Identidades

¿Y ahora qué? Nuestro Estado de bienestar, con su burocracia, con su tecnocracia intervencionista, ha entrado en un proceso de decadencia lenta pero implacable, un proceso profundo y global de agotamiento de un modelo de democracia que está resultando ineficiente por insuficiente. Incluso ha regresado el virus de la autodestrucción. Un virus que estimula a las fuerzas contrarias para que actúen sobre un mismo cuerpo hasta autodestruirse sin querer. Mirad lo que nos está pasando, el Brexit o la UE y veréis su poder destructor. En fin, la tormenta está servida porque el tiempo es implacable y lo envejece todo. En otras palabras, que las cosas siempre tienden a ir mal si se abandonan a sí mismas, si no se interviene, si no se cambia.

Pero nos han enseñado a vivir esperanzados y pensamos que la bondad de nuestro invento democrático es tan evidente que no puede fracasar. Nos han educado para ser felices y creer que la democracia no tiene alternativa, que no puede desaparecer, que estamos en el mejor de los sistemas y que solo necesitamos un golpe de suerte, un cambio de ciclo. Mientras tanto, algo muy importante se nos está escapando.

IdentidadesLa democracia está perdiendo la capacidad de seducción y entusiasmo que es la base de su poder. La misma palabra que ha proporcionado dignidad y prosperidad al ciudadano, que ha sido la garantía de nuestros derechos, a fuerza de repetir sus bondades sin fundamento se está convirtiendo en un término vacío. El Estado social de Derecho, con su ejecutivo fuerte, con su policía y sus tribunales, se ha quedado pequeño frente a un libre mercado apátrida que ha convertido a los Gobiernos democráticos en sus agentes endeudados. Estamos viviendo en democracias bonsái, bonitas, pero recortadas y pequeñas, formales pero inservibles como un holograma.

Quizá el Derecho podría ser, de nuevo, nuestro aliado. Siento desilusionaros. El Derecho también está desertando de su misión. La teoría del Derecho, como la democracia, está dando muestras preocupantes de falta de efectividad y está siendo sustituida por productos académicos superficiales de estilo rebuscado y pedante en fin, por recopilatorios y recitales de palabras repletas de una descomunal vanidad inservible que casi nadie se cree y que pocas veces se aplica.

El Derecho, nuestra conquista, nuestro seguro contra la arbitrariedad, también se ha convertido en un objeto de consumo. Las leyes no se hacen con la intención de que se apliquen, se anuncian para calmar los ánimos, distraer la atención, buscar votos o desarticular protestas. Y cuando la ley es confusa, contradictoria e incluso arbitraria, no puede sorprendernos que los jueces destronen a los legisladores.

Nos dicen que todo se soluciona con otras mayorías. No nos engañemos. Las cosas se pueden y deben hacerse mejor con los mismos medios y en la misma crisis y por eso exigimos responsabilidades a los actores. Pero la decadencia del sistema es más profunda, es una crisis de las estructuras de gobierno, judiciales y parlamentarias. ¿No os dais cuenta? Ya no elegimos a nuestros representantes, ni nos comprometemos, simplemente optamos, “me gusta”.

Solo hay que ver cómo se vacía, cómo se deshace nuestra intimidad, nuestra identidad. Esa esfera privada en la que nadie puede entrar sin consentimiento. Ese territorio que nos reservamos para poder ser individual y socialmente diferentes y lo suficientemente fuertes para no perdernos en un mundo en el que todos somos iguales pero no somos lo mismo.

Claro que sabemos que no podemos vivir aislados, que no es suficiente tener un Wilson. Que necesitamos el roce, convivir, compartir y sentirnos a gusto en grupos diferentes. Pero también sabemos que somos especiales y que necesitamos mantenernos diferenciados para tener conciencia de nosotros mismos, para proteger este 0,1% que me hace individual y socialmente único. Pero mi intimidad tiene un precio. Cuando nos conectamos “voluntariamente” el capital aumenta mientras nosotros nos desnudamos como personas y como sociedades. Y sin intimidad la identidad desaparece. Valemos según sea nuestro historial de datos y el mercado para crecer necesita revelarlos y acumularlos hasta vaciarnos. Necesita saber lo que hago y lo que pienso. Saber antes que yo el color de la camisa que voy a comprar o el resultado de mis análisis. Hasta los latidos de mi corazón tienen su tarifa.

Ya no es el Estado el que nos prohíbe hablar y nos pincha los teléfonos, ahora es el mercado el que nos obliga a hablar permanentemente para poder tener amigos. Si no te conectas, si no te muestras, no existes. Nos dicen, con mirada huidiza y gesto vanidoso: esta es la libertad que te ofrecemos, o la coges o la dejas. Conéctate o aíslate, conéctate o córtate un brazo. Tú mismo.

Sí, ciudadanos, estamos viviendo el precario momento del fin de un régimen y el comienzo de otro para el que las antiguas melodías ya no sirven. Nos toca demostrar de nuevo que la democracia no es la causa de los males, que no tiene nada trascendente, que no es un fin en sí mismo que la democracia es una estructura fruto de conquistas parciales, mejoras y rectificaciones. Sin duda el mejor mecanismo inventado para defender nuestros derechos, pero necesita ser afinado y transformado constantemente, porque si no avanza, desaparece.

Nos toca idear nuevos entusiasmos para construir una nueva democracia más participativa, más igualitaria, más eficiente y menos autoritaria. Uniendo fuerzas para recuperar nuestras libertades y con ellas nuestras identidades, que es el recipiente donde se almacenan nuestros secretos. Si lo rompen, todos nos convertiremos en lo mismo. Necesitamos no solo un Gobierno democrático sino grupos de Estados democráticos (no es la luz la que nos atrae a Europa si no la sombra la que nos empuja) con legitimidad y poder social suficiente para imponer el Derecho a un mercado que se apropia de la palabra igualdad para hacernos idénticos.

Este es el modelo alternativo a la democracia representativa, Estados Democráticos de Derecho en grupos más eficientes, más globales, con nuevos y modernos instrumentos de participación y gobierno que puedan controlar a nuestro principal adversario que ya no es el Estado sino el mercado. Necesitamos contener al poderosísimo capital internacional, el único poder que continúa siendo privilegio de una oligarquía hereditaria que hace trampas para no pagar impuestos. Un Estado democrático de Derecho que trabaje unido a otros para que McDonald no se coma la tortilla de patatas, ni IKEA al carpintero. Que asegure la realización efectiva de la libertad y la igualdad sin uniformidad. En fin, como decía E. Tierno, un Estado democrático de Derecho que humanice el bienestar.

Antonio Rovira es catedrático de Derecho Constitucional y director del Máster en Gobernanza y Derechos Humanos (Cátedra Jesús de Polanco. UAM/Fundación Santillana)

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