Igualdad lingüística en España

En estos días, la publicación de un manifiesto en defensa del castellano ha suscitado debates apasionados. Y ha provocado un alud de adhesiones particulares e institucionales, a pesar de la ligereza con que el documento trata cuestiones que han sido objeto de acuerdos difíciles y laboriosos. Tal vez no debería sorprendernos: las alegaciones identitarias están tan profundamente imbricadas en creencias y sentimientos que a menudo argumentos que se alzan como verdades irrefutables no son sino reflexiones superficiales. Por ejemplo, la afirmación de que son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos y no los territorios, frase que revela inmediatamente su inconsistencia si pensamos en qué quedan los derechos individuales de los castellanohablantes con sólo atravesar las fronteras del reino de España. En realidad, todo el documento revela un notable desconocimiento de cómo se gestionan los derechos lingüísticos en los países legalmente plurilingües, pero claro, a veces tenemos tantas ganas de creer en las argumentaciones que nos favorecen que no hace falta que sean buenas para que circulen y mueran de éxito.

Es lo que ocurre con una de las ideas básicas del manifiesto, que se prodiga desde hace tiempo sin que nadie advierta el peligro que encierra, no ya para las lenguas periféricas, sino, a la larga, para la que los firmantes se proponen defender. Me refiero a la idea de que el castellano es la lengua común de los españoles. Lengua política común, precisa acertadamente el manifiesto. Porque desde luego no es la lengua materna común. De hecho, al exigir el conocimiento del castellano como lengua oficial obligatoria ( "todos los españoles tienen el deber de conocerla"), la Constitución reconoce implícitamente la inexistencia, o por lo menos la fragilidad, de esta comunidad de lengua. Pero como para una gran mayoría de españoles el castellano es su idioma, como una gran mayoría llama a este idioma español - por antonomasia-, es fácil autoconvencerse de que el castellano es la lengua de todos. Así, del concepto de lengua oficial común se pasa insensiblemente al de lengua compartida.

Sin embargo, hay muchos españoles, millones de españoles, que han aprendido otra lengua de sus padres, que en esta otra lengua han reído, han rezado o se han enamorado. O simplemente, que sienten que este otro idioma es su lengua, porque es la que utilizan para pensar, la que les representa, la que les singulariza. Estas personas a lo mejor viven en un ambiente donde este idioma que algunos querrían subordinado es la lengua de uso mayoritario, o quién sabe si en nuestro mundo globalizado se desenvuelven en un entorno donde la lengua de relación ni siquiera es el castellano, sino una lengua extranjera. ¿Cómo pueden creer que el castellano es la lengua común y que la suya debe resignarse a ser un habla particular, confinada a usos cada vez más restringidos?

Se podrá argüir que común significa tan sólo que, por razones prácticas, catalanes, vascos, etcétera, usan el castellano en sus relaciones con el resto de los españoles (o con los extranjeros que no entienden el catalán). En este supuesto, lengua común no significaría lengua compartida, sino tan sólo interlengua, lengua de comunicación. Y se concluirá que esta necesidad justifica la obligación constitucional de conocer el castellano y la imposibilidad de prescribir lo mismo para el catalán, ni siquiera en su propio territorio, ya que el conocimiento del español por los catalanes hace innecesario que los hispanohablantes conozcan el catalán.

Parece convincente, ¿verdad? Pero el mismo razonamiento se vuelve contra el español si lo trasladamos a una escala superior. Como el castellano en España, hoy el inglés se ha convertido, de facto,en la lengua a la que se recurre en las comunicaciones entre hablantes de lenguas distintas. ¿Sería aceptable que, siguiendo la misma lógica, la Constitución europea prescribiera algún día a todos los ciudadanos comunitarios la obligación de conocer el inglés y negara esta prerrogativa al castellano en su territorio, con el argumento de que el conocimiento del inglés hacía innecesaria la obligatoriedad de la lengua española?

No parece justo. La solución política más razonable, aquí, consiste en avanzar precisamente en el sentido opuesto al que persiguen los promotores del manifiesto: en el de la igualdad de las lenguas que se han desarrollado secularmente en el territorio español. La misma igualdad que a menudo se esgrime retóricamente para negar los derechos de los demás, confundiéndolos con los propios. Avanzar en la igualdad legal de los idiomas es el buen camino, y no buscar adhesiones poco reflexivas - sobre todo en territorios donde sólo se reconocen derechos a una sola lengua- para limitar en otros la vitalidad, más o menos frágil, de las lenguas distintas del castellano. Aceptemos más bien las lecciones de quienes han estado legislando para la convivencia de más de una lengua oficial. Dejemos, en fin, que sea cada comunidad autónoma la que decida sobre los derechos lingüísticos de sus ciudadanos, con criterios de reparación histórica, de equilibrio y de sostenibilidad.

Albert Rossich, director del Institut de Llengua i Cultura Catalanes. Universitat de Girona.