¿Ideología? No, demografía

Uno de los momentos más brillantes y a la vez postreros de la historia de la Humanidad fue, sin duda, la escritura del Quijote, pero no solo por alumbrar la primera novela moderna, pilar básico de la cultura universal, sino por liquidar una de las virtudes medulares que identificaban la idiosincrasia española, perdurable aún hoy, pálidamente, como el mortecino resplandor de una lejana estrella apagada. Cervantes acabó para siempre con la virtud de la hidalguía, pues, aun desde su encomio, lo cierto es que la depositó irónicamente nada menos que en el desvarío de don Alonso Quijano. Desde entonces la hidalguía ha sido cosa estrafalaria, frente a un pragmatismo apegado a la realidad –el de Sancho Panza– que en nuestro país ni siquiera era un apelativo de la razón práctica, sino un sinónimo de picaresca, genuina aportación a una subespecie universal. Como género literario dio obras notables, claro está, pero el paradigma humano sobre el que se basaba no anunciaba en modo alguno un edificante comportamiento colectivo, tanto peor cuanto que, con la Contrarreforma, el pícaro enterraba su desvergüenza en el secreto cubil de un confesionario. La atrición bastaba. Los calvinistas y luteranos, por contra, tenían otro concepto más elevado de la responsabilidad individual, y ahí les dejo entretenidos con Max Weber. No puedo verificar que aquel fuera el origen del estigma, pero no hace falta mucho rigor estadístico para apreciar que España es un país en donde ha habido más sinvergüenzas de lo prudente.

De una manera natural, la desvergüenza es un simpático componente del genoma patrio más que un cuerpo extraño que hay que neutralizar profilácticamente. Incumplir las normas cívicas que la colectividad se ha dado a sí misma como garantía de convivencia es algo normal siempre que no haya un testigo que te lo recrimine. Ya saben, defraudar a Hacienda no es pecado… siempre que no te pillen, claro. Por eso es absolutamente normal que medio país esté hoy a recaudo de las cuentas opacas panameñas hasta el punto de que una España triturada en grotescos cantones no podría encontrar mejor emblema aglutinante que la bandera del singular país del canal construido por Sacyr.

En este contexto es un verdadero sarcasmo hablar de ideologías como razón última para depositar el voto en las próximas elecciones. Nada hay más impúdico que revestir con un disfraz ideológico esa especie de crucigrama diseñado por un demente que es el discurso político. Un redomado conservador nada tonto, Fernández de la Mora, ya advirtió del crepúsculo de las ideologías. Pero cuesta trabajo pensar que son ideologías las palmarias imposturas con que se hacen y se deshacen acuerdos, se cambian siglas, se amañan programas, se desfigura el lenguaje y se acuñan eslóganes vacíos para darle una forma versátil a la propia vaciedad de unos contenidos que no son más que un monumental expediente de regulación de empleo para la clase política. Hacer extraños compañeros de cama para componer mayorías parlamentarias es una práctica habitual de la democracia contra la que nada objetamos, pero, por favor, no insulten la poca inteligencia que nos queda cuando la coyunda retuerce las ideologías hasta hacerlas irreconocibles.

Ante esta monumental hipertrofia de imposturas, y frente al compromiso de votar de nuevo en junio, existe un móvil en principio más irracional que lo que debería ser un íntimo ejercicio de civismo y responsabilidad política aunque haya funcionado siempre: el relevo generacional. Los jóvenes, salvo los abducidos por la fuerza de intereses familiares, suelen votar en contra de lo que hacen sus padres por ley de vida. Y ya que la picaresca o la desvergüenza son entrañables e inocentes demonios familiares, a nadie debería sorprenderle que la descomunal avalancha de corrupciones políticas de los últimos tiempos no pase ninguna factura. En el fondo, pensarán muchos, se ha hecho lo que habríamos hecho todos, y el único problema es que ha intervenido un poder judicial, vaya usted a saber si actuando siempre con la venda de neutralidad que ciega a su severa dama icónica. Así pues, la cuestión está en analizar meticulosamente la pirámide de población española y saber dónde está cronológicamente la línea divisoria entre lo que votan los mayores (¿cincuenta, sesenta años…?) y los que tienen que votar otra cosa porque les ha llegado «su» tiempo de protagonizar la historia. Ganarán quienes tengan más gente a un lado u otro de esa línea. La clave, pues, está en la demografía: entre los pícaros españoles cuyo tiempo ya pasó y los pícaros españoles cuyo tiempo les toca ahora. Ese es el sentido del cambio que nos anuncian los vendedores ambulantes de quincalla ideológica, y no otro. Y perdonen que no tenga mejor opinión de mis compatriotas, pero es que, siendo un lector compulsivo de la prensa escrita para que esta no desaparezca, la observación de la realidad cotidiana no me da pie a otra cosa.

Salvador Moreno Peralta, arquitecto.

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