Algún colaborador de este periódico se escandalizó porque los habaneros no conocieran las canciones de los Rolling Stones, como si todos los seres humanos naciésemos con la obligación de estar penetrados hasta las cachas por la infracultura anglosajona de consumo: ¿y qué saben los citados cantantes y sus innumerables y pingües rebaños de seguidores del punto cubano, el son montuno, la guajira, la guaracha…; o, poniéndonos ligeros, del bolero, el cha-cha-chá, el guaguancó, la conga o el mambo; o, reubicándonos de exquisitos, del danzón, las habaneras o la contradanza? Ir a Cuba con musiquitas es llevar agua al río, sobre todo si son de calidad muy inferior a la local. Y no traten de agarrarme en la ciénaga del chovinismo cazurro: me gustan el swing, el boogie y el rock de los primeros tiempos y tengo entre mis musicantes preferidos a Glenn Miller, Benny Goodman, Tommy Dorsey, Chuck Berry y Bill Haley, del mismo modo que aprovecho la alta cultura norteamericana, cuando es valiosa, pero no creo que cambiar a Celina González o Benny Moré por el rap sea un avance para la cultura popular cubana. Casi mejor quedarse con Ñico Saquito o El Guayabero: los cubanos me entienden. Otro asunto es la majadería de haberlo prohibido, como hicieron con tantas cosas, contribuyendo a mitificar un fenómeno comercial por su mera interdicción. En libre competencia, el rock duro, blando o al bañomaría, no tiene nada que hacer enfrentado a la música autóctona de la Isla. Pero libre de verdad, sin que las discográficas americanas se coman el mercado comprando todos los canales de distribución y emisión, obligando a emitir sólo sus producciones, como hicieron aquí.
Hace unos años, en una entrevista de televisión la presentadora me preguntó por mis gustos musicales. Le contesté que disfruto del folclore. Ella, con candor un tanto concesivo, sugirió: «Ya, Bob Dylan y todo eso…». A lo que repuse la verdad: lo único que sé del tal Bob es que daba mucha lata durante la guerra de Vietnam. Y empecé a enumerarle los Chalchaleros, Alfredo Zitarrosa, los Olimareños, los Huasos Quincheros, los Amigos del Amambay, los Machucambos, Lucho Azcárraga, los Hermanos Zaizar, Lola Beltrán, Rosita Quintana... Y paro la lista por no cansar a los lectores. A partir de aquel instante la muchacha perdió todo interés por mí y debió de clasificarme entre los bichos raros de un museo entomológico o de dinosaurios. Pero, como nunca he sentido la menor atracción por los aullidos, el estruendo y la alienación, yo tampoco puedo pronunciar una palabra de eso que llaman «Satisfaction» y que, al parecer, es de obligado conocimiento. A todo lo más que llego es a lo del «Yellow Submarine», repetido hasta el infinito, como prueba de cargo de mi pecado y de la gran calidad musical de la cantinela: he podido vivir muchísimos años sin saber nada de estas matracas y chunchunes, y eso sin residir permanentemente en la maravillosa isla caribeña (lo es, a pesar de todo), donde tales exquisiteces estaban prohibidas. Frente a la inundación lavacerebros, cuecas, marineras y sones abajeños; contra los vampiros del wow-wow (o como se escriba), Amalia Rodrigues, los Sabandeños y Amancio Prada cantando a Rosalía; y, por encima de todo, una buena foliada de Monforte. Con razón aquella presentadora de TV liquidó la entrevista casi a matacaballo.
Y vamos con la música a otra parte. Si usted tiene el acierto y el buen gusto de alojarse en los Paradores Nacionales de España –organismo público creado por Alfonso XIII y desarrollado por Fraga, que, milagrosamente, ningún gobierno ha privatizado– la empresa le despide con un pequeño gran obsequio: un disco CD cuyo título es «La música que inspira a los Paradores Esentia». Pero la relación del contenido del disco con los Paradores es un enigma. Me pregunto si Over the Rainbow, Singing in the Rain o Purple Rain –¡qué manía con la lluvia!– están íntimamente imbricadas con el Conde de Gondomar porque algo llovió en los días que allí pasé, pero el resto de las canciones son de aplicación misteriosa al románico, al gótico, renacentista o barroco que nos envuelven y serenan nuestros espíritus en Santo Estevo de Ribas de Sil, en Úbeda o en Almagro: ¿aparecerá la pugnaz y airada sombra del Conde de Benavente a los compases de Come fly with me en los restos de su castillo?; ¿en el de Oropesa de Toledo canturrearán de seguido y de corrido todos los días I’ve got you under my skin?; ¿en el de Cádiz, embebidos mirando al mar, los huéspedes se tornarán soñadores mientras susurran embelesados What a difference a day makes? Y así hasta veinte. Un arcano que nos acicatea para volver, aunque no más sea por que nos regalen otro disco semejante, pues ya se sabe que sólo la palabra insufla vida a los objetos inanimados, los dota de magia, de hálito y trascendencia. Pero ¿coros de benedictinos? ¡Patarata! ¿Vulgaridades a base de Antonio de Cabezón o de las Cantigas de Santa María de Alfonso X? ¡Fuera muermos!
Hace unas semanas asistíamos a la justa repulsa contra la canción que «nos» representó en el tedioso Festival de Eurovisión. Y la razón estribaba en que no contiene ni una palabra en nuestro principal idioma, capital y herencia máximos de todos los hispanohablantes, cuyos loores enaltecemos con ditirambos y sentencias de Calderón y al cual traicionamos –más bien traicionan políticos y mercachifles– y marginamos a la primera ocasión: desde la huida de todos los gobiernos centrales desde 1976 para mantenerlo en la enseñanza, hasta la última petarda que se niega a usarlo. La Marca España no pierde ocasión de ignorarlo y marginarlo; y la marcha de las corrientes que inducen las tendencias en publicidad, espectáculos, música, modas, etc. camina hacia el arrinconamiento del castellano. Si usted llama a la voraz e incompetente Aduana de Barajas, le amenizan la espera con una resbalosa voz femenina, con fondo sonoro de película porno, que reitera mil veces «People! Your call is being registered», naturalmente sin traducción al español. Hay tantos ejemplos de este jaez que cansa recordarlos. Hasta los podemitas del Ayuntamiento madrileño exhiben su «Refugees welcome» (¿por qué no en árabe?), para demostrar su don de lenguas, mientras no mueven un dedo por los refugiados.
Y, por supuesto, de todo ello ninguna culpa tienen la lengua inglesa, ni su cuna madre ni Estados Unidos, aunque sean los beneficiarios. Sólo nuestra inagotable capacidad para la fragilidad de espíritu y el no saber nunca quiénes somos, la dramática necedad de andar –también de boquilla– muy preocupados por las señas de identidad que los islamistas quieren arrebatarnos a bombazos mientras a diario se cede, u olvida, lo elemental: lengua, creencias, canciones.
Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.