Identidad nacional: debate inútil

¿Está cambiando la población europea de componentes, de colores y de apariencias? ¿Podría parecerse a lo que el poeta Lautréamont decía del mar en Los cantos de Maldoror:"Viejo océano, eres el símbolo de identidad: siempre igual a ti mismo, no varías de manera sustancial..."? Lo cierto es que el paisaje humano de la nueva Europa varía a diario. Basta mirar la multitud en las calles de París, Londres, Frankfurt o Turín. La mezcla es visible. El blanco ya no es el único representante de la civilización occidental. El efecto de numerosas y diversas inmigraciones, algunas de las cuales ya están estructuralmente instaladas en el país, es evidente. El mestizaje avanza, la cultura se enriquece con aportaciones nuevas, ya sea en la música, la literatura o la gastronomía.

La inmigración ha entrado en una nueva etapa. Ya no estamos en aquellos tiempos de la llegada de campesinos analfabetos de las montañas de Marruecos o de Argelia. En suelo europeo se han producido reagrupamientos familiares y nuevos nacimientos. Los niños fruto de la inmigración no son inmigrantes. La amalgama la hacen a menudo los medios o los políticos. Estos niños son europeos por derecho de suelo y también por el derecho de memoria. Conocen poca cosa del país de sus padres; por el contrario, su universo mental y psicológico se ha forjado en las escuelas y las calles de esta Europa que los mira como ciudadanos de segunda categoría. Con ocasión del primer coloquio de escrituras mediterráneas en Marsella (del 20 al 22 de noviembre pasados), me reuní con una clase de una escuela de primaria. Los niños se llaman Bilal, Fatima, Marianne, Zeinab, Matar, Kevin... Todos franceses, nacidos en Francia y hablando perfectamente el francés. Son blancos, negros, de origen árabe, turco, vietnamita, armenio, francés de pura cepa. Para ellos la cuestión de la identidad no existe. Al revés: me hicieron preguntas sobre el racismo, sobre el islam, sobre la paz entre judíos y árabes. En ningún momento la cuestión de la identidad se les ha pasado por la cabeza.

Y este fue el momento elegido por el ministro para la Inmigración y la Identidad Nacional francés, Eric Besson, para lanzar un debate sobre la pregunta de la identidad francesa. ¿Qué significa ser francés? ¿Lo es el hecho de pertenecer a una comunidad de lengua, de cultura y de religión?

¿O bien el hecho de haber nacido en el mismo país aunque sea de padres extranjeros?

Esta cuestión de la identidad es legítima cuando la plantean los gendarmes o la policía en las fronteras. Pero cuando los políticos se meten en ella es que hay una inquietud, un interrogante que planea. La identidad no es un bloque de hormigón, algo inamovible y definitivo; es algo nacionalista y ya se sabe el peligro de que este sentimiento pueda desembocar en histerias colectivas, derivas excesivas y peligrosas. Cuando se enfrentan las identidades las consecuencias acostumbran a ser muy malas. Las guerras en la antigua Yugoslavia demostraron cuán mortífero podía ser el nacionalismo.

La pureza es la única especia que nunca debe formar parte de la composición del concepto de identidad. Hitler era nostálgico de la pureza de la raza y ello desembocó en el mayor genocidio de la historia. ¡Ser idéntico! El individuo es único y no sólo único, sino que se parece a todos los demás individuos; nos parecemos porque todos somos únicos. Nuestra identidad está en esa diversidad y en esa unicidad. Desde hace mucho tiempo sabemos que una identidad que se cierra se seca y pierde su perfume y su alma. Una identidad es la que da y la que recibe. No hay nada en ella petrificado o definitivo.

La Francia de hoy, la Europa de hoy son buscadas por aceptar con optimismo y calor aquello en lo que se van a convertir. La oportunidad está ahí, con aportaciones múltiples y variadas, con el conocimiento de la lengua y la civilización de los europeos.

¿Debe aplaudirse a un equipo de fútbol que juega de manera mediocre o que hace trampas porque es del mismo país? El deporte se ha convertido en un vector de símbolos políticos. Las naciones se enfrentan en un terreno de juego. Como ironizaba Borges, a quien cito de memoria: "¡Honduras ha aplastado a México!".

O aquello que se decía a propósito de la identidad argentina: "Los egipcios descienden de los faraones y los argentinos del barco".

Ni los unos ni los otros se enfrascan en debates inútiles sobre su identidad nacional. Por eso Michel Rocard, ex primer ministro francés de François Mitterrand, ha dicho que "este debate es estúpido". Tiene razón, Europa tiene problemas más importantes de los que preocuparse: el porvenir de estos millones de niños nacidos europeos y tratados como extranjeros. Es momento de que estos europeos se unan a Europa de modo natural y sin historias. Para ello hay que admitir que una identidad es una casa abierta que se agranda y se enriquece cada día.

Tahar ben Jelloun, escritor y miembro de la Academia Goncourt.