Igualdad y género en clave ciudadana

El discurso construido en los últimos años alrededor del concepto de igualdad omite que la verdadera clave de bóveda del mismo no radica en la propia consideración o circunstancia que puede significar el género sino, más allá de este, en la vinculación que la igualdad mantiene con el concepto de ciudadano.

Desde la construcción histórica (de raíz romana) del término, la ciudadanía se ha asimilado como un estatus de la persona que, como miembro activo del Estado, es reconocida por este como titular de un conjunto derechos de naturaleza política, encontrándose, al mismo tiempo, y de forma simultánea a este reconocimiento, sujeta a las leyes que esa condición personal legitima y permite en el despliegue de su eficacia.

El poder público sólo es válido, y, de hecho, sólo existe, si de forma previa se establece la ficción de un conjunto de seres capaces de detentarlo y respetarlo, de sujetarse a su fuerza normativa, al fin, a su capacidad de establecer decisiones vinculantes para todos. Y, sí, esa ficción, ese conjunto confuso pero real de ciudadanos sólo puede ser admitido como elemento creador del poder público si, al menos entre ellos, se acepta una circunstancia insoslayable: la igualdad.

Podrá discutirse lo anterior, y elaborarse referencias con fundamento a los modelos autocráticos o a los estados totalitarios en los que, precisamente, la desigualdad entre el dictador o soberano absoluto y el pueblo disponía la columna de vertebración de todo el sistema. Es cierto. Qué duda cabe de que ninguna equiparación o reflejo de equidad podría establecerse entre Luis XIV y sus súbditos franceses, o entre Mao y la población china de su época (o de la de ahora).

Sin embargo, incluso en aquellos modelos de relación política es posible apreciar ese elemento definitorio del concepto de Estado que es, no ya la población como conjunto flotante de personas, sino la sociedad. Una sociedad que, cuando como ocurre en los países occidentales civilizados, se arma con derechos fundamentales y libertades públicas, pasa de esa expresión terminológica a una más compleja y políticamente más plena: la de ciudadanía.

De los ciudadanos habla nuestra Constitución hasta 18 veces, y lo hace en preceptos tan elementales como la proclamación del principio de obediencia al Derecho (artículo 9.1), el derecho a la participación en los asuntos públicos (artículo 23) o el respeto que en todo caso deberá observar con ellos el rey (artículo 61.1).

No es un concepto menor y su significado rebosa de contenido porque la ciudadanía (y por extensión, sus ciudadanos) son la base sobre la que se configura todo lo demás conocido; no únicamente lo que podríamos nominar como ordenamiento jurídico, sino también la realidad de las cosas, el mundo aprehensible, los hechos que se permeabilizan con nuestra circunstancia y nos definen como individuos.

Si lo anterior es tan evidente, si nadie arroja dudas sobre la condición de ciudadano que corresponde a cualquier español por la sola razón de serlo e integrarse con ello en el ethos en el que participamos (queramos o no) todos, por qué ese sustantivo no se incluye en los estudios teóricos o en las proclamas igualitarias que hoy atienden al género y a la posición de la mujer en la sociedad. ¿Por qué la clave de análisis de la igualdad no arranca en la comprobación de esa ciudadanía que nos hace iguales y, por el contrario, se apuesta por enfoques singulares o parciales de tinte segregacionista?

Desconocemos la respuesta al interrogante formulado. No obstante, el debate que abre el mismo debe ser abordado por toda la sociedad, por todos, por todas: por la ciudadanía en su conjunto.

No es sensato, y no debiera ser admisible, que las pretendidas políticas de igualdad se proyecten tantas veces sobre esquemas de estudio teórico o de implicación práctica en los que la mujer no es tratada como una más, sino como un sujeto en acción que, en la definición dinámica que habrá de otorgarle esa relación directa con el entorno, encontrará esa definición, esa identidad, que le ha sido negada. El marco de tratamiento está invertido. La mujer no es igual cuando busca la igualdad como un elemento a conquistar (horizonte futuro), sino cuando reclama su consideración como igual porque esa misma reivindicación ya es reconocida (horizonte pasado).

No podemos pretender erigir una (auténtica) igualdad de género tratando de enfatizar el empoderamiento de la mujer como una realidad que se construye sobre un espacio ex novo, desconocido y deshabitado. Lo único cierto y real es que esa noción de igualdad no será una conquista, sino, en todo caso, una (re)conquista, un recobro del estatus perdido (al menos en términos estrictamente jurídicos), pero que ya (en forma pretérita) era reconocido cuando la mujer, igual que el hombre, se integra en el macroconcepto de ciudadanía.

Quienes, con un interés u otro, exploran constantemente la igualdad como una idea vacía y requerida de un permanente ejercicio de lucha por alcanzar lo que no se ha dado yerran en el enfoque, sí, pero se equivocan todavía más en la meta.

La igualdad, que es la causa y consecuencia, raíz y fruto, de la proclamación democrática de la ciudadanía, no se localiza, ni se puede encontrar, en la confrontación dialéctica (diaria) de elementos de singularización identitaria, en el maniqueísmo artificioso de quienes eluden que, como en el principio de la navaja de Ockham, la explicación más sencilla a la creación de la desigualdad es la más probable: no la conspiración frente a la mujer, sino, simplemente, la más censurable y grave amnesia colectiva sobre la transcendencia del significado de ciudadanía.

Podrán existir muchas diferencias entre un hombre y una mujer, entre ellos y entre ellas, pero esa confrontación de géneros es sólo una artimaña gramatical, un juego del lenguaje, una partida con cartas marcadas. Ni ellas ni ellos son más distintos por agruparse sobre una circunstancia tan nimia como el género, ni podremos pretender diferenciación alguna en el trato legal. No porque la igualdad lo determine, sino porque, ante todo, y, sobre todo, unos y otras, ellas y ellos, son ciudadanía.

A veces, sólo a veces, la respuesta es tan sencilla como recordar lo que dice la ley. Esa palabra que nos une a todos, como seres iguales, como ciudadanía misma.

Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *