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Si nos tomásemos en serio las reglas de la democracia, la obligación del presidente del Gobierno en este momento sería la de dar cuenta cabal de su política en torno al 'proceso', una política que ha dividido a la sociedad española como pocas iniciativas lo habían conseguido. Quienes apoyamos ese proceso dijimos siempre algo muy claro: que era el derecho y el deber del Gobierno iniciar un proceso de diálogo si poseía datos fiables que lo hicieran aconsejable; pero también dijimos que era su responsabilidad hacerlo. Y ahora, después de meses de dulce gloria, ha llegado el momento de la responsabilidad, un momento exigente que no puede evadirse haciendo proclamaciones de amor infinito por la paz. Es mucho más sencillo: Rodríguez Zapatero debe contarnos qué había en la cajita que agitó durante meses para convencernos de que la iniciativa era razonable. Entonces, la más mínima prudencia exigía que guardase reserva sobre su contenido; ahora, nuestro derecho ciudadano a enjuiciar su actuación exige que nos lo exhiba, para que podamos juzgar si actuó con razonable seriedad o no. Y si la cajita estaba vacía, como muchos nos tememos, debería aceptar que ha actuado alegremente y que debe asumir su responsabilidad política por ello.

Todas las apelaciones retóricas al republicanismo cívico, al ejercicio crítico de la ciudadanía que nos ha endilgado el presidente durante su mandato quedarán como eso, como meras monsergas oportunistas, si no es él, precisamente él, quien en este momento da ejemplo de tratarnos como ciudadanos mayores de edad. Un trato que pasa inexorablemente por desnudar en público los motivos de su actuación y someterlos a nuestro juicio. Si no lo hace, mejor sería que el Partido Socialista fuera pensando en su sustituto, pues es una figura tocada para siempre.

Pero no se preocupe nadie, eso sólo sucedería si fuéramos serios y consecuentes.

Si nos tomásemos en serio la política, los populares tendrían que dar cuentas del 'contraproceso' que han organizado durante estos nueve meses. De cómo han chapoteado con indecencia en el charco de los sentimientos más inmundos, agitando el ánimo con apelaciones a la traición, los muertos, la patria y todos los espantajos similares que saben que conmueven a las personas sencillas. Los populares tendrían que hacer un ejercicio de autocrítica profunda pues saben que, en el fondo de su alma, han deseado que ocurriera lo que ha ocurrido, no han deseado en ningún momento que el proceso pudiera salir bien. No tienen ninguna responsabilidad en el fracaso del proceso, pero la tienen y mucha en la confusión que se ha instalado en la sociedad española.

Una confusión de la que no vamos a salir volviendo todos juntitos, prietas las filas, al Pacto por las Libertades, como preconizan. Por ahí no se va al futuro.

Pero, de nuevo, no se preocupen, ni somos serios ni exigentes.

Si sintiéramos en todo su valor el Estado de Derecho, los ciudadanos gritaríamos indignados al ver que ahora, después de nueve meses de oír un día sí y otro también al ciudadano Otegi dando ruedas de prensa en nombre de Batasuna, el fiscal de turno decide investigar si cometió delito al dar la última, la posterior al atentado de Barajas. Porque no puede ser, el Derecho no puede ser utilizado en forma tan burda al servicio de los intereses coyunturales, por muy santos y nobles que sean. Eso no sería un Estado de Derecho, sino un Estado administrado por la arbitrariedad bondadosa de unos cadíes que se llaman fiscales o jueces. Y no es lo mismo.

Si fuéramos un poco más serios llegaríamos fácilmente a la conclusión de que con ETA no se puede negociar nada sino cuestiones personales: Primero, por principios, y segundo, porque introducir en el diálogo con ellos cuestiones políticas no provoca sino una retroalimentación de su sentimiento de protagonistas de la historia. Y que estos principios hay que aplicarlos de verdad, sin inventos pueriles tales como la historia de las 'mesas' separadas. Da igual que sean mesas sucesivas, simultáneas, diferidas o al tresbolillo, si nos hacemos trampas en el juego y discutimos con ETA o sus recaderos cuestiones políticas acabaremos siempre fracasando.

Si fuéramos más conscientes, caeríamos en la cuenta de que tampoco podemos esperar a que ETA vuelva a mandar recado al negociado del diálogo, que debemos y podemos encauzar nuestros problemas conversando entre nosotros. Y que, probablemente, en esa conversación lo primero que tenemos que verbalizar son las potentes imágenes que nos han conducido como colectivo al bloqueo mental en que nos encontramos. Que, según yo las veo, no son sino un mito, en unos, y un tabú, en otros. El mito es la percepción que tienen los nacionalistas de la autodeterminación como un momento único en que la voluntad de un pueblo consigue eliminar sus propias contradicciones. Un mito que les moviliza, les embarga el ánimo y les ciega. El tabú es el horror mental de los no nacionalistas a pensar, pensar siquiera, en la posibilidad de que se ponga a votación la españolidad del País Vasco. Desbloquear la situación exigiría sólo una doble toma de conciencia: los nacionalistas tendrían que admitir que la autodeterminación, tal como ellos la han sacralizado en su imaginario, es un imposible. Y los no nacionalistas tendrían que admitir que la autodeterminación debe ser, de alguna forma, posible. Y esto no es un juego de palabras sin sentido.

Si los nacionalistas reflexionaran, verían que han asumido una visión de la autodeterminación que recuerda, poderosamente, a la imagen que el socialismo continental se hizo durante décadas de la revolución: como un momento que permitiría desanudar todos los conflictos, superar todas las contradicciones, dar un paso de gigante hacia el futuro. El momento puro de la voluntad. Este mito fue un verdadero lastre para la evolución del socialismo, pues su claridad fulgurante les impedía el análisis realista de la situación histórica. Sólo cuando lo arrumbaron pudieron incorporarse a la política normal. Los nacionalistas deben ser conscientes de que la autodeterminación, como momento fundacional primigenio de una sociedad, es una pura metáfora, que el contrato social no es un hecho empírico que pueda tener lugar en la historia. Que ese momento en el que sueñan no sería, en realidad, sino el acta de defunción de la sociedad para gran parte de ella: sólo los ganadores se autodeterminarían, los perdedores llorarían su amarga derrota. ¿Sería eso una apoteosis de la sociedad?

Si los españoles meditásemos la cuestión, veríamos que nuestro sistema democrático debe admitir como posibilidad normalizada (sometida a norma) la de la secesión de una parte de España por voluntad mayoritaria, clara y consciente de sus ciudadanos. Los no nacionalistas deberían poder pensar en esa posibilidad, admitirla como una opción viable, dejar de verla como un tabú que ni siquiera se menciona, no sea que nombrar a la bicha la materialice entre nosotros. Deberían estar dispuestos a dejar que se demuestre en la palestra que el Estado está unido por la voluntad de sus ciudadanos, no por la fuerza. Pues, como dijo Hegel, la vida no vale nada si no se está dispuesto a ponerla en liza y perderla.

Pero no se preocupen, todo esto no va a pasar nunca, porque no somos así de serios con nosotros mismos. ¿Recuerdan el 'If' de Rudyard Kipling que sujetamos con tachuelas en la pared en la adolescencia? Pues no, no nos hemos hecho hombres todavía.

J. M. Ruiz Soroa, abogado.