Identidad y realidad

Se lamentaba hace unos días Fernando Savater, en una entrevista, de la falta de argumentos y, por el contrario, la profusión de insultos que ha recibido el Manifiesto por la lengua común. No le falta razón. Las políticas nacionalistas gustan de anclarse en posturas defensivas que, lejos de aportar razones y disponerse al diálogo, no ven en la crítica sino agravios y ofensas de un supuesto enemigo. Aunque quizá haya que decir también que un manifiesto no es el mejor género para provocar un debate serio y nutrido de argumentos. Sea como sea, ahí van, querido Fernando, algunas razones que ponen en cuestión tanto ciertas afirmaciones de trazo excesivamente grueso vertidas en el Manifiesto como algunos de los errores en los que incurren las políticas lingüísticas denunciadas en él. Vaya por delante que es de Cataluña de lo que hablamos, y no en general de las comunidades autónomas bilingües. Por dos razones fáciles de entender: lo que conocemos de cerca es la realidad catalana y, en este caso, las generalizaciones son injustas dadas las singularidades que caracterizan a los distintos territorios.

No hay nada que objetar, de entrada, a la afirmación inicial de que la lengua común del Estado es el castellano, el cual convive en una relación ciertamente "asimétrica" con las otras lenguas españolas oficiales. Dicha asimetría no es en modo alguno "injusta": es una realidad sin más, de acuerdo. Ahora bien, la Constitución proclama la cooficialidad de las distintas lenguas y la necesidad de que sean objeto de un "especial respeto y protección". Decidir hasta dónde deben llegar tal protección y respeto es la cuestión no resuelta ni en el interior de los respectivos territorios ni desde el Estado. No hemos acertado aún a combinar bien los dos requisitos enunciados por el filósofo William Kymlicka para satisfacer ciertos anhelos identitarios sin menoscabar al mismo tiempo las libertades individuales. A saber, a la "protección externa" que precisa una lengua minoritaria hay que añadir ciertas "restricciones internas" en el propio territorio, con el fin de impedir que se ejerza una dominación desmesurada e inaceptable sobre los ciudadanos. En nuestro caso, ni la protección del Estado satisface, ni los territorios bilingües se prestan a restringir sus ansias legislativas siendo más cuidadosos con la pluralidad que tienen dentro.

El ámbito más afectado por las políticas lingüísticas es, sin duda, el de la educación, ya que es el más idóneo para difundir y consolidar una determinada lengua. No en vano fueron los Estados nacionales los que inventaron la escuela pública con un propósito claramente unificador. Pero cuando las lenguas oficiales son dos, hay que empezar a hacer encaje de bolillos. Plantear el problema lingüístico educativo en términos de derechos no es pertinente -como escribía, en este mismo periódico, con razón, Ignacio Sánchez-Cuenca-. Pues si es indiscutible que los derechos son de las personas y no de las lenguas o de los territorios, el derecho a la educación es quizá el único que a su vez impone ciertas obligaciones a sus sujetos. Impone la obligación de aceptar unos programas comunes y homogéneos. Los Estados deciden qué hay que aprender y cuál es la lengua en que hay que hacerlo. Sería absurdo en un país cada vez más poblado de inmigrantes reclamar el derecho de cada individuo a ser educado en su propia lengua porque es la materna. Las políticas educativas no se limitan a "estimular" ciertos aprendizajes. De un modo u otro, los "imponen". Así se ha hecho, por ejemplo, y se ha hecho bien, con la discutida "educación para la ciudadanía".

Siguiendo con la educación, Cataluña optó por un modelo único, la misma escuela para todos, con dos objetivos muy razonables: a) subsanar la marginación sufrida por el catalán durante el franquismo; b) evitar a toda costa una fractura social que hubiera sido nociva para todos. El modelo es correcto, lo que no significa que no sea mejorable y que no necesite ciertos ajustes respecto a la presencia del castellano.

Una doble línea escolar, en catalán y en castellano, no sólo sería económicamente insostenible, sino un fracaso material. La lengua catalana es, hoy por hoy, la lengua de la clase dominante, la que da prestigio social (como lo fue el castellano durante el franquismo), cuando menos a ciertos niveles. Los primeros que optarían en Cataluña por la escuela catalana serían los padres castellanohablantes, por lo que representa de ascenso social para sus hijos. Son los hijos de los inmigrantes de la posguerra los que más han celebrado la existencia de una escuela catalana para todos. En cambio, los padres que viven en un entorno exclusivamente catalán quizá bendecirían esa tercera hora de castellano tan denostada por algunos políticos y medios de comunicación cercanos al nacionalismo. Y a ninguno parecería mal un mejor equilibrio de las dos lenguas. Por ello, sería conveniente flexibilizar el modelo, contrastarlo con una realidad que está lejos de ajustarse al ideal previsto, y no dejar de adaptarlo a las nuevas situaciones. Pero flexibilizar el modelo no es lo mismo que atender a los supuestos derechos de cada individuo que esté en desacuerdo con el modelo educativo. Ninguna sociedad con educación pública podría funcionar así.

El gran problema de los nacionalismos sin Estado es que su objetivo último es llegar a tenerlo. Y mientras ello no ocurre, la tendencia de los políticos nacionalistas, sea cual sea el partido al que pertenezcan, es actuar "como si" tuvieran un Estado propio, lo que da lugar a políticas, en el peor de los casos, no del todo legítimas y por lo general inútiles porque están destinadas al fracaso. Son políticas que vislumbran el ideal de una nación monolingüe, que nunca se ha correspondido con la Cataluña real ni llegará a hacerlo. Una dualidad que produce disonancias e inquietudes tanto en los partidarios de esa idea platónica nunca realizada como en los que quisieran dejarse de historias y ver reconocida tal cual es la realidad en que viven. Con la excusa, teóricamente justa, de que el catalán necesita una protección constante y sostenida, se realiza una discriminación positiva que no todo el mundo acepta ni siempre es democráticamente intachable. Así, en el día a día, nadie tiene problemas para comunicarse en la lengua que prefiere, pero la documentación que procede de la Administración pública es siempre monolingüe. A diferencia de lo que ocurre con la empresa privada, que pregunta previamente al ciudadano en qué lengua quiere ser atendido, la Administración no pregunta y lo hace sistemáticamente en catalán.

No hay problemas de convivencia en Cataluña, se ha repetido hasta la saciedad. Los hay para quienes se empeñan en vivir sólo en una de las dos lenguas, los que se niegan a aceptar que nuestro hecho diferencial es el bilingüismo. Cataluña no es Francia ni Alemania. No vale para Cataluña el argumento de que quien quiere vivir en Francia debe aprender francés y dejar su lengua de origen para la esfera privada. Aquí, mientras tengamos dos lenguas oficiales, ambas deben convivir no sólo en el ámbito privado, donde lo han hecho siempre, sino también en la esfera pública. Y hay una cierta resistencia a que así sea, un espejismo que impide ver la realidad tal como es. Pero el espejismo es exclusivamente político, no cultural. Ahí aciertan los autores del Manifiesto, pero no en dramatizar la preocupación. El problema no es más que un pseudoproblema. Que no se arregla con cambios en la Constitución -¡Dios nos libre de intentarlo!-, sino con sentido común.

La diversidad de lenguas es una maldición, según el mito babélico, pero todos pensamos que tener muchas lenguas es una riqueza que hay que preservar. Una idea, por lo demás, avalada por la investigación en neurobiología, que no duda en afirmar que crecer con dos lenguas tiene beneficios cognitivos importantes, además de preparar a la persona para el aprendizaje de otras lenguas. Pero el bilingüismo no será una riqueza si no somos capaces de abordar nuestras discrepancias con tranquilidad y ganas de resolverlas, si nos negamos a encajar las críticas y, sobre todo, si nos empeñamos en vivir de espaldas a una realidad que es mucho más compleja que la prevista por las leyes.

Victoria Camps, catedrática de Filosofía Moral y Política en la Universidad Autónoma de Barcelona, y Anna Estany, catedrática de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Barcelona.