Igualdad y diversidad en el problema catalán

Un jurista tan eminente, lúcido y experimentado como Francisco Rubio Llorente, que entre otros desempeños fue presidente del Consejo de Estado, advertía no hace mucho en La Vanguardia (29/09/2014) que “sería injusto hablar solo de los despropósitos del Govern de la Generalitat, porque despropósito es también la reacción del Gobierno de España". No cometeré la osadía de glosar los despropósitos jurídicos de unos y otros, que buenos glosadores tienen, pero subrayo que Rubio Llorente, en esa ocasión y en artículos posteriores, sostiene que el problema catalán no es un problema jurídico, ni puede solucionarse —sino más bien complicarse— por la vía de su judicialización, en la que gasta energías el Gobierno español. El problema catalán es un problema político cuya solución, inexorablemente, solo puede llegar por la vía de la reforma del engarce de Cataluña con el resto de España plasmado en la Constitución de 1978, engarce que ya ha dado de sí todo lo que podía dar tras la progresiva recentralización de algunos de sus eslabones.

Sean cuales sean los despropósitos del Gobierno de la Generalitat, lo inédito a tener en cuenta es que la ciudadanía catalana hizo patente, con una rotundidad cada vez más robusta, su profundo malestar, primero ante la situación creada y luego ante la insensibilidad a este respecto del Gobierno presidido por Mariano Rajoy.

El 10 de julio de 2010, el malestar se manifestó, de manera pacífica y silenciosa, ante la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña de 2006, dictada en el mes de junio. Desplazado a la oposición en 2004, el Partido Popular liderado por Mariano Rajoy, que aglutina desde el nacionalismo españolista más rancio hasta la derecha más moderna, desató una campaña contra la reforma del Estatuto catalán, incluyendo la promoción del boicoteo a los productos originarios de Cataluña. Entrado en vigor el Estatuto en agosto de 2006, la campaña se tradujo en la presentación de un recurso de inconstitucionalidad admitido a trámite en el mes de septiembre. En contraste con esta rapidez, años de dilaciones y maniobras internas y externas que afectaban a la composición del tribunal que tenía que resolverlo precedieron a la sentencia, que acogió lo sustancial del recurso. Con ello, probablemente quedará para la historia como el punto final puesto al deterioro progresivo sufrido por el engarce Cataluña/España de la Constitución de 1978. Un Tribunal Constitucional, sacudido por luchas políticas netamente partidistas, pudo corregir en 2010 el Estatuto de 2006, cuya elaboración había obtenido sucesivamente el voto favorable del Parlamento de Cataluña y del Congreso de Diputados (diputados que, según la Constitución, representan al pueblo español en que reside la soberanía nacional) y que, a su vez, había sido refrendado por los ciudadanos catalanes. El solo hecho de que tal aberración fuera posible clamaba por la urgente modificación del procedimiento constitucional de aprobación de los Estatutos de Autonomía.

A esta poderosa motivación del malestar ciudadano se sumó la indiferencia de que haría gala y virtud el Gobierno presidido por Mariano Rajoy, tras ganar las elecciones de noviembre de 2011 con mayoría absoluta. La indiferencia prosiguió después de la manifestación de la Diada de 2012, expresión rotunda de la amplitud que iba alcanzando el malestar ciudadano; con tal fuerza que Artur Mas se sintió impelido a ponerse al frente del independentismo, pese a salir elegido en noviembre de 2010 con el programa de CiU que remitía al catalanismo político moderado correspondiente al perfil dominante en su militancia y entre los ciudadanos cuyo voto atrae. Mariano Rajoy siguió sin darse por enterado y, arguyendo que su obligación era respetar las leyes y a su cabeza la Constitución, respondió con la judicialización del problema. Bajo esta amenaza llegó la jornada del 9-N de 2014, en que 2,3 millones de ciudadanos consideraron obligado depositar una papeleta que sabían vana para alcanzar sus aspiraciones, dentro de una urna que también sabían inocua para ello. Esta exhibición de civismo demostró, según Mariano Rajoy, que “sólo” un tercio de los votantes catalanes respaldaba la opción independentista, como si un apoyo de esta magnitud fuera cosa despreciable para quien ejerce la responsabilidad del Gobierno de España. La judicialización ha dejado por el camino la dimisión del Fiscal General del Estado, y sólo resta esperar plácidamente que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, más tarde que pronto, fabrique o no nuevos mártires del independentismo catalán.

Esta perspectiva preocupante no es astucia de gobernante que confía en que el paso del tiempo puede resolver los problemas, pues Mariano Rajoy, en un reciente mensaje, ha recordado que los Gobiernos tienen como misión resolver problemas, no crearlos. Es su propuesta ante el problema catalán, basada tanto en la convicción roqueña de que nada se ha de reformar en la Constitución  como en una gobernanza diaria que merece como mínimo el calificativo de poco amable con los ciudadanos catalanes. Dos actuaciones que afectan a Cataluña y a las islas Baleares ilustran este último punto. Una, que afecta al idioma, elemento muy sensible e importante en el pacto constitucional de 1978, alteró el sistema escolar de ambas comunidades con medidas que parecen ideadas para originar un conflicto lingüístico donde nunca había existido. Otra, una propuesta de distribución de la inversión pública entre comunidades autónomas para 2015 que, en inversión pública por habitante, deja a las islas Baleares en el último lugar que ya venían ocupando, pese a un incremento simbólico; y deja a Cataluña en el último lugar de las comunidades peninsulares, maltratada con la cifra más baja en 17 años y con el mayor recorte relativo. Actuaciones que poco contribuirán a apaciguar el malestar de Cataluña, donde conviven catalanes de origen y catalanes de adopción, tan pacíficamente que ha podido verse a José Montilla, de origen andaluz, desempeñar con absoluta normalidad su mandato como presidente de la Generalitat.

El meollo de las campañas del PP, con Mariano Rajoy de líder, primero en la oposición y luego desde el Gobierno, es la difusión de un estado pasional contra la Cataluña victimista e insolidaria, imagen inspirada en el error de los políticos catalanes que esgrimen el expolio sufrido apelando al llamado déficit fiscal. Sobre la naturaleza de este error he escrito años atrás y no es el momento de volver sobre ello. En el lado de los impuestos y tasas fiscales, Cataluña solo tiene que reivindicar una redistribución más equilibrada de su rendimiento entre la Administración Central y el conjunto de las comunidades autónomas, y si ello procede, la corrección de privilegios que supondrían una competencia desleal desde otras comunidades. Es en el lado del gasto público donde se produce la gran injusticia con Cataluña, cuyos ciudadanos, que son los que pagan impuestos y tasas, tienen derecho a servicios públicos de educación, sanidad y asistencia social y a infraestructuras de nivel igual al de los ciudadanos de otras comunidades. La actual discriminación que se traduce, a título de ejemplo, en mayores pagos a colegios concertados, seguros sanitarios o peajes de autopista, perjudica sobre todo a los ciudadanos de rentas más bajas que también existen en Cataluña.

En su mensaje de fin de año, la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, ha insistido en que “el reconocimiento de la diversidad no puede ser excusa ni para privilegios ni para discriminaciones”. Palabras dictadas por el sentido común y constitucionalmente impecables. El reconocimiento de la diversidad, inscrito en el artículo 2 de la Constitución, que distingue entre las nacionalidades y las regiones que integran la unidad de España, no puede amparar privilegios.

La Constitución admite en otro artículo la existencia de “diferencias entre los Estatutos de las diferentes Comunidades Autónomas” y dispone que esas diferencias “no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos y sociales” (art. 138). Susana Díaz proclama también en su mensaje que Andalucía es la Comunidad que “con más coraje y determinación está apostando por la igualdad entre todos los ciudadanos de nuestro país, vivan donde vivan”. Sin duda, la igualdad tiene que abarcar a todos los ciudadanos, cualquiera que sea la comunidad en que residan y, además, tiene que respetar la diversidad: tratar igual a dos situaciones diferentes sería tan injusto como tratar distinto a dos situaciones iguales.

Josep Lluís Sureda fue asesor de Josep Tarradellas en su negociación con Adolfo Suárez para el restablecimiento de la Generalitat de Cataluña.

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