Cuando la palabra de los responsables públicos no vale nada, porque ni informa ni obliga, no es posible ni la discusión ni el debate democrático, ni la rendición de cuentas ante los ciudadanos: el ruido y la descalificación sustituyen la argumentación y el intercambio de ideas, y el espacio público se convierte en un circo estéril del que los ciudadanos tienden, comprensiblemente, a alejarse. Y cuando la ley no es tal, porque no está hecha en las instituciones de todos sino en pasillos y conciliábulos de los que no se rinde cuentas; o porque no se aplica a todos sino sólo a los que no tienen medios para escapar de ella; o porque no es la expresión del interés general sino que esconde un tráfico opaco e inconfesable de influencias de unos y de otros para hacer valer prebendas y favores; entonces se erosiona la democracia, en favor de un sistema político basado en los privilegios que en España resulta tristemente conocido por el nombre de 'caciquismo', al que no esperábamos volver de la mano de uno de los partidos que surgieron precisamente para hacerle frente, a finales del siglo XIX.
La degradación del valor de la palabra pública en España no empieza, desde luego, con este Gobierno: las mentiras del ministro del Interior del PP sobre la autoría del atentado del 11-M, en vísperas electorales, en el año 2004; y la irresponsable denegación de la gravedad de la crisis económica por parte de los responsables del Gobierno del PSOE en 2008, el de los «brotes verdes», quedarán como ejemplos de una indecencia que cada vez se vuelve más habitual en la política española. Pero ha sido el actual presidente del Gobierno quien ha convertido el desprecio por la palabra y la mentira sistemática («cambios de opinión») en elementos centrales de su estrategia política, sin la que simplemente no puede entenderse su trayectoria al frente del PSOE y del Gobierno. Una estrategia que ha permitido a Pedro Sánchez una gran maniobrabilidad táctica a cortísimo plazo, pero ha carbonizado el valor de la palabra pública, hasta reducir la credibilidad de lo que dicen ministros, candidatos, diputados y responsables políticos a la nada absoluta: en España, el descrédito de las instituciones es parte de la estrategia política del partido gubernamental; ni siquiera aquellos que acaban por votarle tienen la menor confianza en lo que dicen. No hay, sin embargo, ninguna política democrática posible, y menos aún un proyecto de izquierdas o una política de transformación social digna de tal nombre, que pueda llevarse a término sobre la base de una desconfianza generalizada hacia los políticos como la que Sánchez se afana en cultivar. Hay, a lo sumo, una supervivencia política más o menos acrobática, sin objetivo ni horizontes, que tiene más que ver con la prestidigitación, el trilerismo o picaresca, que con la Política en sentido propio.
Contra el viejo caciquismo y su imperio del privilegio sobre la ley democrática se alza el artículo 1 de la Constitución vigente, que advierte de que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho («régimen de Libertad y Justicia», decía el artículo 1 de la Constitución republicana de 1931). Y que continúa, entre otros, en el artículo 14 (que retoma palabra por palabra el artículo 2 de la Constitución de 1931): Los españoles son iguales ante la ley. Ninguna de ambas consideraciones es excesivamente original; nuestras Constituciones se hacen eco de una larga tradición democrática, cívica y republicana que se remonta en Europa, por lo menos, a la Declaración de Derechos de 1789: los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos; la ley es la misma para todos, tanto cuando protege, como cuando castiga; toda sociedad donde la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación entre poderes protegida, carece de Constitución.
La amnistía no es otra cosa que la instauración de una ley especial para una oligarquía dirigente. Desde una perspectiva democrática, supone un privilegio inaceptable. Si el enfoque además es de izquierdas, orientado a la emancipación de todos los seres humanos, el enjuague resulta aún más lacerante: se establecen dos velocidades penales, una ley común para los pobres, las clases trabajadoras y los ciudadanos corrientes; y otra especial para un grupo de intocables. Si se necesitan los votos para gobernar, parece valer cualquier atajo aritmético, aún a riesgo de convertir la arbitrariedad en la verdadera norma suprema. El trato de favor a un grupo de privilegiados se vende, llevando muy lejos la impostura, como el fiel de la balanza progresista.
Al tiempo, se sigue socavando el maltrecho principio de igualdad. Habrá quien considere aceptable la degradación de la ley común y el ideal de ciudadanía porque vea en ellos garantías meramente formales para los que menos tienen. Craso error: cuando la ley democrática decae, el terreno para la arbitrariedad de los poderosos aumenta. Y ahí es razonable pensar que la brecha social también se agudice, mientras que los instrumentos para el ejercicio de la soberanía popular quedan debilitados.
El Gobierno de España nos conduce de forma irresponsable hacia un Estado confederal, asimétrico, débil y repleto de desigualdades de todo tipo: forales, identitarias, cantonales, con graves implicaciones materiales. En definitiva, cada vez tenemos un país más desigual, gracias a la dependencia de los herederos políticos e ideológicos del carlismo, los mismos que hoy se nos tratan de presentar teñidos, en un delirio cromático sin parangón, de rojo. La fórmula es imposible: cuanto más débil es un Estado, más difícil resulta afrontar cualquier proyecto redistributivo. España enfrenta retos productivos, laborales y medioambientales de primer orden. El escenario de una globalización con déficits democráticos desaconseja fracturar aún más el poder político. ¿Acaso es de izquierdas ese camino? ¿Sirve para aumentar la igualdad entre ciudadanos, para mejorar sus condiciones materiales de existencia, excluir al País Vasco del sostenimiento de las pensiones públicas? ¿O degradar aún más la hacienda común dando una nueva vuelta de tuerca contra la solidaridad y la redistribución, con pactos fiscales paras las regiones más ricas? ¿Mejora las condiciones de los trabajadores atomizar la negociación colectiva por la vía autonómica y establecer ámbitos laborales de decisión propia en perjuicio de los trabajadores de las regiones más pobres del país?
La izquierda oficial ha optado por degradar la ley común y se ha olvidado del principio de igualdad. Entiendo que, ante el primer escenario, un nostálgico del feudalismo, un carlista o un tradicionalista pudieran ver con simpatía lo que está aconteciendo: derechos históricos antes que derechos de ciudadanía; tribalismo en vez de socialismo. Ante el segundo, posiblemente los neoliberales más dogmáticos, aunque sólo algunos se atrevan a confesarlo, sepan que un Estado fuerte es poco deseable para la competencia fiscal y regulatoria a la baja que desean, el elemento central de su propuesta de debilitamiento del poder político en favor de las concentraciones capital y de la proliferación de paraísos fiscales. Izquierda Española nace ante la resignación –a veces, neocarlista; otras, confederal-neoliberal– de nuestra izquierda oficial, con el pleno convencimiento de que una España mejor, más justa, cohesionada e igualitaria, es posible y necesaria.
Guillermo del Valle Alcalá es impulsor de Izquierda Española.