Igualdad formal, sí. ¿Igualdad real?

El artículo 14 de nuestra Constitución consagró el principio de igualdad de los españoles ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón, entre otros, de sexo. En consecuencia, este principio prohíbe de manera directa y expresa que cualquier norma realice una discriminación entre hombres y mujeres.

La Constitución de 1978 sitúa a las personas y a sus derechos en el centro de la acción pública. La norma supone el inequívoco reconocimiento de la dignidad y la igualdad en la progresiva construcción de las normas jurídicas a partir de la CE 1978. La relevancia de las transformaciones habidas en nuestro país exigen un cambio normativo en profundidad.

En la no discriminación y en la igualdad formal ante la ley hemos avanzado muchísimo. Es cierto. Ahora bien, las reivindicaciones en el progreso que supone el reparto de las cargas familiares, los techos de cristal, la segregación laboral, la brecha salarial o los indispensables medios humanos, técnicos y materiales en la lucha contra la violencia de género, hacen imprescindible en el avance de esta igualdad formal ante la ley en una igualdad real.

Me hace gracia ahora cuando recuerdo la modificación del artículo 68 del Código Civil por la Ley 15/2005, de 8 de julio. A los contrayentes de un matrimonio civil es preceptivo leerles, entre otros aspectos, que “los cónyuges están obligados a compartir las responsabilidades domésticas”. Algunos juristas pusieron el grito en el cielo, “¡es una intromisión inadmisible en la esfera privada de las personas!”, decían. Y con una perspectiva de unos pocos años esa interpretación resulta absolutamente ridícula.

Quería centrar el presente comentario sobre la cuestión de la aplicación práctica de la ley en un aspecto tan sensible, complejo y delicado como es el de la filiación. ¿Y por qué he elegido esta cuestión merecedora de este artículo? Pues porque la mujer tiene en la misma un protagonismo absoluto y porque la aplicación práctica de la norma, entiendo, deja a la mujer en una situación de clara discriminación.

El nexo que quiero establecer es el de filiación y los apellidos. Más concreto. Si en la inscripción de nacimiento de los nacidos primero debe figurar el apellido paterno y segundo el materno, o viceversa, primero el apellido materno y segundo el paterno.

El artículo 109 del Código Civil dice que “la filiación determina los apellidos con arreglo a lo dispuesto en la Ley”. En consecuencia, tendremos que acudir a ver qué dispone la Ley española en materia de determinación de los apellidos y, lo más complicado, también lo más discutido, el orden de los mismos.

Como he comentado en alguna otra ocasión, la legislación española en materia de apellidos, basada en la duplicidad de apellidos y en la duplicidad de líneas, debiera ser un modelo a seguir en aplicación, precisamente, de la no discriminación por razón de sexo.

La coyuntura que existe en nuestro entorno occidental de que los nacidos tienen un solo apellido, y éste siempre es el paterno, y que la mujer casada adquiere y es conocida por el apellido de su marido, responderá al factor costumbre y de condicionantes socioculturales, ahora bien, como elemento de igualdad y reconocimiento de la imprescindible función de la mujer, resulta absolutamente incomprensible y retrógrado. Rechazable desde cualquier punto de vista.

¿Alguien sabe quién es Hillary-Diane Rodham? ¿Y Michelle Robinson? Seguramente nadie. Sin embargo, si decimos Hillary Clinton o Michelle Obama, todos caemos inmediatamente que son “la mujer de” y “la mujer de”. ¿No tienen estas señoras la suficiente fuerza e identidad por sí mismas para no arrastrar la filiación de sus cónyuges? Por supuesto. Y mucho más. Más flagrante, si cabe. La primera mujer en dirigir, ni más ni menos, que el FMI, Christine Lagarde. La revista Forbes la catalogó como una de las mujeres más poderosas del mundo. Pues bien, Christine también usa el apellido “Lagarde” ¡de su exmarido! Increíble por paradójico.

En España pueden pasar y ocurren otras cuestiones, pero ésta no se puede dar. El principio de que cada ciudadano español ha de ser designado legalmente por dos apellidos provenientes de las líneas paterna y materna es una cuestión que se denomina como de orden público. En consecuencia, no se puede cuestionar. Si la filiación está determinada por ambas líneas, los españoles, y los extranjeros que adquieren la nacionalidad española, ostentaremos dos apellidos. El materno y el paterno. Ya veremos en qué orden.

