Ideales e ideologías políticas

Ideales e ideologías políticas
Lu Tolstova

La palabra «ideales» debe de pertenecer ya a otra época porque no se escucha, suena antigua y hasta es probable que no se entienda. Sin embargo, tiene una idoneidad para las cuestiones políticas que nos debería hacer replantear su arrumbamiento, sobre todo a los que pensamos que las ideologías han protagonizado buena parte de los peores horrores de la historia europea y mundial durante el siglo XX.

Conviene reparar en que las ideologías como tales no han existido hasta hace bien poco en la historia de Europa. Son una creación de la época surgidas de las revoluciones y acompañan al proceso de transformación de la política en el espacio central de la vida común en las sociedades modernas. Tal vez por ello, la palabra «ideales» suene a antigua, pues conserva el aire de una política que no llega a saturar el horizonte vital del hombre, aunque lo oriente.

En efecto, para empezar, los ideales no compiten con las creencias ni las disuelven, sino que las expresan políticamente sin pretensiones de exclusividad. Personas con las mismas creencias pueden tener ideales políticos distintos porque sus juicios sobre lo urgente o lo decisivo pueden variar legítima y coherentemente con lo que creen. Por eso, los ideales permiten un pluralismo genuino que no surge de la imposibilidad de prescindir del discrepante, sino de irreductibilidad de la realidad a soluciones unánimes en lo histórico y social.

En cambio, las ideologías suplantan a las creencias reduciendo todo a política, e inadvertidamente o no, transformando la política en religión y la militancia en devoción. Las ideologías aspiran a ser visiones de la realidad totales, de manera que las creencias de quienes tienen ideologías no suelen quedar intactas sino instrumentalizadas, es decir, ideologizadas y transformadas en posiciones políticas. Los catolicismos nacionalistas, los confesionalismos o las teologías de la liberación son una buena prueba de lo anterior.

Es sabido que para Ortega se vive en las creencias, en las ideas se piensa. Pues bien, las ideologías se podrían describir como el proceso por el que las ideas se transforman en creencias suplantándolas y convirtiéndose en ídolos cuya fanatización cursa –y se excusa– como coherencia lógica, pues lo que resulta inmoderado es la razón misma, exenta de contextos de sentido e idolatrada. Ya saben aquello tan chestertoniano de que locos no son los que han perdido la razón sino todo lo demás. El filósofo cubano norteamericano, Jorge Brioso, sostiene que todo ideal corre el riesgo de convertirse en ídolo, y ese es precisamente el riesgo típico de las ideologías: que las ideas se convierten en ídolos y las militancias en idolatrías políticas (irreligiosas).

Ya lo había dicho Nietzsche: el declive de las religiones traslada los entusiasmos salvíficos a la política. Por eso, las ideologías y su pulsión idolátrica ponen de manifiesto el primer y principal servicio que la religión puede prestar a la política: impedirle que se confunda y convierta en religión. Y de ahí también que el declive cultural de las religiones en Occidente no pueda más que exacerbar los antagonismos ideológicos, que ya no son disputas doctrinales sino entre formas de vida y marcos de sentido inconmensurables.

Fue Fichte quien dijo en referencia a Napoleón que la gran política consiste sencillamente en «dar expresión a lo que es». En efecto, un ideal asume mejor o peor lo que la realidad es, aunque la expresa considerada desde su mejor posibilidad, desde su mejor versión. Por el contrario, la ideología sustituye o destruye a la realidad para recrearla y darle su forma, por eso supone siempre una ruptura con lo precedente. En los ideales las ideas están al servicio de lo que expresan, en las ideologías la realidad está al servicio de la idea. Así que del ideal nace el reformismo mientras que de la ideología nace la revolución. Y, por eso, zafarse de la dialéctica que reduce todo a ideologías antagónicas es tanto como dejar de consentir en la reducción de todo a política en el espacio totalizante de los Estados.

Sabemos lo que es un ideal, dice Ortega: «El mundo es como es: nosotros quisiéramos que fuera de otra manera, y nos afanamos por lograrlo». Quien tiene ideales sabe que el mundo «es como es» sin por ello dejar de procurar cambiarlo y mejorarlo, que buena falta le hace, pero no se cree con el poder de hacer un mundo del todo nuevo. Los ideales incluyen la certeza de que no se cumplen nunca del todo, porque son precisamente eso, ideales, y porque el mundo sigue siendo lo que es. Pero eso es justamente lo que la ideología no tolera porque carece de la paciencia que requiere la imperfección de todo lo humano. La ideología no se contenta con nada que no sea su cumplimiento, aunque haya que ir matando canallas con cañón de futuro (Silvio Rodríguez), porque, en el fondo, no puede aspirar sino al paraíso en la tierra.

En ese sentido, la utopía no es tanto la moderación de una ideología, como el obligado aplazamiento de su éxito. De ahí que, si bien la utopía y el ideal se parecen en que ambos limitan el alcance posible de su realización, se diferencian en un matiz decisivo, esencial: la utopía es intrínsecamente temporal y recluye en el futuro su realización, aunque sea parcial y progresivamente; el ideal remite a una perfección intemporal, ucrónica, propia de un lugar sin el menoscabo intrínseco de todo lo humano e histórico. Por eso las ideologías se convierten en creencias fanatizadas por supuestamente racionales y solo racionales, mientras que los ideales las expresan histórica y políticamente con el sentido civil de la limitación humana.

Higinio Marín es filósofo.

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