Ignacio Fernández de Castro

El 17 de septiembre pasado murió Ignacio Fernández de Castro tan sigilosamente como vivió, en especial durante las últimas décadas. Los medios de comunicación apenas dieron noticia de su fallecimiento a pesar de la actual abundancia de notas necrológicas sobre perfectos desconocidos.

Me dirán muchos con razón: tampoco sabemos quién fue Ignacio Fernández de Castro. Efectivamente, muy escasa ha sido su presencia pública desde 1970; y tampoco ocupaba la primera plana en tiempos anteriores, tanto por la situación política del momento como por su natural modestia, su retraimiento a situarse bajo los focos. Honesto hasta la exageración en lo personal y en lo intelectual, prefirió siempre ejercer una labor callada, en defensa de sus ideas, que la notoriedad pública. Sin embargo, a finales de los años cincuenta y primeros sesenta, fue una figura clave y significativa de una cierta oposición al franquismo. De esa época vamos a tratar.

¿La sociedad española de los años cincuenta era un páramo cultural y político como sostienen algunos? Ciertamente, en buena parte lo era. Los viejos republicanos no exiliados vivían aterrorizados por el trance sufrido y los jóvenes nacidos tras la Guerra Civil todavía no eran plenamente conscientes de la naturaleza de la dictadura y de la forma de combatirla. Sin embargo, una generación intermedia que no había luchado en el frente pero fue testigo de la guerra sirvió de puente para que, ya en los sesenta, una vez perdido el miedo, pudiera emprenderse una lucha abierta contra el franquismo. Fernández de Castro, nacido en Comillas en 1929, perteneció a esta generación.

Por tanto, la sociedad española, desde el punto de vista intelectual, era inhóspita pero no un páramo. Quienes quisieran continuar la tradición cultural republicana interrumpida por la guerra tenían unos cuantos árboles donde abrigarse para encontrar algo de calor y protección: Ortega y su escuela (Marías y la editorial Revista de Occidente), los viejos y miedosos liberales (Baroja, Azorín, Pla) y los falangistas en proceso de reconversión a la democracia (Ridruejo, Laín, Tovar). A su amparo surgieron en los años cincuenta determinados grupos de esa generación intermedia, en especial, el núcleo de Madrid consolidado tras las revueltas estudiantiles de 1956 (Aldecoa, Ferlosio, Pradera, Tamames) y el grupo de Barcelona en torno a Castellet, Sacristán, Barral y Gil de Biedma.

Esto en lo que se refiere al mundo cultural e intelectual. En el político, la situación estaba controlada por el Partido Comunista. ¿Qué podían hacer los católicos de izquierdas que querían comprometerse en política y cuya religión les impedía ser comunistas? Podían fundar un partido tan revolucionario como el comunista pero sin la comprometida etiqueta de este. Así nació en 1958 el Frente de Liberación Popular, el FLP, el llamado Felipe, impulsado por el joven diplomático Julio Cerón Ayuso y cuyo ideólogo más valioso –junto al psiquiatra cordobés José Aumente y el sociólogo Jesús Ibáñez– fue Ignacio Fernández de Castro, que ejercía entonces de abogado laboralista en Santander.

Fernández de Castro publicó entonces un libro que le hizo famoso y cuyo título lo dice todo: Teoría de la revolución. Y por la misma época un breve opúsculo ( ¿Unidad política de los cristianos?) en el que se distanciaba por la izquierda de la democracia cristiana. Ambos se publicaron en la editorial Taurus, entonces propiedad de Pancho Pérez González. Todas estas obras tenían un marcado influjo del filósofo católico francés Emmanuel Mounier y de las revistas Esprit y Témoignage Chrétien. Con anterioridad, ya la revista catalana El Ciervo, dirigida por Lorenzo Gomis, había acogido posiciones semejantes aunque con un tono más templado y plural. Cerón, Fernández de Castro y Aumente eran mucho más radicales, eran revolucionarios, con posiciones a la izquierda del PCE aunque sin su pedigrí: los comunistas eran profesionales, los “felipes” aficionados.

Ahí se inició el catolicismo político de izquierdas, cuyo mejor exponente posterior fue Alfonso Carlos Comín. Y si bien el FLP tuvo poca importancia como formación política antifranquista, su principal contribución fue desmoralizar y debilitar al régimen ya que valiosos jóvenes, hijos de los vencedores de la Guerra Civil, formaron parte de sus filas. Católicos contra Franco: eso era una peligrosa novedad. Muchos de ellos serían, además, protagonistas de la transición en partidos bien distintos: UCD (José Luis Leal o Pérez Llorca), PSOE (Maravall o Leguina), PCE (Sartorius) o CiU (Roca Junyent).

Fernández de Castro se exilió en 1962 y vivió hasta 1970 en París, donde colaboró con Pepe Martínez en Ruedo Ibérico y publicó su obra más importante, La demagogia de los hechos, que aún se tiene en pie. Después volvió a España para dedicarse, preferentemente, a la sociología de la educación, fuera de los circuitos académicos. Hasta el final ha sido el hombre íntegro y comprometido de siempre. Un ejemplo.

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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