La igualdad entre todos, la derogación de los privilegios, comenzó siendo una proclamación política de claro significado moral y jurídico. No se tardaría mucho en ver que su mayor deficiencia estaba en la desigualdad económica, en la vieja dialéctica entre ricos y pobres que ya Platón detectaba como una de las sustancias de la política y que ha sido la palanca que ha permitido acrecentar de modo indefinido el poder de los Estados. La izquierda supo hacer de esa diferencia el nervio de su política, pero por diversas razones, sobre todo por la eficacia de las sociedades de mercado para permitir que se hayan podido reducir las desigualdades más sangrantes, hace tiempo que se viene olvidando en serio de esta cuestión, al margen de que siga haciendo alguna demagogia barata, para centrarse en otros asuntos.
La razón de fondo por la cual las izquierdas españolas se olvidan de ideales como el de igualdad ante la ley se encuentra en un giro ideológico que oculta una pura voluntad de poder: si los recursos políticos de la izquierda clásica permiten que la derecha gane unas elecciones democráticas, algo no funciona bien y hace falta remediarlo de forma radical. Esta es la razón por la cual nuestros izquierdistas se vienen identificando en forma creciente con los intereses de los separatismos.
Se trata de una modificación de índole estratégica y es suficientemente profunda como para ocultar el disparate ideológico que implica, entre otras cosas porque supondrá adaptar los ideales proclamados al interés contante y efectivo. Acoger las demandas de los separatistas, asumir su desigualdad, supone una fuente de poder y de legitimidad democrática, más votos al precio que fuere, por más que implique la absurda pretensión de convertir en progresistas a los carlistas de antaño, a los que no creen en otra legitimidad que la histórica de su terruño, y a los que la creencia en la legitimidad democrática de las elecciones entre iguales les parece una estratagema del poder para oprimir a la nación victimizada.
El mecanismo ideológico que permite a comunistas y socialistas adoptar esta estrategia sin ruborizarse en exceso depende de una nueva lectura de la idea de igualdad, una lectura colectivista que renuncia a proteger a los individuos, para los que la igualdad siempre ha significado estar al abrigo de abusos, porque apuesta por asociarse con lo que se pretende sean nuevas fuerzas históricas, aunque apenas modifiquen un ápice su naturaleza troglodítica.
Lo que cambia no es tanto el ideal de igualdad, sino, sobre todo, el sujeto al que se aplica de modo que la igualdad entre individuos cede el paso a otras especies de igualdades entre colectivos cuya lucha por el reconocimiento les ha dotado de un poder creciente. Por esta razón, por ejemplo, las nuevas izquierdas españolas aceptan como propio el análisis colectivista de los delitos contra la libertad sexual, porque no importan los individuos que los cometen, sino el hiperbólico machismo que los ampara y justifica. El voto de las mujeres que se suponen liberadas de tan ancestral poder justifica de sobra que se prive a los proclamados agresores de algo tan esencial como el principio de presunción de inocencia o el derecho a ser juzgado por un tribunal independiente y respetuoso con la legalidad.
Esta deformación del ideal de igualdad también supone, como es obvio, desestimar por completo la idea de libertad, un bien moral del que sólo pueden gozar los individuos. Estas dos negaciones constituyen una aberración sin la que es imposible convertir a la izquierda en un aliado natural de formaciones políticas en las que la libertad siempre se ha visto como un prejuicio burgués y revolucionario, contrario a los principios tradicionales de gobierno en las regiones que se califican de históricas, como si el paso del tiempo fuese otro de sus privilegios: el ideal euskaldún de las leyes viejas o la obsesión identitaria que imagina a Cataluña como una pequeña nación sojuzgada durante siglos.
Aunque la libertad política no goza hoy en día de gran predicamento en casi ninguna parte, esta perversión de la idea de igualdad me parece una invención genuinamente española, un invento que permite convertir la necesidad de votos en una gran virtud progresista. Quienes compran la mercancía no reparan, sin duda, en que están legitimando lo contrario de la igualdad, el puro privilegio por más que se defienda en unas supuestas agresiones previas. El victimismo feminista y el agravio nacional son las dos historias que han contribuido a modificar el ideal de igualdad que era dominante en la izquierda por un apaño circunstancial que tiene la enorme ventaja de ofrecer nuevos caladeros de voto a una izquierda que no ha sabido encontrar su agenda en los nuevos escenarios y que se encontraba necesitada de apoyos.
Dejando al margen la cuestión relativa al feminismo, el ocaso interesado del ideal de igualdad significará para los españoles un grave retroceso porque amenaza con destruir el marco político en el que ha sido posible un largo periodo de progreso y bienestar. No ganaremos nada con sustituir el ideal civil de igualdad por el sometimiento a poderes que se pretenden edificar sobre la historia y en una legitimidad vinculada al territorio para acabar con un sistema que, como ha escrito Andreu Jaume, ha sabido crear en España, un espacio de isonomía, la modernidad política.
Por desgracia esta burla de la igualdad ciudadana, que ya es en el PSOE un rasgo diferencial que, al menos, le va a servir para amarrarse al poder de modo brutalmente cínico, empieza a ser una amenaza también en el PP, un partido tutelado por los barones regionales en el que cada vez se desvanece con mayor intensidad un proyecto nacional nítido y atractivo. Unos y otros amenazan con convertir a España en una reserva orwelliana en la que todos seremos iguales, pero unos lo serán más que otros.
José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política.