía en la que incurren los portavoces del nuevo Estatut. No sólo porque cada uno de los cuatro partidos que lo apoyaron el viernes procede a una lectura particular de su articulado. También porque cada uno de los dirigentes que se pronuncia en público tiende a variar de versión según el foro ante el que habla o a tenor de otras circunstancias del momento. Baste un ejemplo.

La afirmación inicial de que Catalunya es una nación adquiere una dimensión para los integrantes del PSC o de ICV y otra bien distinta para ERC o CiU. El término nación no cuenta con una definición unívoca a la que referirse. Pero el hecho de que los socialistas catalanes interpreten el concepto como sinónimo de la mención constitucional a las nacionalidades tampoco podría soslayar que no es ésa la concepción con la que lo reivindican los nacionalistas. El artículo 1 del nuevo Estatut es el símbolo en el que tratan de conciliar sus visiones el catalanismo político y el nacionalismo más soberanista. Pero el debate en torno al término nación tiende a ser incomprensible y por eso mismo fomenta la incomprensión. Hay otra fuente de incomprensión que tiene que ver, además, con la polifonía catalana. Es la sensación que, en especial debido a algunas declaraciones exaltadas, se genera en el resto de España cuando el nuevo Estatut no aparece como una estación término sino como una fase cuya superación es anunciada por alguno de sus promotores, incluso antes de que progrese su tramitación institucional. Resulta imposible poner puertas al campo del desarrollo autonómico. Pero celebrar la votación del pasado viernes advirtiendo de que la cosa no termina aquí ahonda el abismo: es la distancia que separa el diálogo posible del imposible entendimiento. Si el Estatut realiza el viaje de ida, pero no logra volver ono es recibido con un mínimo entusiasmo a su regreso, serán pocos los que podrán mostrarse a salvo del naufragio político en Catalunya y en España.