Ideología contra equidad

La principal fortaleza estructural de nuestro sistema educativo es a mi juicio la existencia de una doble red de centros sostenidos con fondos públicos. Por un lado, están los centros de titularidad y gestión pública, en los que se han escolarizado este último curso algo más de dos terceras partes de todo el alumnado (excluido el universitario). Junto a ellos están los centros concertados, de titularidad y gestión privada, sometidos a reglas precisas y sostenidos con fondos públicos, que han escolarizado en 2020 al 25,5% de ese alumnado y a cerca del 30% en las etapas básicas y obligatorias (Primaria y ESO). En conjunto, algo más de dos millones de estudiantes.

Este sistema se configuró básicamente –y es oportuno recordarlo en estas circunstancias– bajo los gobiernos de Felipe González, a mediados de la década de los 80. No siempre ha sido pacífico y ha experimentado tensiones tanto económicas como relativas a la gobernanza. Pero es de justicia reconocer que, en conjunto, ha permitido un grado razonable de elección a los padres, que ha sido un mecanismo de garantía de la equidad para que la libertad que reconoce el artículo 27 de la Constitución no estuviera limitada por la capacidad económica y también que ha propiciado un nivel saludable de emulación positiva entre los dos componentes estructurales de esa doble red.

En una palabra, ha permitido combinar libertad y equidad, dos aspiraciones que a veces se presentan como antitéticas. El círculo virtuoso en la gobernanza educativa consiste en articularlas. Hoy vemos cómo sistemas diversos (notablemente, Estados Unidos a través de las chartered schools o el Reino Unido mediante las academies) están consolidando algo no muy distinto a lo que aquí tenemos con la doble red.

El propósito cada vez menos disimulado del Gobierno es que pronto conjuguemos en pasado ese tenemos. La estación intermedia consiste en debilitar a la enseñanza concertada, a través del acreditado procedimiento del cerco por hambre.

La situación de partida que las estadísticas oficiales de gasto educativo ponen de manifiesto es la de que el gasto público por alumno es inferior en un 30% en la educación concertada que en la pública. De hecho, el gasto público en la educación concertada supone sólo el 12,5% del gasto público educativo total, una proporción muy inferior a la del alumnado al que atiende. Objetivamente, se puede decir que la educación concertada está subsidiando a la educación impartida en centros públicos, liberando recursos que permiten mayor holgura económica a estos últimos.

Añadamos que en la nueva ley educativa en trámite (LOMLOE) se quiere suprimir la referencia a la «demanda social» que contiene la LOMCE a la hora de fijar criterios para la programación de la red de centros. Eso sí, el que avisa no es traidor. Y ya avisó en noviembre del pasado año Isabel Celaá (y eso que estaba en funciones) a los asistentes al Congreso de Escuelas Católicas que «de ninguna manera se puede decir que el derecho de los padres a elegir centro podrá ser parte (sic) de la libertad de enseñanza».

En esa lógica se inscribe el acuerdo entre los partidos del Gobierno para excluir a los centros concertados de cualquier perspectiva de futuro. Los puntos 18.1 y 18.2 del borrador de los partidos del Gobierno en el Grupo de Trabajo de Políticas Sociales y Sistemas de Cuidado de la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica son totalmente cristalinos: «la totalidad del incremento de la inversión irá destinado a la educación pública de gestión directa» (18.1) y «las administraciones educativas promoverán un incremento progresivo de puestos escolares en la red de centros de titularidad pública al objeto de poder cubrir todas las necesidades de escolarización existentes» (18.2).

Así pues, de modo inmediato, los 2.000 millones de euros destinados a educación en las partidas de compensación por los costes extraordinarios motivados por la Covid-19 irán íntegramente a los centros públicos. En el futuro: oídos sordos a cualquier demanda de nueva educación concertada hasta la asfixia completa. En mi opinión estamos ante un ataque grave, directo y arbitrario a la justicia y a la equidad. Y también, en mi opinión, a la propia escuela pública.

Pongamos en primer lugar las cifras en perspectiva. Esos 2.000 millones representan un 4% del gasto público educativo, una proporción no desdeñable. Los costes económicos soportados por los centros tanto en la fase de contención (cierre) como en la de recuperación (final de curso y sobre todo curso próximo) son similares, si acaso algo superiores en los concertados por menores economías de escala. Por tanto, esta (primera) decisión supone privar arbitrariamente a los estudiantes de esos centros de un monto de recursos que van a beneficiar, sin que exista una razón objetiva para ello, a los estudiantes de los centros públicos que ya partían de un gasto público por estudiante muy superior al que se dirige al de los centros concertados.

Si esta decisión se adopta finalmente y se plasma en la correspondiente distribución de los recursos, creo que nos encontraríamos con una situación en la que los centros afectados y sus organizaciones corporativas podrían recurrir a la justicia contencioso-administrativa (es una medida arbitraria y de hecho en el citado borrador no se aporta más justificación que la necesidad de fortalecer la educación pública, como si la concertada no lo fuera) e incluso a la justicia constitucional, puesto que ataca –aunque a la señora Celaá no se lo parezca– al fundamento material de la libertad educativa del artículo 27 de la Constitución.

Pero al margen de ello, simplemente la enunciación de estos propósitos revela una voluntad deliberada de supeditar a las obsesiones ideológicas ni más ni menos que las oportunidades educativas de una cuarta parte de nuestros estudiantes, cuyo pecado original es el de tener unos padres que han ejercido, dentro de unos márgenes en los que hasta ahora habíamos estado de acuerdo, la libertad fundamental de elegir la enseñanza que querían para sus hijos. Y ello, para hacerlo aún más sangrante, sirviéndose de una situación crítica como la que ha atravesado el sistema educativo en su conjunto como consecuencia de la Covid-19. Porque, seamos claros, el resultado de esta decisión es desentenderse de la suerte educativa de dos millones de estudiantes, en su inmensa mayoría de las clases medias y trabajadoras, tan necesitados de esta asistencia como el alumnado de los centros públicos.

Y si el perjudicado directo son los estudiantes de los centros concertados y los propios centros, que verán erosionadas sus bases de sustentación económicas, creo que la escuela de titularidad y gestión pública también sale perjudicada. Pienso que la gran mayoría de sus agentes (directoras, profesoras y sus correspondientes homólogos masculinos, pero en este caso está bien que el lenguaje reconozca la realidad del abrumador predominio femenino) estarán en lo más íntimo incómodas con el exorbitante privilegio que se concede a sus centros, porque la gran mayoría de ellas y ellos reconoce las virtudes de la doble red y como buenos deportistas les gusta jugar en un campo nivelado y con un árbitro imparcial. Nivelación e imparcialidad que medidas como ésta comprometen seriamente.

Esto va mucho más allá de cómo se reparten 2.000 millones de euros y por qué se priva de su alícuota a dos millones de estudiantes, por importante que ello sea. Esto va de libertades y de equidad. Y por eso, este partido hay que jugarlo hasta el final. Si hace falta, con prórroga y penaltis.

José Ignacio Wert fue ministro de Educación entre 2011 y 2015. Es autor de La educación en España. Asignatura pendiente (Almuzara, 2019).

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