Identidad: el feminismo en disputa

Salvo excepciones estadísticamente marginales, los seres humanos nacemos con una dotación genética que determina cuáles serán nuestros caracteres sexuales primarios y secundarios, nuestros niveles hormonales y nuestros órganos internos. En la especie humana, desde el punto de vista biológico hay una división del trabajo sexual-reproductivo que diferencia a quienes producen células sexuales pequeñas y móviles y células sexuales grandes y generalmente inmóviles. A las primeras las denominamos espermatozoides y a las segundas, óvulos. A quienes producen las primeras los etiquetamos como hombres y a los segundos como mujeres. La denominación es convencional, pero la realidad, el hecho de ser biológicamente hombres o mujeres, excede de nuestra voluntad, y no es el producto de construcción social alguna. Por eso precisamente podemos descubrir que, cuando a una persona que sufre del síndrome de insensibilidad a los andrógenos completo (uno de cada 20.000 casos) se le identificó al nacer como mujer, se cometió un error. Frente a lo que ha sostenido célebremente Judith Butler, los pediatras no crean la realidad que designan al proclamar: «Ha tenido usted una niña». El acto del juez o notario cuando celebra el matrimonio sí es, sin embargo, «performativo» en el sentido que Butler lo postula para la identificación sexual. No tendría sentido que posteriormente ese funcionario dijera: «No me di cuenta de que no erais marido y mujer». Prohibir que las mujeres de culturas en las que tener hijas es socialmente indeseable se hagan ecografías prenatales para evitar que aborten el feto cuando es niña, no es un sinsentido fáctico.

Identidad: el feminismo en disputaA mediados del pasado siglo, un psicólogo llamado David Money se desplazó a la Universidad de Harvard para doctorarse. El caso de un individuo intersexual que había vivido como un hombre a pesar de ser biológicamente mujer le cautivó, posibilitando que desarrollara una concepción revolucionaria de la identidad sexual. La biología ya no sería determinante de la condición femenina o masculina, sino el conjunto de expectativas, comportamientos aprendidos, personalidad, roles sociales y actitudes asociadas al sexo biológico. Había nacido el concepto de género, la interpretación o construcción social del sexo, la idea que late en la célebre afirmación de Simone de Beauvoir en El segundo sexo, publicado pocos años antes de que Money se doctorara: «no se nace mujer, se llega a serlo”. Que las posibilidades de la reasignación de género mediante la ingeniería educativa no son ilimitadas lo sabemos bien por el propio fracaso estrepitoso de Money con su célebre paciente David Reimer, alguien que habiendo nacido niño se pretendió que llegara a ser una mujer (como manera de remediar su parcial amputación del pene en una calamitosa circuncisión). Tras una tormentosa vida, que incluyó una segunda reasignación de género para recuperar la inicial, Reimer se acabó suicidando.

En el núcleo fundacional y fundamental del feminismo como movimiento reivindicativo y como teoría filosófico-política anida la denuncia del esencialismo biológico que durante siglos, en lugares y culturas diversas, ha sustentado la discriminación de las mujeres, su subordinación al ámbito doméstico, su incapacidad civil y política y tantas otras manifestaciones del dominio masculino. La inferioridad de la mujer «por naturaleza» que ya proclamaran, entre otros muchos, Aristóteles en la Política o, siglos después, Jean-Jacques Rousseau en el Emilio es la argamasa que a lo largo de muchos años e incontables luchas ha ido horadando el feminismo, una estrategia que, de nuevo de la mano de Simone de Beauvoir, se deja resumir en la máxima: «La biología no es destino».

Pero que la biología no deba ser destino para la realización como persona, es decir, que no debamos hacer de circunstancias azarosas como la del sexo biológico una condición relevante para la distribución de los beneficios y las cargas que fructifican gracias a la cooperación social; o que la asignación de aquellos derechos básicos que posibilitan el despliegue de nuestra autonomía como sujetos no quede determinada por nuestra dotación cromosómica, no quiere decir que la biología no sea el presupuesto necesario para que el feminismo tenga sentido.