El Registro Civil en nuestro país es operativo desde 1870. Antes, las inscripciones se hacían en los Registros Canónicos y ya éstos reflejaban el principio de la duplicidad de apellidos de los nacidos. El orden de los mismos resultaba incuestionable: primer apellido es el primero del padre y segundo el primero de los personales de la madre.

Fue por Ley de 1999 cuando, por primera vez, el padre y la madre, de común acuerdo, y antes de la inscripción registral, pueden decidir el orden de transmisión de su respectivo primer apellido. Eso sí. El orden de apellidos inscrito para el mayor de los hijos regirá en las inscripciones de nacimiento posteriores de sus hermanos del mismo vínculo. Si nada dicen los padres o hay desacuerdo, rige lo dispuesto en la Ley: primero el paterno y segundo el materno.

Ha sido la Ley 20/2011, de 21 de julio, del Registro Civil, la que, con el fin de avanzar en la igualdad de género, prescinde de la histórica prevalencia del apellido paterno frente al materno y permite que ambos progenitores decidan el orden de los apellidos de común acuerdo y antes de la inscripción registral. La enorme diferencia es que si nada dicen los progenitores o hay desacuerdo entre ellos la solución al orden de los apellidos del inscrito la dará el encargado del Registro Civil atendiendo al interés del menor. Y me he manifestado en varias ocasiones que quien mejor va a proteger los intereses del menor será la madre. Sin duda.

Bien. Esta apariencia de igualdad entre hombre y mujer está vigente desde el 28 de junio de 2017 (Ley 4/2017). Pero, y es lo que quiero cuestionar, ¿es una igualdad real, verdadera? Entiendo que su aplicación práctica hace inviable esta aparente igualdad formal. Me explico. El propio procedimiento de conformación de voluntades del padre y de la madre requiere el acuerdo de los mismos en el plazo máximo de 72 horas desde el nacimiento. Es en este plazo en el que se ha de hacer la elección del orden de los apellidos. ¿Están, verdaderamente, el padre y la madre, en igualdad de condiciones físicas y psicológicas?

Pensemos por un momento en un parto complicado, con cesárea, la anestesia; la madre, tras un extraordinario esfuerzo físico, se encuentra agotada, puede, incluso, requerir su estancia en UCI, o con una depresión postparto. ¿Estamos -nos debemos plantear- ante el momento adecuado para obtener un acuerdo entre iguales? Pues está claro que lo que pueda decir la mujer en ese momento sí está sujeto a todo tipo de condicionantes. Los he descrito. No así el hombre.

Lo mismo podemos decir cuando haya desacuerdo o cuando no se hayan hecho constar los apellidos en la solicitud de inscripción. En este caso, el encargado del Registro Civil requiere a los progenitores por tres días para que comuniquen el orden de los apellidos. Nuevamente, la cercanía del parto, solo han transcurrido 7 días, condiciona lo que manifieste la madre por su situación física y psíquica. Y en las negociaciones entre los progenitores sobre el primer apellido del nacido se encontrará en una clara situación de desigualdad.

Vemos que no es fácil para la mujer el encontrarse en una situación de igualdad real frente al hombre a la hora de poder anteponer el apellido materno al paterno. La costumbre pesa lo suyo, lo mismo que los condicionantes socioculturales. Todo ello hace muy, pero que muy difícil, que el apellido elegido en primer lugar sea el de la madre. Para colmo, aunque parezca increíble, la Administración tampoco ayuda absolutamente nada. Todo lo contrario.

La aplicación práctica sigue suponiendo una verdadera discriminación. La Instrucción del Ministerio de Justicia de 9 de octubre de 2015, al hablar de “alterar el orden habitual de los apellidos”, está interpretando como normalidad el que el apellido a utilizar en primer lugar sea el del padre, y lo excepcional sea que el primer apellido sea el de la madre. Y también, en el caso de que la filiación sea matrimonial, “si no hay alteración del orden habitual de los apellidos”, el formulario podrá ser firmado por uno solo de los cónyuges. Esto es, la propia Administración, a la que le corresponde fomentar la igualdad, ni siquiera mantiene la neutralidad.

No queda más remedio que seguir insistiendo… En la igualdad real, queda casi todo por hacer.

Martín Corera Izu es letrado de la Administración de Justicia, profesor del Master Abogacía UPNA y especialista en Derecho Registral.

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