Igualdad y derechos sociales

Poco después de que, el pasado octubre, el Observatorio contra la Violencia Doméstica anunciase el alarmante aumento de casos registrados, se ha sabido que el Ministerio de Igualdad incrementará su presupuesto un 14%. Nadie discutirá que la horrenda lacra de la violencia doméstica merece combatirse con cuantos recursos se precisen para erradicarla. Ahora bien, preocupa la aparente ineficacia de la gestión ministerial, máxime a tenor de objeciones a sus criterios como las manifestadas en su día por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) al anteproyecto de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual. Los más de los gobiernos occidentales tienen ministerios de igualdad. España no es excepción en eso; sí lo es en la reciente creación de un Ministerio de Derechos Sociales. Que ni EEUU ni el Reino Unido cuenten con ministerios de Igualdad (sino con departamentos ministeriales) ni de Derechos Sociales da fe de la abstracción semántica de tan controvertidos términos.

El problema no es tanto la funcionalidad de esos dos ministerios como la vaguedad conceptual de igualdad y derechos sociales. Algunas de esas objeciones a las iniciativas del Ministerio de Igualdad denuncian que justifique formas de desigualdad; por ejemplo, según el CGPJ, vulnerando, por razón de género, la presunción de inocencia. Incoherentemente, en nombre de la igualdad se pretende imponer desigualdades. Por su parte, el Ministerio de Derechos Sociales lista entre sus competencias el bienestar, la educación de calidad, la igualdad de género, el fin de la pobreza y otras aspiraciones igualmente dignas de toda loa. Aun cuando todos suscribimos tan nobles ideales, nadie concuerda en los modos de implementarlos y de financiarlos. Hasta hace poco hubo en España un Ministerio de Asuntos Sociales, así llamado porque esa índole de incumbencias son más asuntos que derechos. Estos políticos nuestros nos tirotean con ráfagas de palabras a las que han vaciado de su sentido original y cargan con pólvora adulterada. La cuestión no es parva cuando a las clases medias se nos insiste en que la solución a las desigualdades sociales exige una presión fiscal mayor a la que ya soportamos.

Comencemos notando que los derechos sociales ni existen ni tienen base moral alguna. ¿Qué son los derechos sociales y quién los determina? ¿Merecen rango de derecho social el bono cultural, el jarabe democrático, celebrar referendos ilegales, segregar a hispanoparlantes, retirar bustos del Rey, asaltar capillas universitarias…? El furibundo derecho a decidir, ¿es un derecho social? Y, ¿quién es la lumbrera que determina esos derechos: Belarra, Montero, Rufián, Junqueras? Y, ¿cómo se sufragan: friéndonos a impuestos?

La respuesta es simple: en un Estado de derecho el único derecho es aquel estipulado por ley. El adjetivo social llama a engaño: un derecho lo es conforme a la ley o no lo es. La Declaración Universal de los Derechos Humanos no deja de ser una mera guía moral y un brindis al sol porque, advierte Amarya Sen en The Idea of Justice (2009), los derechos en abstracto son «proclamas éticas discutibles» sin fuerza legal alguna. Función de la democracia es hacer ley positiva lo que posee legitimidad moral. Por eso, los derechos los establece el Poder Legislativo y no uno u otro ministerio del Ejecutivo. La separación de poderes importa porque, como es notorio y recuerda el eminente jurista Tom Bingham en The Rule of Law (2011), sin ley no hay Estado de derecho y sin Estado de derecho no hay democracia.

Tampoco existe la igualdad a secas, sino diversas formas de igualdad. Las democracias liberales reconocen la igualdad moral con sus muchas derivaciones, entre ellas la igualdad jurídica, la igualdad política, la igualdad de oportunidades, etcétera. Estas igualdades morales constituyen las bases de la democracia y, explicaba François Guizot en Histoire générale de la civilisation en Europe (1828), derivan de la doctrina cristiana. Antes del cristianismo no se reconocía la igualdad moral; la democracia de las polis helenas la negaba.

Lo que no reconocen las democracias liberales son igualdades arbitrarias como, entre otras, la igualación económica. Nadie refuta que una sociedad de mayor igualdad económica es más próspera y más feliz. Con todo, ninguna democracia impone arbitrariamente una mayor igualdad económica en aras de derechos sociales, ni aspira a alcanzar el coeficiente 0 de Gini porque, observa Fukuyama en The Origins of Political Order, «las sociedades tribales eran igualitarias; los estados, por el contrario, son coercitivos, dominantes y jerárquicos». Eso mismo explicó Émile Durkheim en De la division du travail social (1893): la igualdad económica no es hacedera en las sociedades modernas.

Y esto es así porque las democracias liberales se establecieron para preservar tanto la igualdad moral como las libertades individuales. La libertad crea desigualdades porque cada individuo hace un uso distinto de su libertad. Cervantes lo explicaba con este axioma puesto en boca de don Quijote: «No es un hombre más que otro si no hace más que otro». Después lo han repetido los más reputados filósofos. El politólogo oxoniense Alan Ryan lo expresa así en The Making of Modern Liberalism (2012): «El mundo moderno cree en que el trabajo, el esfuerzo y la productividad merecen ser recompensados: un mayor esfuerzo merece un mayor reconocimiento». Al contrario de lo que Thomas Piketty predica en Le capital au XXIe siècle (2013), las desigualdades económicas no tienen su origen en la política sino, por lo general, en nuestras capacidades y en el uso que demos a nuestra libertad. Somos distintos porque somos libres. La igualación económica total solo es viable mediante la supresión de las libertades individuales, como pretendieron los totalitarismos del siglo XX. La democracia liberal solo se dará en el reconocimiento de la libertad y de las desigualdades resultantes.

Función de las democracias también es, en palabras de Ryan, disponer un orden «social, económico y político para que todos podamos disfrutar de una vida buena». Así las cosas, las democracias actuales entienden que la inexcusable protección de los desvalidos y la mejora del bienestar obedece al principio liberal de solidaridad, no a ideales de igualdad económica y derechos sociales incompatibles con la libertad. Una igualdad material desproporcionada merma las libertades individuales si se efectúa privando a unos de parte de su riqueza para revertirla en otros.

La distorsión semántica del concepto igualdad constituye una de las principales amenazas a la calidad democrática, no solo cuando se declama para disponer compensaciones a supuestos agravios sociales sino, también, cuando se cacarea para justificar subidas de impuestos. Los actuales criterios fiscales de muchos países pecan de ilógicos, como han denunciado desde F. A. Hayek hace dos generaciones hasta Warren Buffett en 2011. Hoy por hoy, vista la mengua del crecimiento económico después de 2008, no es ni justo ni práctico gravar aun más las rentas medias. Toda mejora del bienestar es beneficiosa, pero no puede forzarse doctrinariamente con menoscabo de los esforzados trabajadores. Esto lo han repetido Ryan y muchos otros reputados politólogos, como Kenneth Arrow, Harry Frankfurt o Willian Griffith.

El único derecho social posible reside en poder disfrutar de los frutos de nuestro trabajo mientras solidariamente contribuimos lo justo al bienestar común. El gasto social no debe igualar arbitrariamente porque eso supone la vulneración de la igualdad moral. Lo justo socialmente consiste en respetar tanto al necesitado como a quien ejerce la solidaridad. Esquilmarnos el fruto de nuestros sacrificados esfuerzos en nombre de unos quiméricos derechos sociales es un atentado contra nuestras libertades individuales y contra los principios de la democracia liberal.

Juan Antonio Garrido Ardila es miembro numerario de la Royal Historical Society y catedrático del Consejo General de la University of Edinburgh.

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