Si la lucha feminista tiene aún tareas que acometer lo es porque persisten individuos cuya condición de subordinación o discriminación se ancla a su biología, esto es, a una circunstancia que no depende de su voluntad. Todas las brechas, techos y preponderancias que suelen presentarse como evidencia de la persistente estructura patriarcal se sostienen inexorablemente sobre ese dato: la desagregación que de continuo se esgrime no es de género–a pesar de que así se acostumbre a nombrar– sino de sexo, es decir, de distribución de ventajas o desventajas entre hombres y mujeres, que lo son no porque se sientan o identifiquen como tales, sino porque como tales fueron identificados. Y lo mismo vale decir para esas otras discriminaciones odiosas y seculares basadas en rasgos involuntarios: no hay lucha contra el racismo si la raza sólo existe en la mente de quien la reclama como identidad. Lo presupone hasta la propia ministra de Igualdad, Irene Montero, que no habría permitido a su inicial candidata para ocupar la Dirección General de Igualdad de Trato y no Discriminación, la no racializada y gijonesa Alba González, quedarse en el puesto con el argumento de que es una persona trans-racial, que se siente negra como la que finalmente la sustituyó, la racializada señora Rita Bosaho.

Los fenómenos de la intersexualidad y de la transexualidad –lo que ha venido siendo catalogado como disforia de género– son antiguos y no deben despacharse con liviandad pues tanto por razones endógenas como exógenas generan indudable sufrimiento para el individuo que padece la disconformidad, o, para el caso de los intersexuales, la ambigüedad derivada de la falta de correlación entre la carga cromosómica y el desarrollo anatómico y hormonal esperado. En ocasiones, los menores intersexuales han visto innecesariamente vulnerada su integridad corporal por mor de su más nítido encaje en la categorización biológica hombre-mujer, una práctica hoy justificadamente denunciada y aquilatada. En España, las consecuencias jurídico-institucionales de la transexualidad se empezaron a debatir ya en la década de los 80 cuando, por un lado, se despenalizó la cirugía de reasignación de género, y, por otro, se comenzaron a admitir los cambios registrales en el nombre y en el sexo consignados al nacer bajo condiciones que progresivamente se han ido relajando en la legislación civil.

Pero a lo que asistimos en los últimos tiempos, de la mano de una muy discutible teoría filosófica (la teoría queer) es mucho más desafiante: dar cobertura jurídico-institucional a la auto-identificación de género, el lógico corolario de la reivindicación del colectivo LGTBIQ en pos de la «despatologización» de la condición de trans, es decir, que no se exija nada más que la propia voluntad – ni cirugía, ni tratamientos hormonales o psiquiátricos– para ser tenido por hombre, mujer o ninguna de las dos cosas (a esa última categoría pertenecerían quienes se reclaman, de manera conceptualmente confusa, no-binarios o de género fluido).

Así lo han consagrado ya algunas legislaciones extranjeras, y así lo vienen recogiendo ya diversas leyes autonómicas en España. No es difícil aventurar las consecuencias de todo orden que han motivado la legítima preocupación de algunos sectores del feminismo: más allá de las razonables preocupaciones que se refieren a los menores que demandan tratamientos hormonales (o incluso quirúrgicos), o la problemática concurrencia en espacios íntimos o en la práctica deportiva profesional, todas las medidas y políticas que tratan de corregir una situación de previa discriminación corren el peligro cierto de sufrir una fabulosa voladura si resultase que la identidad de género es disponible. Un solo botón de muestra bastará: ¿cómo asegurar que las listas electorales paritarias en la forma de cremallera aseguran la representación-espejo en el ámbito político si quienes sean candidatos o candidatas lo son por auto-identificación como hombres o mujeres? ¿Y por qué no permitir otras formas de auto-identificación que prescinden de los hechos brutos? ¿Imaginan que un adulto procesado por pedofilia se reclamara trans-niño evitando así la condena penal?

Hay algo de paradójico –y, política y filosóficamente, fascinante– cuando pensamos en la derivada última del reto que el movimiento trans está planteando al feminismo: aceptar, tal y como promete su ideario primigenio (el programa igualitario al que nadie cabalmente puede resistirse), la irrelevancia moral del sexo biológico y lo igualmente irrelevante que debería ser consignarlo en el Registro Civil imposibilitando entonces, a cualquier efecto, toda segregación entre sexos. ¿Estamos dispuestos a identificar así, y al tiempo decretar, el fin del feminismo?

Pablo de Lora es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

1 comentario


  1. Suscribo todo lo que dice el artículo salvo la siguiente afirmación, que no hay por dónde cogerla:

    cuando a una persona que sufre del síndrome de insensibilidad a los andrógenos completo (...) se le identificó al nacer como mujer, se cometió un error.

    Un bebé con el citado síndrome (SIAC) posee vulva y vagina, de modo que identificarlo como mujer es la única opción sensata. Además, las personas con SIAC poseen identidad cerebral de mujer, pese a tener cromosomas masculinos (XY). Dado que los cromosomas son meras instrucciones, la anatomía cerebral de la persona tiene prioridad sobre cualquier información guardada en sus cromosomas, igual que la realidad física de un edificio tiene prioridad sobre cualquier información guardada en sus planos.

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